Los conocedores de la historia de Cuba saben que, desde el 10 de octubre de 1868, cuando el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, dio el grito de independencia y proclamó la abolición de la esclavitud –marcando el inicio del proceso ininterrumpido de la Revolución Cubana, hace 152 años–, la búsqueda de la unidad de pensamiento y acción entre todos los elementos y factores necesarios para llevarla adelante, y obtener victoriosamente sus nobles propósitos –siempre frente a enemigos poderosos y sin escrúpulos, y en medio de los enfrentamientos que forjaron a la nación cubana– fue un objetivo constante que se frustró en más de una ocasión.
Fueron los colonialistas españoles primero, y los imperialistas yanquis después, quienes, en su afán de apoderarse de Cuba y de su pueblo, sojuzgado y saqueado, comprendieron que la vieja política de «divide y vencerás» nacida con el imperio romano, era la estrategia perfecta para enfrentar los denodados, heroicos y continuados empeños de independencia, soberanía y libertad de los patriotas cubanos de todos los tiempos. Errores, insuficiencias y traiciones domésticas también contribuyeron.
José Martí, Apóstol de la Independencia y Héroe Nacional, pensador insigne y universal de América y del mundo, entendió sabiamente estos yerros, aplicó su genialidad política en corregirlos y, bajo el lema de «unir para vencer», logró incorporar al Partido Revolucionario Cubano –partido único de la Revolución– a los veteranos del 68, en estrecha unidad combativa con «los pinos nuevos» de la generación del 95.
Así organizó y lanzó la Guerra Necesaria que, a punto de ser exitosa para las armas cubanas, tras dura lucha contra el colonialismo español agonizante, fue impedida por la intervención traicionera del naciente imperialismo norteamericano que, en los años de la república mediatizada, hizo todo lo posible por fragmentar y dividir a la nación y ponerla al servicio de sus voraces intereses.
De este modo, la revolución popular de 1933 fue también cercenada por el intervencionismo de Estados Unidos y por la traición del entonces sargento Fulgencio Batista. Una vez más, las fuerzas revolucionarias no fueron capaces de dar la respuesta unitaria que se requería, y fueron víctimas de la desorientación, la división y la intriga.
La Revolución triunfante del 1ro. de enero de 1959 traía toda esa experiencia acumulada y, con el apoyo mayoritario y prácticamente absoluto de las masas obreras, campesinas, estudiantiles e intelectuales, hasta de las sencillas amas de casa y de un inmenso contingente de desempleados –sumados a la fuerza militar victoriosa del Ejército Rebelde– pondría a prueba, nuevamente, el valor de la unidad y los desafíos para alcanzarla.
Esta vez, sin embargo, estaba al frente de los esfuerzos revolucionarios y patrióticos del pueblo cubano un líder de estatura moral, política y organizativa como Fidel Castro, que supo ver, desde muy temprano, el valor y la necesidad de la unidad en el pensamiento y la acción, para enfrentar las duras pruebas que esperaban al país si quería emanciparse definitivamente.
Con inteligencia, sabiduría, paciencia, sagacidad y firmeza logró, por vez primera en la historia de Cuba, una unidad consciente y a la vez orgánica, recogida en el concepto de Revolución, que es un legado precioso y preciso.
En medio de un mundo convulso y fragmentado intencionadamente por el imperialismo estadounidense y el capitalismo neoliberal, la Revolución Cubana puede mostrar, con modestia pero con orgullo el valor de la unidad política e ideológica, y cómo se convierte en baluarte y trinchera que le permite enfrentar, con serenidad y lucidez, los embates desesperados del enemigo, y permanecer invicta.
No ha sido una unidad basada en pactos formales ni en componendas oscuras. Desde muy temprano fue forjada en la lucha, en coincidencias y entendimientos tácticos, procedentes de una estrategia común, conducida con amplitud, generosidad y desinterés, capaz de salvar todas las dificultades y tropiezos que inevitablemente surgirían. Fidel Castro fue su artífice más destacado y constante, su inspirador y guía.
La Campaña de Alfabetización, la creación de las Milicias Nacionales Revolucionarias, la reforma de la enseñanza y la reforma universitaria, la integración del movimiento juvenil, la reorganización sindical –por citar solo algunos ejemplos– fueron pasos decisivos que estuvieron en la génesis de ese camino irreversible hacia la unidad, sin la cual no sería posible la Cuba de hoy.
Nuestro Partido Comunista de Cuba, martiano, marxista-leninista y fidelista, es el fruto más elevado y consciente de esa unidad, que incluye desde sus fundadores hasta las más jóvenes generaciones, quienes lo reconocen como la fuerza superior dirigente de la sociedad y del Estado, tal como se expresa en la Constitución de la República aprobada, en referendo, por mayoritario y abrumador voto popular.
Nuestra Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana es también fruto y heredera de esa unión de fuerzas entre los más veteranos luchadores hasta los jovenes, que le aportan la savia renovadora y son la garantía más firme de su desarrollo, junto a la Revolución y al Partido.
Entre los muchos valores que el proceso revolucionario y socialista cubano puede exhibir, hay uno que descuella por encima de todos: el de la unidad. Debemos hacer todo por preservarlo y consolidarlo; es nuestra fortaleza principal y más preciada. Unidad es continuidad.
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