Foto de portada: El Nuevo día
*Catedrático de la Universidad de Murcia
La pandemia del COVID – 19 ha golpeado con inusitada dureza a la sociedad española: cuando el 31 de enero se detectaba el primer paciente positivo por coronavirus, pocos esperaban que tan sólo dos meses después se hubiesen acumulado 152.446 contagiados y 15.238 fallecidos[1]. Paralelamente al drama humano se está gestando la que probablemente sea la mayor crisis económica desde que tenemos datos históricos oficiales.
Aún inmersos en la grave crisis sanitaria, las estimaciones de los especialistas apuntan que en cuestión de semanas, o a lo sumo un mes o dos, la epidemia estará controlada. Cosa bien distinta son sus consecuencias económicas y sociales: aunque en el mes de marzo los acontecimientos se han precipitado (el hecho más significativo es la declaración del “Estado de Alarma” y el confinamiento de la población) y no se dispone de datos suficientes para evaluar la dimensión del problema, los pocos pero significativos indicadores disponibles apuntan a una contracción del PIB sin precedentes: algunos medios sitúan el impacto en una horquilla que va del 4% al 10% del PIB[2]. El desempleo, según datos del Servicio Público Estatal del Empleo (SEPE) habría aumentado en casi 1 millón de personas en tan solo un mes: nunca antes se había producido un destrucción tan rápida e intensa de puestos de trabajo, lo cual podría disparar la tasa de desempleo desde el 13´8% (IV trimestre de 2019) hasta el 18% y no es descabellado pensar que las cifras definitivas superen ampliamente estas estimaciones.
Además, hay que tener en cuenta que a partir de la declaración oficial del “Estado de Alarma” (14 de marzo), numerosas actividades económicas quedaron suspendidas: el confinamiento parcial de la población paralizó casi todas las actividades relacionadas con el sector servicios (las excepciones más importantes son la distribución alimentaria, transporte, gasolineras, farmacias, estancos…) y por supuesto todo lo relacionado con el ocio y el turismo. Hay que tener en cuenta que cada año nos visitan más de 80 millones de turistas extranjeros, cifra que no había dejado de crecer en la última década: el turismo no es sólo un importantísimo generador de empleo (el “petróleo español”) sino el principal elemento corrector de nuestra deficitaria Balanza Comercial.
Aunque es pronto para evaluar el alcance de la crisis, ciertamente disponemos de elementos de juicio para un análisis preliminar de la respuesta del Gobierno en materia de política económica. De hecho, lo más significativo de esta coyuntura es el acusado contraste entre la estrategia adoptada por el actual Gobierno y la que diseñó en su día el gabinete del presidente Zapatero ante la crisis desatada en 2008 con ocasión de la implosión de la burbuja inmobiliaria y la crisis financiera global.
El primer elemento a tener en cuenta es que, tras un breve período de recuperación (2014 – 2018), la economía española había entrado ya en un proceso de desaceleración paralelo al que estaba teniendo lugar en las principales economías de la Unión Europea. De hecho en 2019 la economía española creció tan solo un 1´9%, tasa a todas luces insuficiente para reducir el nivel de desempleo, enquistado en el 14% de la población activa. Con pandemia o sin ella, la economía española estaba abocada a una recesión[3].
En segundo lugar, cabe destacar la diferencia de diagnóstico: cuando en 2007 implosiona en España la burbuja inmobiliaria, el gobierno puso todo su empeño en hacer creer a la población que no estábamos ante una severa crisis económica sino ante lo que el presidente Zapatero calificó como “aterrizaje suave” (una pequeña contracción del PIB y un leve aumento del desempleo). Negar la realidad y no actuar: esa fue la estrategia durante los primeros meses. Quizá la intención era buena: evitar alimentar expectativas negativas que precipitasen la recesión. Desde luego no funcionó y los datos enmendaron cruelmente las previsiones gubernamentales: el PIB se contrajo un 4% y la tasa de paro creció desde el 8% (2008) hasta el 26% (2013).
