Volver a Palabras 60 años después (V)


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Rafael Acosta de Arriba. Foto: Susana Méndez

        

La Biblioteca Nacional de Cuba José Martí fue sede y testigo, seis décadas atrás de varios encuentros entre Fidel Castro, el líder de la joven Revolución y artistas e intelectuales de la isla.

El destacado poeta y ensayista cubano Rafael Acosta de Arriba ha estado durante varios años muy ligado a esa institución, desempeñándose como jefe de Publicaciones y Restauración de la misma, y también al frente de la Redacción de su revista.

Hoy, Acosta de Arriba nos ofrece una lección de historia sobre el contexto en que se desarrolló Palabras a los Intelectuales, y su importancia 60 años más tarde.

¿Qué importancia tuvo Palabras… 60 años atrás, tanto para los intelectuales cubanos como para la naciente Revolución?

Una enorme importancia y significación, para ambas partes. Haré un poco de historia, me parece necesario. El triunfo del 1ro de enero de 1959 fue celebrado con la alegría multitudinaria y genuina de un pueblo hastiado, hasta la repulsa, de los abusos y crímenes de la tiranía de Fulgencio Batista. A ese alborozo arrebatador no escapó ningún sector social, con la excepción, obviamente, de la clase desplazada del poder (léase la alta burguesía), el ejército derrotado y los órganos represivos manchados de sangre, es decir, los perdedores.

Los artistas y escritores se sumaron a esa auténtica sensación de libertad que se vivió a partir del primer mes de ese año luminoso e histórico. Fueron muchos los escritos de importantes intelectuales que reflejaron tal sentimiento de felicidad, a la vez que de apoyo a la Revolución triunfante. Desde Jorge Mañach, pasando por José Lezama Lima y el grupo Orígenes, hasta Virgilio Piñera, en un espectro bien diverso, así como el profesorado universitario en general, el respaldo fue natural e inmediato. Citaré algunos, entre muchos: Jorge Mañach, «Hoy que volvemos a la luz»; Lezama Lima, vio a la Revolución como la «última era imaginaria», «donde todos los conjuros negativos han sido decapitados»; Piñera: «El buen escritor es, por lo menos, tan eficaz para la Revolución como el soldado, el obrero o el campesino»; también, en una mesa redonda trasmitida por la televisión (por la CMQ), Severo Sarduy, José Rodríguez Feo y Nivaria Tejera se declararon «en deuda con la revolución». En fin, se pudieran seguir citando otras expresiones similares y otros autores que harían demasiado extenso este texto. La sensación general fue de felicidad y de apoyo y, como en el caso de Sarduy, Rodríguez Feo y la Tejera, de sentirse comprometidos por una deuda moral con el proceso, al cual no habían contribuido activamente, salvo contadas excepciones, en su fase de lucha armada o clandestina.

Es sobradamente conocido que en el régimen derrocado y en la república burguesa en general, a los artistas y escritores no les fue nada bien. Hubo mucho desinterés gubernamental y poca atención acumulada al gremio, que fue marginado de mil maneras en casi todas las administraciones. Virgilio Piñera había resumido aquella situación de la cultura, el arte y los intelectuales en la República con el sugestivo y lapidario cuño de «muerte civil». Los más reconocidos intelectuales tomaron distancia siempre de aquellas administraciones que los ninguneaban y, salvo el período en que Raúl Roa ejerció como director de Cultura subordinado al Ministerio de Educación dirigido por Aureliano Sánchez Arango, las políticas culturales (si es que así pudo llamárseles) de aquellos gobiernos fueron pobres e insuficientes.

En los primeros momentos de 1959, a los artistas y escritores no se les exigió toma de posiciones ideológicas de ninguna índole, sencillamente tenían delante de sí la posibilidad de participar en la construcción del nuevo país que se proclamaba a diario en los discursos de Fidel Castro y en la enfebrecida propaganda política que reemplazó súbitamente y por completo a la propaganda comercial. O, en su lugar, tenían la otra posibilidad, la de no hacerlo y seguir entregados sencillamente a su trabajo creativo en las tradicionales torres de marfil y en el silencio más anónimo.

