La editorial venezolana Blanco sobre negro publicó en 2012 el poemario Azul desierto, del autor cubano Norge Sánchez (Colombia, Las Tunas, 1959). Aunque este libro se presenta para un nivel infantojuvenil, profusamente ilustrado por la artista cubana Diana Pompa Cervantes (Colombia, Las Tunas, 1979), el tono de los versos trasciende ese destinatario y se coloca en la antonomásica calificación de poesía. La poesía no se escribe para determinado grupo etario, sino para un destinatario capaz de asimilarla por su capacidad de emocionar. Y es posible, por tanto, que determinados sujetos del sector juvenil asimilen el trasfondo de los poemas que componen Azul desierto, sobre todo por la aprehensión de la imagen, generalmente en relación estrecha con el referente cultural, y por la descripción de las acciones, llamadas para subvertir los códigos referenciales con los que el autor se adeuda.
Hay, no obstante, una marcada intención didáctica, que está expresada a través de una pedagogía de juego con la imagen y su posibilidad intelectual, y no en búsqueda de programas de conducta, o aseveraciones del buen hacer, lo cual suele convertir en aburrida e inexpresiva tanta literatura infantojuvenil. La intención lúdico-didáctica aflora en casi todos los textos de Azul desierto, aun cuando ambas se integren de tal modo al sistema de enunciación que llegan incluso a camuflarse. Pero también hay un vuelco de razonamiento en el sujeto lírico, claramente asumido como recurso de poética, que lleva el giro filosófico más allá del ámbito cultural del limitado grupo etario para anclarlo en el pleno devenir humano. Esta dicotomía genera un contraste en mi propio ejercicio de lectura, pues dejo de sentirme un intruso que lee aquello que para otros fuera destinado y me convierto en lector en pleno derecho de sentir y emocionarme.
Acaso una sensación análoga sintió el poeta y narrador cubano Carlos Esquivel (Colombia, Las Tunas, 1968), coterráneo del autor, cuando coloca en la nota de contracubierta frases como “encuentro cósmico de un poeta con el orden de un espacio para la tempestad y para la quietud”, “avalancha pacífica de extrañamientos y de interrogaciones”, “sensual reaparición de una búsqueda elegiaca que traspone, une y reencarna, el Neruda de los textos marinos y el Rimbaud de El barco ebrio. Las “desbordantes imágenes” del “sensible bojeo”, ajeno a la “exaltación paisajística” de estos textos se constituyen en un mar original, y no en aquel que ya nos han contado, aunque Sánchez acuda a numerosos referentes literarios. El uso referencial contrarresta lo que la memoria cultural ha ido legando, para revelarlo a la luz de una nueva circunstancia.
Poesía que se propone pensar, razonar y contrastar. El poema “Fantasmas” es un ejemplo de ars poética que, acaso, el autor prefirió no hacer explícita:
Desde mucho antes conozco los fantasmas.
Las luces y el ligero bramar de la brisa
tejida en las ramas de la noche.
El lugar exacto donde el toro bermejo,
que luego nos comimos, mató al torero iniciado.
El camino, inmensas bocanadas de negrura,
la lengua pastosa que no permite articular palabras
y el estruendo de los terrícolas invadiendo los espacios.
Aquí los fantasmas no osan desafiar la bruma.
Van desde la proa hasta la popa narrando sus milagros,
esparciendo el olor que espanta los insectos
y dejan al pasar, los hombres.
Y aunque los veintiséis poemas de Azul desierto están íntegramente dedicados al mar, el poemario no pretende presentarse como una travesía, o como una aventura, con su estructura argumental. Su propósito de unidad temática busca la multiplicación de los razonamientos, la variación del sentido de la circunstancia. Tan evidente es la intención, que ese azul jamás está desierto, sino habitado por elementos –bienes materiales, paisaje, seres de carne y hueso o personajes que la cultura insiste en rescatar– que la mirada del autor acosa e interroga. Acoso e interrogación; dos elementos que componen el ansia de curiosidad de la infancia, sobre todo en su directa relación con los adultos.
En el aspecto estructural de Azul desierto, podemos establecer una división clasificatoria que abarca tres modelos esenciales:
1º. Textos que se deleitan describiendo imágenes
2º. Textos que rompen con un gesto la contemplación de la imagen
3º. Textos que entregan a un giro reflexivo la conclusión en el ciclo de las descripciones.
En la mayoría de los casos, los poemas se ajustan a una de estas tres características, aunque en algunos éstos rasgos se mezclan y se integran.
El poema “Colores” es un ejemplo claro del primer caso:
La brisa
prácticamente acaricia
la extensa planicie
sin la imagen de una ola.
En las velas
no puede verse
ni la huella del suspiro
exhalado por un ángel.
Todo es tranquilidad.
Desde el puente de mando,
el capitán,
con la afilada punta de su mirada,
va regalándole a las nubes;
mil veces multiplicado por el brillo,
los colores de la tarde.
“Tesoro”, por su parte, se ajusta al punto 2º:
Junto a la huella de su bota
el vibrante orificio
de su pata de palo.
En lo alto
el aletear del graznido
multicolor de los plumajes.
Sobre la arena
una mezcla de perlas,
oro, diamantes y zafiros
brotando de los cofres.
Una vez cada cien años,
el pirata,
traslada su tesoro.
“Furia oceánica”, por su parte, ilustra el punto tres:
La noche es cerrada.
hacia el Sur
solo puede verse el desconsuelo
y los retazos de la melodía
brotada de una quena
a miles de kilómetros.
Desde el Norte
para borrarlo todo
llega la tormenta,
los dientes huracanados de la noche
se ensañan contra las velas.
Sobre la proa,
aferrado al timón
mostrando al adiós del arrebato
su pecho reluciente, el capitán.
Enfila su mirada, una vez más,
a desafiar la desmesurada
cólera del océano.
El proceso editorial de Blanco sobre negro Editores le jugó a Azul desierto varias malas pasadas, que van de erratas en grafemas a omisión de acentos en verbos en pasado, y que se agravan cuando sentimos la estrechez con que el raquítico margen nos abruma, como si al menos de ese modo un tanto soso, se quisiera escenificar el naufragio que el libro no produce.
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