Hora: la alta madrugada. Escenario: el periódico Juventud Rebelde.
El subdirector —un flaco y joven abogado— se afana corrigiendo, inclinado sobre las cuartillas, las retorcidas líneas que han mal pergeñado algunos de sus subalternos. De pronto, una sombra colosal se proyecta sobre el flacucho.
Cuando levanta la vista, se da de bocas con un ser corpulento, vestido de verde olivo y rodeado de escoltas:
“Y tú, ¿qué haces aquí?”… “Yo? ¡Trabajando!”, le dice.
La respuesta, decididamente, le cayó bien al gigantón.
Pasó el tiempo, poco. Nuestros enemigos norteños montan toda una parafernalia hertziana contra Cuba. Las ondas del espectro electromagnético serán ahora su campo de batalla. Acaba de surgir Radio Martí.
Allá, en esa colina decisoria de La Plaza, un grupo de hombres diseñan contramedidas:
“Hay que sacar al aire una revista matutina en la TV”, propone alguien.
“Sí, pero, ¿quién la iba a organizar y dirigir?”, dice otro.
Entonces, el hombre corpulento, desde su uniforme verde olivo, se pronuncia:
“Ahí está ese muchacho, el abogado flaquito, subdirector de Juventud Rebelde…”
Y los presentes le responden a coro: “Sí… el doctor Oscar Cuesta Torres.”
Así Oscarito, quien tanto detestaba cargos y figura´os, se ve investido en tan alta magistratura, no jurídica.
Forma un team. Y, a su equipo, le dirige estas palabras inaugurales, que muchos no han olvidado:
“Vengo de la prensa plana, que a menudo es demasiado plana. Sé muy poco de televisión. Pero, eso sí, sé muchísimo en cuanto a la mierda. Y, aquí… aquí… ¡no voy a permitir mierdas!”
¿La respuesta? Pues una cerrada ovación de quienes iban a ser sus cómplices en aquel patriótico desempeño.
Despedida, desde el miocardio conmovido
Querido Oscarito: A pesar de tu ateísmo —sólo comparable con el mío— espero que Jehová de los Ejércitos, Alá, Olofi, Zeus y la demás caterva celestial te anden abriendo los caminos, en tus nuevas rutas.
De ti no recuerdo al jurista, al oficial de las Fuerzas Armadas, al experto en ajedrez, al melónamo, al resplandeciente periodista o al brillante interlocutor, que uno echará de menos en medio de una manada que balbucea… que balbucea porquería.
No. En ti echaremos de menos —llorando, virilmente— al flaco colosal, irrepetible.
Y recordaremos a nuestro poeta, al Miguel Hernández, cuando desoladamente dijo: “…ando sobre rastrojos de difuntos”.
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