El proceso político, en los primeros meses, se identificó con el nacionalismo revolucionario y se decía a sí mismo que era «verde como las palmas», pero rápidamente se encontró con la ojeriza del gobierno de los Estados Unidos, enfrentamiento que cobró matices violentos con mucha celeridad. Este conflicto, más el que naturalmente surgió de inmediato con la burguesía defenestrada, no resignada a la pérdida definitiva de sus propiedades y poder, radicalizó el proceso puesto en marcha. La construcción de la nueva Cuba no se haría, por lo tanto, bajo un estado de sosiego y paz. La presencia del poderoso vecino del Norte, protector y aliado sostenido de Fulgencio Batista y de sus propios intereses económicos y comerciales, no bendeciría al nuevo poder revolucionario, «eso se caía de la mata». La jugada estaba cantada y el campo cultural se vio involucrado, inmediatamente, en tales circunstancias. En ese escenario, un nuevo actor haría su irrupción tempranamente e influiría de una manera considerable en lo adelante, me refiero a la Unión Soviética.

La dirección revolucionaria comenzó tempranamente a intervenir en el campo cultural cubano, y las primeras medidas establecieron la creación del ICAIC, la Imprenta Nacional de Cuba, la Dirección General de Asuntos Culturales de la Unesco, el Teatro Nacional (entonces llamado Gertrudis Gómez de Avellaneda), la Casa de las Américas, la creación de periódicos, revistas y editoriales, la realización de la Campaña Nacional de Alfabetización, acción insignia en materia de educación y cultura, la constitución del Consejo Nacional de Cultura, y la realización del Primer Congreso de Escritores y Artistas de Cuba, dejando constituida la Uneac. De manera que, paralelamente a la consolidación del poder revolucionario en el orden del aparato gubernamental, del fortalecimiento de las recién iniciadas relaciones con la Unión Soviética y el recrudecimiento de las agresiones, sabotajes y actos terroristas contra el país, el campo cultural experimentó un grupo de acciones fundacionales en el orden estructural. Pasó a ser, de sector marginado en el régimen derrocado, a protagonista en la nueva sociedad que se estaba configurando.

Una gran transformación social como la que se comenzó a vivir a partir de 1959, se encaminaba, a las claras, a avanzar mucho más allá de lo recogido en el denominado Programa del Moncada. Como si la caótica realidad fuera un agujero negro, los hechos atrajeron y arrastraron al campo intelectual a sus turbulencias. Lo que hasta hacía poco se consideraba como Cultura en la isla, estaba sufriendo mutaciones considerables, propulsadas a conciencia por la dirección de la Revolución.

Téngase en cuenta que uno de los rasgos principales de aquellos momentos iniciales fue la vertiginosidad de los acontecimientos, la sucesión tremenda de los hechos para los que, ni las personas ni los dirigentes, estaban debidamente preparados. Manolito Pérez, un joven testigo y actor de aquel tiempo turbulento, llamó a la velocidad de los sucesos como «convulsiones, conmociones, atropellamientos». Esa es una de las características que enaltecen el liderazgo de Fidel Castro en los momentos iniciales de la Revolución, es decir, la forma decidida, inteligente y astuta con que se supo manejar dentro del caos revolucionario y perseguir obstinadamente el referido diseño.

De manera que una situación de transformaciones como las que se vivieron en los primeros tres años de la Revolución, en todos los órdenes de la sociedad, aderezada con el violento enfrentamiento con los Estados Unidos, provocado por este país, y con los representantes más contrarrevolucionarios de la burguesía desposeída, que intentaban recuperar el poder, no podía por menos que traer una demanda de definiciones entre las tendencias existentes en el campo cultural. Como se sabe, tres líneas gruesas se definieron en aquellos primeros momentos, a saber: el grupo nucleado alrededor de Carlos Franqui y el periódico Revolución (órgano del movimiento 26 de julio) y su suplemento cultural Lunes de Revolución (léase Guillermo Cabrera Infante), el grupo liderado por Alfredo Guevara y el recién creado ICAIC (más inclinado hacia el movimiento revolucionario continental) y, por último, la línea que respondía a la política cultural del viejo partido comunista, el PSP, nucleada en torno a Edith García Buchaca y Mirtha Aguirre. Desde luego, los católicos y el grupo Orígenes y los intelectuales y artistas ajenos a estos grupos, es decir, los sin grupo, una cantidad considerable la de estos últimos, también se vieron arrastrados de alguna forma por las inmediatas contingencias de las tensiones y las luchas por el poder del campo cultural. No podía ser de otra manera.

