Este mes de noviembre ha sido especial. Pocas veces —y casi al mismo tiempo— uno tiene la oportunidad de disfrutar de dos exposiciones significativas de fotografía: Momentos de la condición humana, de Peter Turnley, en el Museo Nacional de Bellas Artes, y una serie retrospectiva de Steve McCurry, en la Fototeca de Cuba.
Ambas discurren sobre un tema central, que se mueve desde lo más desgarrador y desolador hasta lo asimilable y pletórico. Buscan retratar al ser humano en su estado más original, macabro o feliz, animal u oportuno. Son dos exposiciones cimeras, antológicas y diferentes. Si en ambas el recurso documental los acompaña —ninguno de los dos fotógrafos puede negar su condición de fotorreporteros—, cada una se perfila por un camino distinto. El recorrido en Momentos de la condición humana toca las fibras más inmóviles de cualquier corazón. Son fotos que están hechas con el ojo del que siente, del que no teme y repara en aquellos acertijos que desgajan el alma del hombre. No importa el lugar; en todos se puede encontrar un motivo, un momento, una historia que contar. Y no es que Steve McCurry no lo logre en su muestra, sino que el diapasón de cada una de las selecciones trasunta un sentido emotivo diferente. McCurry, ávido cazador de la imagen sencilla pero impactante, se convierte sin quererlo en un fotógrafo de la «nueva publicidad», esa que está marcada por la popularidad de muchas revistas y que, aunque su sentido no es precisamente ese, no puede abstraerse al embrujo que provoca el glamur del color, de la forma por sobre el espacio y de la resignificación de lo «cultural-ignoto» como objeto de redescubrimiento. Tal vez de todas, su fotografía emblemática de Sharbat Gula, la niña afgana —portada de la National Geographic Magazine en 1984—, es una de las más conocidas y populares de los últimos treinta años.
Y refería que los caminos son diferentes también porque, aunque la obra de Turnley ha sido portada en muchas ocasiones de las reconocidas Newsweek, Life o New Yorker, su sentido del periodismo gráfico es otro. Él es un buscador: un investigador de la imagen. Puede que la casualidad lo haya llevado a adentrarse en los conflictos más terribles de la segunda mitad del siglo xx y algunos de la primera década del xxi, lo que tampoco lo convierte en un cazador. Lo que sí queda claro es que sus imágenes se vuelven un canto a la esperanza y al dolor del otro, que por lo general no es el que especta, mira y disfruta —sea cual sea el sentido que le provoque la obra—, y provoca la reflexión. Su larga carrera como fotoperiodista le ha permitido ser testigo de mucho de los sucesos que han marcado la historia y en los que, de alguna manera, se ha visto envuelto: las guerras del Golfo, Bosnia, Somalia y Ruanda, los conflictos en Chechenia, Afganistán, Israel-Palestina, Sudáfrica, las protestas en la Plaza de Tiananmen, el atentado a la ciudad de Nueva York, los desastres del huracán Katrina en New Orleans, los choques armados en Haití, Kosovo e Iraq… Pero también ha tenido tiempo para retratar lo bonito, lo positivo, lo poético y lo romántico. Por eso nos regala también: Una carta de amor a París, fotografías de las calles de su nueva ciudad adoptiva, en donde vive desde 1975, y Cuba: la gracia del Espíritu, su más reciente ensayo fotográfico, dedicado al país que lo ha cautivado desde 1989.
Algo que se reconoce casi inmediatamente en su producción, es la cercanía con la tradición fotorreportera francesa —de la cual se siente heredero—, patente en la obra de Henri Cartier-Bresson, André Kertész, Brassaï o su mentor y amigo, Robert Doisneau, de quien bebió el espíritu del periodismo gráfico y que lo llevó a registrar momentos trascendentales como la caída del Muro de Berlín o la excarcelación de Nelson Mandela en 1990.
En otro espacio McCurry, el multipremiado fotógrafo, se nos presenta como un relator de una realidad sui géneris, que a veces nos deja perplejos por el desconocimiento y que, en sí, se vuelve vistosa, elegante y bonita. Y no desecho o estigmatizo esta otra manera de interpretar la realidad, que es válida también sino que, en mi opinión, tiene un impacto diferente a la crudeza o el encanto que Turnley nos deja en la memoria. McCurry es un narrador de otro tipo de historias, tal vez más comprometido con el tiempo o con navegar en aguas profundas en una sola dirección temporal. Tal nos deja ver en sus series sobre la India. Pero para quienes no conocen su obra, McCurry debe revelarse como uno de los fotorreporteros más versátiles de su tiempo. Su carrera lo ha llevado a vivir también conflictos y luchas armadas en Pakistán y en Afganistán, durante la invasión soviética —reportaje que le mereció el Premio Robert Capa y la Medalla de Oro al mejor trabajo periodístico—, las guerras entre Irán e Iraq, los levantamientos civiles de Camboya y el Líbano, la lucha insurgente islámica en Filipinas, y la Guerra del Golfo.
Pero su obra tiene otro tipo de refinamiento. Es más intimista, más melancólica y, a veces, se torna casi pictorrealista, pues da la sensación de estar delante de una pintura, donde el color y la composición te subyugan. Es un fotógrafo de luces y de escalas que ha merecido, entre muchos, el premio Fotógrafo de Revista del Año, entregado por la National Press Photographers Association, y en cuatro ocasiones —algo sin precedentes— el primer premio del World Press Photo.
Turnley y McCurry interpretan esta vez un duelo de fuerza donde el ganador es, sin duda, el espectador; donde se patentiza esa proposición de la realidad que Wittgenstein definió en pocas palabras: «Es claro que por muy diferente del real que se imagine un mundo debe tener algo —una forma— en común con el mundo real». Esa es la sustancia que determina la forma y no la propiedad material. Fotografías de fuerza y de expresividad, que aluden a un sentido intenso, inteligente y sagaz. Fotografías profundas, difíciles de ignorar frente a las cuales nadie pasa impávido, de las que todos hablan y comentan, rememora o quieren, simplemente, rescatar para su memoria tomándose una foto junto a ellas, en claro recuerdo y como manera muy personal de sentirse partícipes y de haber visitado una exposición excepcional.
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