¿Vamos al cine?


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Es de los recuerdos de mi vida - pienso que igualmente de la de mis padres y muchos de sus amigos-, y de mis contemporáneos el más recurrente cuando se pasa revista a la existencia. El cine el comienzo y el final de nuestras aventuras, de nuestros sueños e incluso de parte de nuestro crecimiento intelectual. El cine, para muchos, era el sucedáneo de las lecturas.

Afirmo y reconozco que mi memoria falla en el mismo instante que pretendo recordar cuál fue la primera película que disfruté o cuál fue el primer cine que visité, lo que si no olvido son las largas colas para ver dos películas icónicas de los años setenta: La vida sigue igual y Billy el niño.

El primero un culebrón español de esos que hoy, desde cierta estatura intelectual y algunas vivencias, considero todo un fiasco. Pero arrancó lágrimas a raudales a mi madre, a sus amigas, y puso de moda aquel tema de La vida sigue igual que, como todas las cosas serias en este país, se convirtió en la frase del momento. El fatalismo de un Julio Iglesias que sufre por dejar el futbol, se amarra a un par de muletas y termina convertido en estrella del canto alimentó los sueños y las noches de muchos; tanto que hoy vuelven a llorar cuando la televisión lo repone a primera hora del domingo.

La segunda nunca más la he vuelto a ver, pero recuerdo dos acontecimientos relacionados con esta película. El primero de ellos un bocadillo o parlamento único que expresaba con toda la fuerza del idioma español el rechazo a la lengua inglesa cuando el actor que doblaba a uno de los personajes afirmó “… le dice Billy the kid y es el más rápido del wester…”. El segundo se relaciona con las horas que pasé intentando perfeccionar el movimiento propio de “los vaqueros” intentando sacar y guardar la pistola de su funda con un rápido giro sobre mi dedo índice. Solo debo acotar que no poseía un revólver Colt 38, lo mío era una pistola de plomo fundido calibre 45 que me provocó, además de llagas en el dedo en cuestión, algunos dolores y magulladuras extras cuando caía sobre mis pies.

De todas formas ir al cine, vestirse para salir al cine una tarde de sábado o domingo era todo un acontecimiento social y familiar que casi siempre comenzaba la mañana del jueves cuando los periódicos publicaban la lista de los estrenos de esa semana. De acuerdo al lugar de la ciudad en que se viviera así se conformaba el circuito de presentaciones.

Había en estos años que cuento –los setenta y los ochenta--, cines de barrios, cines de estrenos, cines que funcionaban como trompos dentro del circuito, y los cines experimentales o “salas de arte cinematográfico”como lo eran el Rialto, el del cruce de las calles 30 y 31; La Rampa y en el pináculo de este circuito élite estaba la Cinemateca. No olvido en esta enumeración dos cines simbólicos de La Habana: el Cinecito y el Pionero especializados en películas infantiles. Y como cierre de esta aventura cinematográfica estaban los autocines, sobre todo el de la autopista, el “novia del mediodía”; que nunca comprendí porqué tenía ese nombre si solo funcionaba en las noches.

Mi cine preferido, sobre todo los sábados en la mañana era el Riviera que, desde las diez y hasta las dos de la tarde, exhibía películas infantiles en algo llamado “matiné”. Aquellas tandas corridas eran las locuras de todos mis amigos de juegos del barrio, de compañeros de la escuela y de otros tantos que se reunían en su entrada para no perderse aquellas funciones por el módico precio de 40 centavos. Estaba también el incentivo de que el proyeccionista era abuelo de uno de los tantos chiquillos que vivían en mi cuadra.

El trayecto desde la calle 17 e I hasta la puerta del cine era toda una aventura donde se planificaban algunas bellaquerías y maldades tales como recolectar boliches de una palma o preparar tacos de papel para molestar a otros asistentes. Por norma general hacíamos el recorrido sin la compañía de un adulto, lo que nos daba cierto aire de independencia infantil. Una independencia siempre sujeta a la supervisión fortuita de algún vecino- familiar que reportaba un mal proceder o una de aquellas faltas que alegraban la vida y el día lo mismo al palo de la hervidura que a las flamantes chancletas plásticas que amaban nuestra piel con una devoción casi religiosa y nos dejaban como trofeos unos verdugones adorables.

Pero regresemos a las funciones normales de los cines.

Había tres categorías de exhibición. Al menos en nuestra realidad. Estaban las películas para todas las edades, las que eran permitidas para mayores de doce años y la mejor de todas: mayores de dieciocho.

No voy a negar que ansiaba llegar a los doce años para poder ver aquellas películas de las que hablaban los que ya tenían patente de corso para acceder a otros contenidos. Más de una vez traté de entrar al cine alegando tener la edad permitida y no siempre lo logré.

Pero si había algo interesante en ese despertar por el cine lo constituía la nacionalidad de las películas. Si eran franco-italianas de seguro habría escenas donde se aparecerían en su plenitud las partes femeninas que se reducían en lo fundamental a los senos, a menos que fueran las películas del Bud Spencer o la saga de Triniti (el llamado wester espaguetis). Si las películas eran rusas no siempre se entendían sus propuestas y se llegaban a considerar aburridas y estaban sujetas a la comparación –no siempre feliz- con el cine norteamericano.

Estaban y están aquellas películas mexicanas que movieron a toda una generación como La niña de los hoyitos y El barrendero, o nuestro primer acercamiento a la cultura manga con Voltus V.

El cine me daría otras experiencias memorables como aquella de robar un beso furtivo a la primera novia, el gritar a todo pulmón al proyeccionista cuando hubiera un corte de la película - bien fuera por el final del royo o por alguna causa ajena a su voluntad-, la frase mágica: “Cojo, suelta la botella…”. Está, además, haberme ayudado a aprobar los exámenes de literatura sobre todo por haber visto primero y leído después La guerra y la paz.

Sí, mi generación tuvo el placer de asistir a los cines los sábados en la mañana para recibir, en forma de película, clases de literatura. Y es que por ese entonces o te leías el libro o te aprendías la película.

El cine formó parte de nuestras vidas. Era nuestro internet y nuestras primarias redes sociales. Si el consenso general era que la película era buena, allá íbamos todos. Y si era cubana, mejor. Le perdonábamos –por orgullo—cualquier desliz y volvíamos una y otra vez y repetíamos hasta el agotamiento sus parlamentos de fuerza dramática o cómica. Y así fue hasta la llegada de las primeras videocaseteras en formato Beta y sin proponérnoslo la comodidad visual nos fue matando el amor por el cine. Un amor que fue sepultado por el DVD, las trasmisiones por cable y otros accidentes sociales que definen la comunicación hoy.

Sin embargo; como símbolos de una parte importante de nuestras vidas aún quedan cines en la ciudad. A alguno de ellos he regresado y nuevamente he sentido aquella sensación de la primera visita, esa en la que se descubre la pantalla gigante y al apagarse las luces comienza un viaje interminable hacía los sueños, el amor por héroes desconocidos y el rechazo a villanos que bien pueden ser nuestros vecinos.


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