Otro aspecto de la turbulenta realidad, al que casi nunca se refieren los que intentan brindar una visión parcializada de la misma, es el relativo al ambiente interno de las acciones contrarrevolucionarias, muy intenso en los primeros meses del año. El 1ro de enero de 1961, explotaron 120 bombas en un solo municipio habanero, pocos días antes un artefacto explosivo detonó en la tienda Flogar, la Avenida del Malecón habanero estaba erizada de ametralladoras antiaéreas cuatro-bocas, los sabotajes eran frecuentes y la televisión y la prensa mostraba con sistematicidad la consigna más divulgada del momento, entre decenas de ellas: «Si entran, quedan». Y es que la tensión con Washington crecía diariamente y la escalada verbal con ella. Finalmente, el 13 de enero de 1961, como para matizar lo que se avecinaba, el gobierno de los Estados Unidos rompió las relaciones diplomáticas con Cuba. Ese era, antes de abril, el ambiente con que ese año decisivo recibió a los cubanos.

Mucho se ha escrito sobre las pugnas entre los grupos de escritores e intelectuales que, en los tres primeros años de la Revolución fueron intensas, pero que se acrecentaron en los años subsiguientes de la década. Llegarán hasta 1968, por lo menos, según el testimonio de Lisandro Otero en sus memorias, cuando se refirió a los duros pulsos echados entre los diferentes grupos y tendencias por incluir delegados en el Congreso Cultural de La Habana. Pero en 1961 esas pugnas estaban en su apogeo.

Me falta un detalle del conjunto, el comienzo, muy tempranamente, de los esfuerzos de una parte de la dirección política del país por echar a andar el mecanismo de instrucción o adoctrinamiento popular hacia el marxismo, a partir de las célebres Escuelas de Instrucción Revolucionaria, que tendrán su apogeo a partir de 1963, pero que ya aparecen modestamente en este trienio y que, malamente, enseñaban un marxismo de pobre calidad intelectual, apoyado en los tristes manuales de fabricación soviética, digamos que una suerte de marxismo enlatado.

De manera que este era, a groso modo, el ambiente, interno y externo, que existía en la primavera de 1961 en el campo cultural; por un lado, la agresión de la contrarrevolución, con la invasión por Playa Girón destrozada por la firme respuesta popular, pero con la subsistencia pertinaz y constante de atentados, sabotajes y crímenes diarios, y, por el otro, los revolucionarios tratando de manejar las riendas del poder gubernamental con la inexperiencia propia de los que asumen esas riendas súbitamente y sin la debida preparación. Pero intentándolo.

Una cuestión importante a considerar en este contexto es que los discursos de Fidel se convirtieron, desde el inicio, en fuente de derecho y ese fenómeno sustituyó en aquellos años fundacionales al funcionamiento de la democracia en su sentido más tradicional. Es lo que algunos estudiosos han llamado «relación plesbicitaria» entre Fidel y el pueblo (la denominada «democracia directa» que señaló Sartre durante su visita de 1960), y que fue el resultado de una manera muy personal de la relación del líder con las masas en una revolución.

El libro, recientemente publicado, La historia en un sobre amarillo. El cine en Cuba (1948-1964), de Ivan Giroud, Ediciones Nuevo Cine Latinoamericano, La Habana, diciembre de 2020, ilustra de manera muy gráfica que las tensiones entre los distintos grupos de intelectuales agrupados en torno a las tres formaciones político-culturales mencionadas, ya habían tensado la cuerda hasta su nivel máximo, la que se hallaba a punto de romperse en el verano de 1961. El libro anota, con las suficientes pruebas documentales, los choques y ojerizas existentes entre esas tendencias, encontronazos que se habían agudizado enormemente a medida que avanzaba el proceso revolucionario e ilustra algo no menos importante: esas tensiones prosiguieron durante buena parte de la década de los sesenta. Pocas veces un texto ha detallado mejor aquellas pugnas y en el libro su autor tuvo a bien darle voz a los protagonistas, más que a sí mismo, lo que es parte importante de su valor documental.

