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Un gobernador dado a la vaciladera


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Carlos II, cuya boda desencadenó el hecho santiaguero que aquí se narra.

Dijo alguien que lo mejor de Santiago de Cuba han sido, precisamente, los santiagueros.

Aquella gente desconcertante, en una misma pieza, pueden ser el colmo del heroísmo o el súmmum de la vaciladera.

Es esa ciudad ebullecente, que tuvo como alcalde a nada menos que Hernán Cortés, experto en trepar balcones —como el Romeo de Verona—, para dejar malparada la reputación de unas cuantas damas.

Y en 1680 —cuando ya la Isla se había dividido en dos gobiernos—  en aquella población mandaba el bromista gobernador Don Gil de Correoso, el apasionante personaje de nuestra croniquilla de hoy.

Sí, transcurría el Año del Señor de 1680, y la gente dormía con un ojo abierto y el arcabuz sobre el muslo. Recientemente, los piratas habían saqueado Santiago, donde arrasaron El Morro, quemaron la catedral y cargaron  con sus campanas.

Mandaba allí —como ya dijimos—  el gobernador Correoso, quien se empeñaba en reconstruir el sistema defensivo de la plaza.

Pero aquel gobernante no iba a pasar a la historia por sus desvelos en cuanto a mantener seguro el asentamiento santiaguero. No: él, que ha se había hecho célebre por su afición a las jocosidades, sería recordado por la más colosal de todas, que iba a traerle malas consecuencias.

Todo sucedió cuando en Santiago de Cuba  —ya sabemos lo inclinados que siempre han  sido a la pachanga, con cualquier excusa—  decidieron celebrar la boda del rey, Carlos II, con María Luisa de Orleans.

Fue entonces cuando Correoso hizo de las suyas, con una broma que, más de tres siglos y un tercio después, los santiagueros no han logrado superar.

Un rey, que no era nada regio

Sí, gobernaba en España, y en sus posesiones, Carlos II. Pero dijimos “gobernaba”… y dijimos mal. Porque, según dictamina el diccionario, gobernar es regir, dirigir, tutelar, conducir. Y nada más lejos de tales quehaceres que la actuación del monarca.

Se le llamó “El Hechizado”, por su debilidad física y mental, según algunos cortesanos producto de un maleficio. Por lo cual transcurrió su vida pasando como una pelota de mano en mano de exorcistas.

En realidad no había tal. Todo era el resultado de los constantes matrimonios consanguíneos, tan frecuentes entre la llamada nobleza.

Siempre fue manipulado por alguien, y la corte de su tiempo se convirtió en un campo de batalla de los más viles intrigantes.

Su reinado le resultó desastroso al país. Perdió el Bajo Condado, Luxemburgo y Portugal. Languidecieron la literatura y todas las bellas artes.

Por último, aquejado de hipogonadismo, era estéril. Los actuales genetistas-historiadores lo clasifican como aquejado del llamado síndrome de Klinefelter. 

Como no dejó descendencia en ninguno de sus dos matrimonios, los Austrias tuvieron que apearse del trono español, sustituidos por los Borbones, cuando en 1700 el monarca murió.

Pero, ¡volvamos a Santiago!

En la población oriental, cuando transcurría 1680, la gente se aprestaba a echar la casa por la ventana para celebrar los esponsales de Carlos II y María Luisa.

Entre los festejos se contaba una función de teatro, que fue montada en una barraca.

Se hallaba presente el gobernador Don Gil quien, según el cronista gallego-cubano Álvaro de la Iglesia (1), no era ningún rudo militarote, sino un hombre a quien las artes no le eran extrañas.

Y, tan pronto comenzó la puesta en escena, algo se le atravesó en la garganta al mandatario. Aquello no era una obra teatral, sino un nauseabundo bodrio. Además, quienes actuaban eran peores que pésimos.

Ahí mismo a Don Gil se le despertó el gusanillo de eso que los santiagueros llaman un vacilador de la vida.

Llamó a uno de sus ayudantes quien, tras escuchar instrucciones susurradas al oído, partió raudo.

Unos momentos después tronaba fieramente el cañón y se oía el grito de “¡Piratas!”.

Es de imaginar la marimorena que se armó entre aquellos vecinos, siempre amenazados por los bandidos de la mar. En el correcorre hubo una buena porción de huesos rotos, de los que se lanzaron por las ventanas de la barraca.

Así el bromista gobernador dio fin a la impresentable puesta en escena.

Pero cuarenta días después apareció en Santiago el juez Pizarroso, quien desterró a Don Gil a la inaccesible Baracoa, “para hacerle más angustiosa la vida a aquel amigo de los placeres”, según comenta un cronista.

Con el tiempo, el guasón gobernador fue perdonado, y llegó a ser presidente de la Audiencia de Santo Domingo.

Desgraciadamente, según admite De la Iglesia, no sabemos si Don Gil continúo por allá gastándose bromas como la que puso a Santiago en pie de guerra.

 

Nota

(1) Álvaro de la Iglesia: Tradiciones cubanas. Instituto Cubano del Libro. La Habana, 1969.


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