Conforme se iba agravando la crisis de 2007, el gobierno español, en consonancia con la estrategia implementada por la Comisión Europea, adoptó una política económica más activa: se puso en marcha el denominado “Plan E”, un programa de gasto público de connotaciones claramente keynesianas, financiando obras públicas a ejecutar por los municipios, con un importe estimado del 3% del PIB. Pero en 2009 tanto el G – 20 como los halcones de la Unión Europea (los gobiernos de Alemania y Holanda), forzaron un giro hacia la austeridad presupuestaria: en adelante se acabarían las veleidades keynesianas, los gobiernos nacionales habrían de centrarse en ajustes presupuestarios para “recuperar la confianza de los mercados, de los inversores internacionales”, so pena de perder la liquidez que el Banco Central Europeo (BCE) aportaba a sus sistemas financieros. Un chantaje en toda regla ante el que los gobiernos europeos se plegaron.
El contexto económico – institucional en el que tiene que moverse el gobierno actual es idéntico: la política monetaria viene dictada por el BCE, la política fiscal no puede rebasar los estrechos límites impuestos por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC, 1997). Sin embargo la respuesta ha sido distinta: el gobierno español ha reconocido desde el principio que estamos ante una crisis sin precedentes, y ha anunciado un plan que (de llevarse realmente a cabo, el tiempo lo dirá) movilizaría recursos equivalentes al 16% del PIB, esto es, cinco veces más que el citado “Plan E”. Además el anuncio y las primeras medidas legislativas se ha producido en un tiempo récord: a finales de enero el coronavirus hacía su aparición en España, a día de hoy se han aprobado tres reales decretos – ley de contenido económico y social.
La apuesta del gobierno español es relativamente sencilla de explicar: evitar el colapso empresarial como el que tuvo lugar a partir de 2008. Si las empresas quiebran no sólo se interrumpe la producción: se pierden relaciones empresa – trabajador y empresa – cliente que son difíciles de restaurar ante un cambio favorable de coyuntura, se pierde capital humano y se desmiembran empresas. Así, el gobierno apuesta por “hibernar” el sector empresarial: que la cadena de cobros y pagos (suministros, salarios…) se vea lo menos afectada posible para que, ante un eventual “rebote” del PIB en un horizonte de dos o tres meses, todo vuelva a la normalidad.
El mecanismo para lograrlo se sustenta principalmente en un cuantioso sistema de avales que permitiría a las empresas y trabajadores autónomos obtener créditos bancarios con los que pagar a los acreedores (incluidos los tributarios) a pesar de la notable merma actual de ingresos, esto es, seguir teniendo ingresos (a devolver en un futuro) a pesar de no tener actividad productiva. De hecho, se considera que la abrupta interrupción del crédito bancario fue la causa principal del colapso económico que sobrevino con la implosión de la burbuja inmobiliaria en 2007. Por supuesto el plan es mucho más complejo y contempla medidas sociales que estuvieron ausentes tras la anterior crisis: por ejemplo la posibilidad de que los ciudadanos se acojan a un sistema de moratoria en el pago de arrendamientos e hipotecas. También se contempla ampliar los beneficios sociales de los despidos temporales (expedientes de regulación temporal de empleo, ERTE). Porque la anterior crisis no sólo dejó un reguero de empresas quebradas[4] y trabajadores desempleados sino un fenómeno nuevo: los desahucios masivos. Téngase en cuenta que España es tradicionalmente un país de propietarios de vivienda: el alquiler siempre ha tenido un peso marginal entre las soluciones habitacionales[5]. La burbuja inmobiliaria que sufrimos en el periodo 1999 – 2007 elevó sustancialmente el precio de la vivienda y el importe de las hipotecas a contratar por familias con ingresos modestos: la crisis fulminó la capacidad de pago y muchísimas familias se vieron privadas de sus viviendas[6].
Por supuesto un examen crítico exhaustivo de dicho plan requiere mucho espacio y trasciende el objetivo de estas líneas, pero es pertinente preguntarse si puede funcionar el plan del presidente Pedro Sánchez.