Otro documento importante para examinar estos hechos, es la entrevista que la investigadora Caridad Massón le realizó en 2006 a Edith García Buchaca (En los márgenes de la memoria. Conversando con EGB, 2006, inédito), texto que sirve como una suerte de memorias de la dirigente comunista que, a la altura de la primavera de 1961, fungía como la dirigente operativa de la cultura en el país. En su vida como militante del viejo partido comunista (PSP) y posteriormente en la Revolución, las opiniones y textos de EGB denotan el dogmatismo que la caracterizó siempre. En sus declaraciones, expresó a su interlocutora que, Fidel personalmente, la convocó y le dio instrucciones para organizar y realizar las reuniones. Obviamente, el affaire PM había recalentado el ambiente de las artes y las letras y era el momento de interactuar con los creadores. De igual manera, Fidel indicó posponer el congreso constitutivo de la organización de los escritores y artistas hasta tanto haber ventilado este asunto.

Llegamos entonces a las tres reuniones de junio de 1961 en la Biblioteca Nacional, entre la dirección revolucionaria y un representativo grupo de intelectuales y artistas (setenta y tres según la mención de Fidel Castro en una de las dos sesiones iniciales, quizá esa cifra varió en la última). Fue ciertamente un momento especial. Jamás los representantes del gremio habían tenido la oportunidad de reunirse con los gobernantes de la isla en medio siglo de república. Probablemente era una ocasión única también a nivel continental.

Sobre ese evento hay tantas versiones y enfoques como cabezas y perspectivas políticas se han interesado en analizar lo allí sucedido. Algunas son totalmente excluyentes, desde la comparación de la célebre fórmula de Fidel «Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada», con otra frase de similar sentido de Benito Mussolini, en este caso referida al Estado, hasta llegar a analizar, a mi juicio idílica e ingenuamente, el pulso echado en las tres reuniones entre poder e intelectualidad, porque de eso se trató, de una negociación y un pulso. En realidad, fueron tres sesiones prolongadas donde hubo momentos de fuertes debates, momentos de humor y de mucha preocupación por la relación entre cultura y política en sentido general. Miles de páginas se han escrito alrededor de la célebre reunión, pero sobre todo de la célebre frase de Fidel en la que muchos han visto el eje de las políticas culturales de entonces a la fecha. Veamos esto con mayor detenimiento, ya que aquí se encuentra el meollo del tema que los organizadores del panel me solicitaron.

En primer lugar, adelanto el cuestionamiento de algo que me sigue pareciendo un contrasentido total y es la razón desconocida por la que no se han publicado aún por las instituciones de la cultura cubana (o por quien sea) las intervenciones, todas, de las tres reuniones. Por ejemplo, Hugo Consuegra en sus memorias (Elapso Tempore) asegura que todo fue grabado. Es algo realmente incomprensible. Primero, porque parece ser que el único que habló allí fue Fidel Castro, y segundo, porque han aparecido algunas publicaciones con fragmentos de esas intervenciones (en dos publicaciones fuera de Cuba) y a veces, uno no sabe a qué atenerse como investigador (lo más completo publicado hasta ahora es el libro El caso PM. Cine, poder y censura, de la Editorial Colibrí, Madrid, 2011, de Orlando Jiménez Leal y Manuel Zayas, volumen en el que, en 91 páginas, se publican amplios fragmentos de las intervenciones en las dos primeras sesiones; también la Revista Encuentro de la Cultura Cubana, nro. 43, Especial, invierno 2006-primavera 2007, Madrid, publicó parte). Los testimonios son, pues, en tal circunstancia, el mejor referente. Desde luego, esos testimonios, con el paso del tiempo se fueron intoxicando por las posiciones ideológicas que cada opinante asumió. Nada sería más sano y oportuno que acabar de publicar todas las grabaciones y que cada cual establezca sus conclusiones propias acerca de las mismas.

