Y en eso llegó el doctor


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Contaban mis mayores que tener un médico y un abogado en cada familia es una garantía para dos de las más grandes desgracias que se puede enfrentar en estos tiempos. En aras de conseguir que algún miembro de la familia alcanzare uno de esos ansiados títulos, se encaminaban todos los esfuerzos y los sacrificios. Por norma general lograr ese sueño era responsabilidad del más pequeño de los hijos.

Mi familia, tanto la materna como la paterna, también vivieron y alimentaron esa ilusión y lo fueron consiguiendo con el paso de los años.

En ese asunto de conocer y vivir con médicos tengo mis propias vivencias y recuerdos. Es más no he dejado de tenerlos.

Una de mis tías favoritas, Xiomara Tolón, o simplemente la Xiomi, además de ser profesora de la escuela de medicina estaba casada –como dictaba la costumbre—con un médico. Pero el asunto no estaba en el esposo de la tía Xiomara, el Dr. Eduardo Bascó. El pan de piquito de esta historia radica en que mi padre y mi madre estaban rodeados de médicos sin ser ellos parte de ese gremio.

Todo comenzó en Ciudad Libertad en los años sesenta. Allí mi padre coincidió con un grupo importante de “muchachos del campo” que estaban becados para estudiar en la Universidad diversas carreras fundamentalmente medicina. También estaban albergados jóvenes de la capital, entre ellos un amigo de la infancia de mi padre llamado Carlos Cervantes que sería el vínculo entre muchos de ellos y mi familia.

Pero mi padre no estaba condenado a ser un profesional de la medicina o el derecho. Lo suyo fue la ingeniería eléctrica en un comienzo y después se especializó en automática. Sin embargo; su primer centro de trabajo como profesional fue en el Hospital Oncológico y allí fueron a recalar una vez graduados,  muchos de aquellos jóvenes de Ciudad Libertad a los que había conocido, entre ellos Carlos Cervantes.

Eran los tiempos en que los padres llevaban a sus hijos al trabajo los sábados en la mañana –se trabajaba media jornada ese día—y era el momento en que los pasillos de ese hospital se llenaban de chiquillos de todos los tamaños y colores corriendo y gritando; dando cierta vida a tan complejo lugar.

En una de esas travesuras de pasillo nos detuvo un señor mayor de bigote encanecido que, sin alzar la voz nos llevó al pequeño teatro del hospital y sin dejar de sonreír nos sentó alrededor de un piano que había allí en una esquina.

Me parece estarlo viendo ahora mismo, aunque ya han pasado cincuenta años. Vestía una bata blanca impecable y unos espejuelos de montura de carey. Acomodado al piano comenzó a tocar una música que, para nosotros, niños que no pasábamos los diez años, era desconocida pero que nos fue atrapando de un modo tal que no dejaba de fascinarnos.

Lo curioso era que algunas personas se acercaron a él para susurrarle alguna razón, pero nunca dejó de tocar el piano ni de buscar el modo que perdiéramos la atención. Cinco temas después nos abandonó en aquel teatro. Santo remedio, se acabaron las carreras en el pasillo o las escaleras. El Dr. Zoilo Marinello, director del hospital y toda una autoridad médica, había dado un recital de piano para los hijos de algunos de los trabajadores del hospital. Lo que pocos sabían era que Zoilo había estudiado piano en el Conservatorio Municipal de la Habana antes de dedicarse a la medicina, y que había sido compañero de aula de algunos músicos importantes de ese entonces como Harold Gramatges o Edgardo Martín entre otros.

Con el paso de los años, los médicos  o los doctores, me fueron rodeando en la cotidianidad, tanto que casi alimenté el sueño de ser alumno de Xiomara Tolón, mi tía la Xiomi (aún no existía esa marca de teléfono móvil, es más, nadie pensaba en ello) en Girón. Pero un golpe de vida me condujo por otros caminos profesionales.

No debía preocuparme por asuntos de salud. Si tenía un dolor de cabeza ahí estaban en el Oncológico los amigos de mi padre. Si había “un conflicto de intereses sexual que era necesario regular” se podía contar con Rafaela en Maternidad de Línea. Si alguien necesitaba una operación de apendicitis se podía contar con Felo el Puya o con Lázaro López en el Calixto. Si alguien se ponía grave se llamaba a Negrín y asunto resuelto. Y si la cosa ardía, ahí estaba Alberto Cuza para apagarla.

En fin, sin saberlo tenía a mi alcance y al de mi familia una de las redes de contactos médicos más completa de la nación. Y es que aquella fraternidad estudiantil nacida en Ciudad Libertad era ahora una cofradía profesional que se extendía por toda la ciudad, el país y algunos institutos de investigación.

Ahora tocaba a mi generación imponerse. Sin darme cuenta me volví a rodear de médicos y eran mis amigos de la infancia, compañeros de estudio y hasta vecinos. Curiosamente muchos de ellos eran alumnos de los amigos de mi padre y que algunos eran sus hijos que heredaban esa profesión. Descubrí que el tiempo parecía no pasar.

No voy a negar que alguna vez me dio envidia verlos pasar con sus batas blancas impecablemente planchadas camino al hospital, o que sintiera celos por ser ellos los preferidos de “Ana la que desde su ventana ve pasar la Universidad”; más lo superé.

Con el pasar de los años muchos de aquellos a los que conocí a lo largo de esta vida ya no están; aunque quedan sus anécdotas e historias personales. Otros, como el caso de Felo el Puya, nuestro cirujano de cabecera, son recurrentes por el solo hecho de haber servido de puente entre varias generaciones y familias.

En lo personal me sorprende que ninguno de mis hijos se interese por la profesión de sus padres. Lo que es la vida; mi familia se compone de una médico y un abogado. Los niños, nuestros niños, tienen otros intereses profesionales.

Y por si fuera poco nuestro grupo de los viernes, esa variopinta colección de hombres mayores que se conocen desde la adolescencia está conformado por algunos médicos. Ellos son los encargados de recetar los males comunes que compartimos entre un trago y otro; esa consulta privada es la que los mantiene alegres, sobre todo ahora que para muchos la jubilación es un hecho cercano.


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