Hay dos elementos críticos que guardan una estrecha relación entre sí en el plano económico: la duración de la crisis sanitaria y la coordinación financiera con la Unión Europea (UE).
Respecto de lo primero, si los especialistas están en lo cierto (y no hay motivos para pensar lo contrario) la duración de la crisis sanitaria depende del rigor con el que la población asuma el confinamiento. Y lo cierto es que, en general, puede afirmarse que el grado de cumplimiento es muy elevado. Sus consecuencias económico – financieras son inmediatas: cuanto más tarde llegue el fin de la pandemia, más elevado será el coste en términos de reducción del PIB per cápita, aumento del desempleo y déficit/endeudamiento públicos…déficit/endeudamiento que requerirán un posterior ajuste…y más difícil será el ansiado “rebote” del PIB.
En cuanto al segundo elemento crítico, la coordinación financiera con la UE resulta imprescindible salvo que se quiera abandonar el euro y el PEC, escenario que en modo alguno contemplan ni el gobierno ni la mayoría de partidos con representación parlamentaria. En virtud del PEC, los países cuyo déficit público supere el 3% del PIB (o su déficit estructural el 1%) deben acometer un plan de ajuste so pena de enfrentarse a severas sanciones económicas por parte de la Comisión Europea. Además, en un contexto de libertad de movimientos de capitales, las políticas expansivas pueden ser abortadas por los mercados en términos de incrementos de la prima de riesgo hasta hacer insostenible el endeudamiento. En tal coyuntura, para un país que forme parte del euro resulta imprescindible que su sistema financiero cuente con la liquidez que aporta el BCE, institución que ya en el pasado (casos de España, Grecia…) utilizó discrecionalmente esa posibilidad, subordinando el apoyo a los países en crisis a la implementación de planes de ajuste neoliberales.
Como antes decía, la población española está cumpliendo ejemplarmente con el confinamiento; la UE, por el contrario, se muestra muy reticente a apoyar financieramente a los países cuya economía están bajo el azote del coronavirus. En las últimas dos semanas, diversos países (particularmente España, Italia y Portugal) han solicitado un plan de rescate financiero para los países afectados por el coronavirus, concretamente una emisión masiva de bonos a cargo de la UE de modo que los gobiernos nacionales no se vean “a la intemperie” en los mercados financieros internacionales; los gobiernos de Alemania y Holanda han bloqueado la propuesta y el debate sigue abierto en las instituciones europeas.
Poco más se puede decir en estos momentos sobre el devenir de la economía española. De la crisis de 2008 ha quedado en el imaginario colectivo la idea de que las autoridades “rescataron bancos en vez de personas”. A día de hoy, como ya hemos indicado, tanto el diagnóstico como las medidas implementadas son notablemente distintas (y mejores), lo cual debe ser causa de esperanza. Pero no es menos cierto que no todo se puede confiar a la experiencia acumulada por el gobierno en materia de gestión de crisis: el debate sobre el reparto de los costes de esta crisis está abierto, y los contendientes (entre ellos la clase trabajadora) deberán estar muy atentos al curso de los acontecimientos.
[1] Datos a 9 de abril de 2020.
[2] Hoy mismo se ha sabido que el PIB de Francia se contrajo un 6% en el primer trimestre y que el de Alemania probablemente lo haga por encima del 4%.
[3] Y otro tanto puede decirse de las principales economía europeas y principales socios comerciales de España: el PIB alemán creció un raquítico 0´4% en 2019, Francia lo hizo en un 1´3% e Italia un 0´1%.
[4] Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), entre 2007 y 2014 desaparecieron en España más de 300.000 empresas, aproximadamente un 10% del total.
[5] Según el último censo de población, sólo un 11% de los hogares viven en régimen de alquiler.
[6] El impacto social de la anterior crisis fue tan severo que incluso se le atribuye parte del notable incremento en el número de suicidios. Según datos del INE, en el periodo previo a la crisis se producían en España una media 2.926 suicidios/año; en el periodo posterior a la crisis se elevó a 3.518, esto es, un 20% más.
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