Una cuestión que es esencial, y que a veces algunos analistas esquivan o desconocen a conciencia, es que todos los asistentes, dirigentes y creadores, acudieron a la Biblioteca Nacional con las imágenes de las batallas de Playa Girón en sus retinas. Este hecho, soslayado por más de un analista, es esencial para tomarle la temperatura a aquellos días. La agudización del conflicto con el gobierno de los Estados Unidos, al apoyar los sabotajes y ataques terroristas diversos que sufría el país por los grupos contrarrevolucionarios y comenzar a sustentar logísticamente sus agencias especiales a los cubanos opositores que se habían alzado en las montañas del centro de la isla, y la contraofensiva revolucionaria para combatirlos y eliminarlos, ya estaba en marcha. Hay quien calificó a este enfrentamiento entre cubanos como una guerra civil, asunto totalmente polémico, aunque solo sea por una cuestión de nombre. La invasión solo había sido la apuesta mayor. Cuando los escritores y artistas convocados entraron al salón de actos de la Biblioteca Nacional, solo habían transcurrido poco más de dos meses de los combates en la Ciénaga de Zapata y sus playas colindantes.

El concepto de «plaza sitiada», que tanto habrá de influir en las políticas hacia la sociedad, más allá del campo cultural, surgió como resultado de una verdadera situación de plaza sitiada, no de un eufemismo. La proclamación, en el mes de abril, del carácter socialista de la Revolución, fue la definición superior de la política revolucionaria, puso fin a veleidades y esquivas diplomáticas y a la ganancia de tiempo de la dirección cubana en aras de hacer el anuncio en el momento más oportuno. Su proclamación fue hecha en vísperas del combate, sin saber a ciencia cierta a lo que se enfrentaría la Revolución y cuál sería la suerte de la batalla, era como la prueba irrecusable. La revolución ya tenía un carácter político definido por su dirigente principal.

El otro concepto clave en este contexto, el de «unidad revolucionaria», polarizó posiciones y afectó de alguna forma la pluralidad política existente en 1961, propia de cualquier revolución. Obviamente, el avance hacia esa unidad tuvo costos políticos entre las filas de los revolucionarios que no comulgaban con la perspectiva socialista. La gran mayoría de la población seguía decididamente al líder y apoyaba las grandes definiciones. Girón reforzó hasta el infinito el apoyo mayoritario del pueblo al proceso y a Fidel Castro. Las dotes personales del líder, al estar presente en el terreno de la acción, contribuyó a reforzar su liderazgo y su prestigio.

Como sabemos desde hace mucho, el incidente relacionado con la película PM fue solo un pretexto que sirvió para detonar las tensiones entre las facciones revolucionarias encontradas, que luchaban por el dominio del campo cultural. Los grupos existentes, ya mencionados, aspiraban y presionaban, cada uno por su lado, a capitalizar las acciones que condujeran a la hegemonía de una política cultural de la Revolución aún no enunciada.

La reunión previa en Casa de las Américas, calificada por algunos presentes como «tumultuosa», realizada con el fin de decidir si se exhibía o no PM, ante un grupo de intelectuales y organizada por la tendencia comunista (dogmática), fue la última prueba que necesitó la dirección del país para medir el grado de atomización y encono, así como las preocupaciones y temores existentes en el gremio. En la misma se evidenció el alerta de muchos intelectuales sobre la posibilidad de que comenzaran a darse en Cuba prácticas de corte estalinista en la cultura (es decir, el dirigismo en la cultura y el realismo socialista como estilo único), y de otros (situados en las antípodas), alertando sobre todo lo contrario, enfatizando que en una situación similar habían comenzado los sucesos en Hungría (el denominado budapestismo), o lo que es lo mismo, resaltando el potencial contrarrevolucionario natural existente en la intelectualidad. Esta polarización dividió las posiciones y no permitió el consenso necesario. Fue entonces que el ICAIC prohibió oficialmente la exhibición de PM. El conflicto estaba abocado y era el momento de Fidel Castro, quien, con toda seguridad, observaba la situación desde cierta distancia y ponderaba el rumbo a tomar.

