Vida en sus manos negras: las parteras


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Desde disciplinas tan antiguas como la filosofía o la psicología hasta las actuales teorías sobre la motivación, el término empoderamiento y su carácter polisémico ha ido ganando espacio para representar un cambio positivo en la vida de comunidades e individuos, mediante la confianza y fortaleza en sus propias capacidades de toda índole; aunque resulta aplicable para todo marginado, en el caso de la mujer tiene especial significado: si son negras o mestizas, si son pobres o sumisas, la necesidad de lograr un protagonismo tanto material como simbólico se hace, más que una exigencia, una necesidad vital.

En nuestro caso, la historia lo ha demostrado. Si miramos solamente un poco atrás, emergen rostros y actitudes que llenarían sin dudas estas páginas. Mujeres “adelantadas a su época”, “que lucharon como un hombre”, u otras muchísimas frases que recoge la memoria y que en su mayoría no resultan justas para evaluar vidas dedicadas por completo a una causa, a un destino, a un deber: ser nosotras mismas, desde dentro, y ser reconocidas como tales.

Mucho se habla hoy del empoderamiento femenino, de esa necesidad y derecho; busquemos sus raíces en la historia, en esa que se escribe día a día, con urdimbre anónima. Hablemos de las parteras o comadronas, un oficio exclusivo para mujeres… tanto, que no tiene un término de uso masculino. Un espacio que tuvo que ser doblemente luchado, por la condición del género, y por el color de la piel.

Según se ha estudiado, fue el oficio de partera –o comadrona, como también se le llama– el primero realizado en Cuba por mujeres, ya fueran aborígenes, negras esclavas o mestizas, siempre pobres y campesinas; su función principal fue cuidar de sus amas en todo el proceso de embarazo y parto, y ser nodrizas y cuidadoras de los niños, con un procedimiento aparentemente empírico, pero en realidad portador de toda la experticia ancestral, cargada en la mente, en el recuerdo, en la práctica familiar. Llena está la vida y la literatura de anécdotas sobre la función de estas mujeres, verdaderas madres sustitutas en muchos casos, portadoras de secretos invaluables, fieles hasta lo inaudito.

Ejercer la profesión de manera legal no fue tarea fácil.  Hubo que ganárselo, hubo que demostrar valía. La primera en ser aprobada por el Real Tribunal del Protomedicato en Cuba fue Petrona Rodríguez, en 1696.

Dada la indispensable función social de estas mujeres, el oficio de comadronas se legalizó oficialmente en 1828, con la fundación de la Academia de Parteras del Hospital de Mujeres de San Francisco de Paula, en La Habana. Pero seguían siendo discriminadas, se les niega inteligencia y pericia; como uno de tantos ejemplos, recoge el investigador Pedro Deschams Chapeau una nota del Diario de La Habana, de ese mismo año: “en la Isla de Cuba por una inveterada costumbre, originada tal vez en la escasez de personas blancas, [esa profesión estaba] degradada y abandonada del todo a las mujeres de color más miserables y desvalidas de la ciudad”. [1]

La Academia de Parteras, sin dudas, garantizó cierto reconocimiento a este sector femenino, sobre todo porque proporcionó el complemento de un bagaje científico, que redundó en la calidad del cuidado y la supervivencia después del parto, de la madre y el hijo. Entre 1836 y 1842, la Junta Superior Gubernativa de Medicina y Cirugía, aprobó 15 mujeres como comadronas, Doña Maria de la Concepción Pagés la primera;  seguidas por otras cincuenta que se formaron en la Universidad de La Habana entre 1842 y 1863.

La MSc. Inaury Portuondo Cárdenas, en su estudio Remanentes socio-históricos y culturales de la esclavitud urbana en el centro Histórico La Habana Vieja, realiza una minuciosa descripción acerca de las estudiantes y egresadas de la Academia de Parteras, que por su utilidad para estas líneas –y con su amable autorización–, nos permitimos reproducir:

Las féminas negras podrían tomar sus clases solo los sábados de todas las semanas y obligatoriamente debían ser buenas cristianas, aseadas, caritativas y prudentes. (…) Estas mujeres no contaban con gabinetes ni consultorios, radicaban en sus casas. (…) Ofreciendo los servicios a domicilio, su disposición a todas horas les permitió una acogida popular sin reparos. En 1828 se data a María del Carmen Alonso residiendo en la calle Obrapía no. 30; en 1833 estaban María Vicenta Carmona ubicada en calle de Jesús María no. 64 y Merced de la Luz Hernández que residía en calle Jesús María no. 66.

En 1848 estuvo ofreciendo servicios de partera María del Pilar Poveda en calle Merced n. 49 quien fuera suegra del poeta Plácido. Por esta relación se vio implicada de alguna forma en el proceso de La Escalera perdiendo el permiso de su práctica entre 1844 y 1845, murió con 90 años y había ejercido como partera por más de 25 años.

Los honorarios de las comadronas estaban entre los 4 y 8 pesos por partos diurnos y nocturnos respectivamente; y otros cuidados del puerperio 4 pesos. Esta labor no daba posibilidades económicas relevantes como otras profesiones destinadas o reservadas para los hombres de igual condición social. No obstante ascendían socialmente siendo reconocidas por sus valores, que les permitía tener algunas prebendas a diferencia de los esclavizados”.[2]

Este oficio devino, en gran escala, en la profesión de enfermera. No fue hasta 1899 que se constituyó la primera escuela oficial cubana en el Hospital Nuestra Señora de las Mercedes, experiencia que se replicó al año siguiente en Cienfuegos, Matanzas, Camagüey, Villa Clara y Santiago de Cuba; hacia 1902 se convirtió en Escuela de Enfermeras de Cuba, con lo cual a la mujer se le reconoció un lugar preponderante para el ejercicio de la carrera, un actor social que, en ese sentido, ganó prestigio y lugar.

Fueron pasando los años, y sin obviar vicisitudes, el acceso de la mujer a esta profesión se hizo cada vez mayor, más completo, más independiente, más reconocido.

Y las vemos hoy: enfermeras, médicas, especialistas y técnicas de la salud, enfrentando cada desafío, empoderadas. Están en todas partes, defendiendo el nombre de un país que las respeta, de un pueblo universal que las necesita. Y desde lo más profundo, me gusta pensar: esa, la que camina por los pasillos del hospital, la que visita al enfermo en su casa, la que se enfrenta cada día a la vida y por la vida, lleva en su sangre la de una partera.

Notas:

[1] Deschamps Chapeaux, P. (1970) El negro en la economía habanera del siglo XIX, La Habana, UNEAC, p. 169 (el subrayado es nuestro)

[2] Portuondo Cárdenas, I. (2018) Remanentes socio-históricos y culturales de la esclavitud

urbana en el centro Histórico La Habana Vieja. Comparative Cultural Studies: European and Latin American Perspectives 6, p. 65 (online)


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