Soy una superviviente de aquellas intensas jornadas de debate en la Biblioteca Nacional clausuradas por el discurso de Fidel conocido luego con el nombre de Palabras a los intelectuales. Los participantes respondían a un variado perfil. La mayoría estaba conformada por escritores y artistas. Había también historiadores y arquitectos, en correspondencia con una concepción amplia de la cultura. Era junio de 1961, transcurridos apenas dos meses desde la victoria de Girón. Faltaba poco para la celebración del congreso que daría lugar al nacimiento de la Uneac.
La conmemoración de las efemérides no puede congelarse en un ritual evocativo de un conjunto de fotos fijas detenidas en el tiempo. Ofrece la oportunidad de convocar a la reflexión productiva, volcada hacia los grandes temas de la contemporaneidad. Raudales de tinta se han derramado en torno a un acontecimiento que sentaba las bases de la política cultural de la Revolución Cubana. Animados por intereses políticos contrapuestos, se han centrado en el análisis de la célebre fórmula «dentro de la Revolución todo, contra la Revolución, nada», síntesis de uno de los aspectos abordados en el examen del ancho campo de la cultura. Se daba así respuestas a las interrogantes sobre la libertad de creación, planteada a partir del veto interpuesto por el Icaic a la exhibición en los cines del documental pm.
El enfoque segmentado prescinde del contexto. La victoria alcanzada en Girón no implicaba el abandono del asedio al que estaba sometida Cuba. La subversión que alentaba el uso de la violencia prosiguió. Con ese respaldo, los alzados subsistían en el Escambray y en otros territorios rurales. Imponían la concentración de recursos militares y paralizaban el desarrollo económico en esas zonas. El reclamo del cese de las agresiones condujo a la Crisis de Octubre. Por lo demás, la Revolución no renunciaba a la singularidad de su proyecto. La opción socialista se fundía orgánicamente con la fidelidad a la causa descolonizadora y al compromiso internacionalista, tal y como se ratificaría en la ii Declaración de La Habana, a comienzos de 1962. El camino socialista garantizaba la defensa de la siempre postergada soberanía nacional. Sin embargo, como lo afirmaría Fidel en numerosas ocasiones a lo largo de su vida, quedaba por dilucidar el mejor modo de hacerlo. Son bien conocidas las polémicas de la época al respecto, muchas de ellas estimuladas por el Che. Sin acallar la pluralidad de puntos de vista, había que construir consenso en la vida pública y en la cultura, lo cual no significaba la imposición de la homogeneidad en el pensar, sino la conjunción de voluntades diversas en función del logro de un proyecto social.
En el ámbito de la cultura, la directiva de la Uneac ratificaba el reconocimiento de la convergencia generacional y el compromiso activo de los portadores de distintas orientaciones estéticas. Alrededor de Nicolás Guillén se congregaban Lezama y Carpentier, así como Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero y Fayad Jamís. Pablo Armando Fernández sería el portador de las llaves de la casona de 17 y H.
Una lectura minuciosa de Palabras… revela que el discurso se fue eslabonando a partir de respuestas a problemas planteados durante el debate. Recuerdo, por ejemplo, que un escritor católico preguntó si podría proseguir su tarea intelectual desde la perspectiva filosófica que había adoptado. La respuesta fue afirmativa. De ese entramado emergía también una plataforma conceptual que habría de reafirmarse con el paso de los años. La cultura constituía uno de los bienes conculcados históricamente a la mayoría de los cubanos. Entroncaba de manera inseparable con el acceso a la educación y con el estímulo al pensamiento creador en todos los órdenes. Era el año de la Campaña de Alfabetización y se sentaban las bases de la Reforma Universitaria, mientras nacían los institutos de investigación científica. Se proyectaba la formación de instructores de arte. En un gesto audaz, Fidel auspiciaría la aparición de las Ediciones Revolucionarias. Víctimas de la colonización, teníamos derecho de apropiarnos del saber acumulado en el primer mundo a expensas de la expoliación de los territorios periféricos. Un cartel situado por la Biblioteca Nacional en el vestíbulo de la institución mostraba una cita de Fidel: «La Revolución no te dice cree, la Revolución te dice lee».
Paradójicamente, en lo más duro del periodo especial, esas ideas recobraron fuerza. El diálogo con los intelectuales se hizo más frecuente. En tan adversas circunstancias, matizadas por la euforia neoliberal, Fidel rescató el concepto de «universalización de la universidad». La educación superior no podía limitarse a cumplir con la finalidad de entrenar profesionales para responder a la demanda de especialistas. Más allá del propósito utilitario, ofrecía el acceso a horizontes más amplios y a la conquista de una creciente riqueza espiritual.
Vulnerada en algún lamentable paréntesis de nuestro proceso histórico, la política cultural fidelista merece un análisis abarcador para la preservación de su alcance estratégico, de singular actualidad ante los desafíos planteados por las consecuencias de la pandemia. Los enigmas son muchos, pero se anuncia el crepúsculo de la euforia neoliberal. Las estadísticas estremecedoras de enfermos sin amparo, de cementerios desbordados, atestiguan la crisis de la sociedad enferma de racismo y de fiebre del oro, amenazada por la previsible destrucción del planeta. Es hora de refundar con las herramientas de la cultura y de una eficaz batalla de ideas que nos involucre a todos, porque tal como lo ha demostrado la pandemia, todos estamos amenazados. En ese contexto, rescatado en su integralidad, el pensamiento de Fidel sigue apretando el costillar de Rocinante.
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