Las tres reuniones tuvieron su mayor importancia simbólica en el hecho, insólito en las revoluciones ocurridas hasta entonces, de intentar unir a líderes políticos con la vanguardia artística en aras de debatir ideas, preocupaciones y líneas de acción comunes hacia el futuro. Reducir este hecho cardinal de inicios de la Revolución a la célebre fórmula del discurso de clausura de Fidel Castro ya citada, no parece objetivo. Para la dirección de la Revolución fue una clara invitación a los creadores a unirse al carro de la Revolución. El discurso respondía al reclamo de algunas de las intervenciones previas donde se pedía esclarecer «hasta donde existiría la libertad creadora y dónde esa libertad creadora se convertiría en peligro para la Revolución». En aquellas reuniones se discutió con franqueza, respeto y pasión por cada individuo o grupo y este es el otro aspecto que deseo subrayar, la posibilidad del debate amplio y abierto, de cualquier tema y desde cualquier posición política (incluso desde ninguna, que es también una posición), por difícil que fuera, que se produjo en junio de 1961 en la Biblioteca Nacional entre poder e intelectuales. También allí surgió, por primera vez, un argumento que, en el futuro, tendría los usos más diversos, el de «evitar darle armas al enemigo» cuando se defiende críticamente una posición (curiosamente en boca de Tomás Gutiérrez Alea, Titón).

Por último, el discurso de Fidel, una espléndida pieza de oratoria política, calmó temporalmente a la mayoría y propuso un acuerdo entre la dirección revolucionaria y los artistas y escritores para trabajar de conjunto, para definir el TODO y para que ambas vanguardias se reconocieran –incluso en el disenso– en sus intereses y destino común. Pero como han señalado algunos analistas, junto con las inmensas posibilidades de esa colaboración, estaba, claramente expresado, su límite. Primero, estaba el derecho de la Revolución a defenderse, después, los demás derechos. Entender esto era esencial entonces (y ahora). El consenso entre intelectuales y Revolución podía fracturarse ante el uso de la discrecionalidad de la fórmula, era su punto débil como norma rectora de una política cultural ante la incertidumbre y el riesgo de quién la pondría en práctica cuando se tratase de definir el CONTRA, pues el DENTRO estuvo claro siempre, digamos que el acuerdo, la convivencia, tanto en la discrepancia como en la coincidencia o unanimidad. El diálogo, como es entendido en la cultura occidental, incluye la discrepancia e incluso la polémica, pues opinar implica discrepar, y este es un derecho y un deber, el derecho a ejercer la libertad individual y el deber de contribuir a la construcción y la manifestación de la verdad. Esos conceptos estuvieron presentes en los debates de esas reuniones.

Una vez que se proclamó por Fidel, en abril de 1961, el carácter socialista de la revolución, el «dentro» o «con» la revolución pasó a ser inevitablemente «dentro» o «con» el socialismo, lo que, con toda seguridad, redujo la convocatoria de la fórmula del discurso de la Biblioteca Nacional. No era lo mismo, para muchos de aquellos hombres de letras, la revolución verde como las palmas, que el socialismo, y ello debe tenerse en cuenta para una más objetiva visión de conjunto del problema. Y es que en las opiniones que se han recogido hasta hoy y que Fidel acepta como una de las grandes preocupaciones existentes allí, según está publicado, estaba la de la censura y el dirigismo cultural ya sobradamente ejercitados en la Unión Soviética y en los países del denominado Campo Socialista, y esa certidumbre, era dominada por la inmensa mayoría de los asistentes a las reuniones de la Biblioteca Nacional.

Solo anoto puntos de vista para el análisis integral. El peligroso y controvertido tema de la censura (la censura del corto PM era lo que había desatado el encuentro) fue otra de las grandes preocupaciones que gravitaron sobre los asistentes a las reuniones, un asunto que siguió (y sigue), nimbando sobre las mentes de todos los intelectuales, sobre todo cuando se le sitúa al lado del tópico pensamiento crítico, tan DENTRO como pudiese estar cualquier pensamiento de naturaleza revolucionaria en una revolución; porque ser crítico dentro de una revolución es la manera más eficaz y real de ser revolucionario. Esta relación bipolar, censura versus pensamiento crítico, quizás sea la que más ha llegado hasta el presente en la sociedad cubana y su campo cultural, de aquellos forcejeos de hace sesenta años, y su atenta solución probablemente sea, o debiera ser, uno de los asuntos prioritarios y más apremiante para la política cultural del presente y en lo adelante.

He tratado de describir en rápidos trazos los tres primeros años de la Revolución, que fueron intensos, apasionantes, complejos y peligrosos, y dejaron estructurado un país nuevo con un campo cultural lleno de tareas, esperanzas, pugnas, fraccionamientos y dudas. Definitivamente, las reuniones de Fidel Castro y la dirección revolucionaria con los escritores y artistas en junio de 1961, fueron, sin dudas de ninguna índole, un momento clave y trascendental de la cultura cubana en tiempos de Revolución, un instante de comunión, de trazado de propósitos que podían ser comunes, de vislumbrar ambas vanguardias, de conjunto, el punto de partida más viable y satisfactorio para avanzar hacia una sociedad nueva y diferente en la que la cultura tendría un papel fundamental. Eso fue, a mi juicio, lo que sucedió en la Biblioteca Nacional de Cuba en junio de 1961.

¿Qué vigencia cobran esas palabras en este contexto, donde las principales batallas se libran en un escenario diferente al de hace seis décadas?

La vigencia es enorme y fundamental, sobre todo en un trazado de políticas culturales que se mantiene tan necesario como en aquel momento. La política cultural en un país no es posible detener nunca, siempre tiene que estar en movimiento y atemperándose a las cambiantes circunstancias, pero si me preguntas cuál fue la enseñanza superior que dio Fidel en aquellas reuniones esa es, sin duda alguna, que para tomar cualquier decisión en el campo cultural hay que escuchar primero a los artistas, a los creadores. Cuando esa falla, falla todo lo demás. Así de sencillo. Fíjate que no habían pasado más de dos meses de la invasión de Girón, los aviones procedentes de Miami seguían descargando por vía aérea armas (bombardeos de bultos) a los alzados, estaban activos los sabotajes en todo el país y Fidel, en medio de ese peligroso escenario, dedicó tres largas reuniones a escuchar a los intelectuales.

ESCUCHAR, esa es la palabra de orden para los que dirigen. En el presente se dictaron algunas normativas sin cumplir con ese mandato ejemplar y como resultado se han producido pugnas y controversias. El contexto es diferente, desde luego, pero no tanto, podría decirse, que siguen existiendo demandas de políticas articuladas hacia la cultura. Han pasado seis décadas de la Revolución, entonces solo tres años, pero las demandas de trabajo político o de políticas culturales, como se prefiera llamar, siguen siendo apremiantes.

¿Cómo propone a los más jóvenes acercarse a Palabras a los Intelectuales?

Desde la investigación seria, no desde la anécdota. Que lean e investiguen sobre aquellos sucesos y valoren todos los detalles, los pros y los contras, la peligrosidad del momento, la brillantez del discurso de Fidel, el caso insólito para el continente de que un jefe de revolución (o de Estado, pues en la práctica Fidel lo era) se sentara a dialogar con sus creadores más notables. No que si Fidel se desabrochó el zambrán con la pistola y lo puso encima de la mesa (amenazadoramente, dicen, para mí es evidente que lo que hizo fue ponerse cómodo), cosa que me parece de una ridiculez enorme en medio de lo que se discutió allí. Puesto que en esas reuniones se debatió civilizadamente, aunque crudamente, se debatió mucho de ideas y políticas, de literatura y arte. Y que es necesario discutir y debatir, no obedecer órdenes ciegas, sino escuchar y dar opiniones, exigir ser escuchado, que es un derecho imposible de violar por nadie, sobre todo ahora que la nueva Constitución ha refrendado, de nuevo, ese derecho.

Aquel fue un momento luminoso de una revolución que estaba desarrollando en ese preciso año de 1961 la Campaña de Alfabetización, el marco más noble y grandioso para las reuniones entre ambas vanguardias.

 


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