Todavía está en pie la casita santiaguera desde donde Fidel vio por primera vez el mar. Tenía seis años cuando sus padres Lina y Ángel lo enviaron al barrio del Tívoli, donde vivía la familia de su maestra de Birán.
La vivienda de madera número 6 de la Loma del Intendente conserva su carácter austero. En la pequeña sala, donde apenas cabía un piano, hoy adornan las paredes de tabla las fotos del niño y frases extraídas del libro Cien horas con Fidel que recuerdan las condiciones de su infancia en este lugar, en el que vivió aproximadamente dos años y ocho meses.
A Ignacio Ramonet le confesó en esa memorable entrevista que esta era «una casa húmeda, chiquita (...), sin luz eléctrica (...) de paredes de tablas y techos de tejas descoloridas que daba al frente con una plazoleta de tierra, sin árboles». Sin embargo, de este sitio «que se filtraba cuando llovía» y donde «viví días álgidos», le cautivó el balcón, que «tenía una vista muy bella de las montañas de la Sierra Maestra, y también muy cerca, de parte de la Bahía de Santiago».
No es difícil imaginarlo recorriendo la Loma, visitando la «bodeguita donde vendían a un centavo turrones de coco elaborados con azúcar», o subiendo la escalera de la calle Padre Pico, que años más tarde vio pasar a los jóvenes del Movimiento 26 de Julio.
Asociado al entorno está el Instituto de Segunda Enseñanza, convertido luego en cuartel de la dictadura de Batista y hoy en Museo de la clandestinidad.
La escuela, ubicada frente a la casa, era pasto de soldados durante la dictadura de Gerardo Machado y Fidel nunca olvidó la escena que vio desde el portal: «Los soldados dando culatazos a un civil que a lo mejor les dijo algo al pasar. El ambiente era de tensión».
Veintiún años más tarde, el 30 de noviembre de 1956, los miembros del 26 de Julio atacaron el Instituto –convertido entonces en cuartel de la dictadura batistiana–, liderados por Frank País.
El gobierno local resguarda con celo estos lugares que dan fe de la vida de Fidel en un Santiago todavía conmovido por la despedida de duelo a aquel hombre que de niño vio aquí por vez primera el mar.
Hoy la vivienda marcada con el número 6 es el sitio más discreto y a la vez más entrañable de la Loma del Intendente.
Por este sitio comenzó la relación del líder de la Revolución con Santiago. Las ventanas siempre están abiertas y la brisa que corre entre el mar y la Sierra Maestra atraviesa la casita de lado a lado. Cuatro flamboyanes escoltan el terreno de tierra donde jugó Fidel y donde, ahora, convertido en parque, lo recuerdan otros niños.
Esta mañana no llovió en el Cementerio de Santa Ifigenia como había ocurrido en los últimos tres días, pero en las primeras horas del miércoles las hojas de los mantos rojos que custodian el Mausoleo donde reposan los restos de Fidel, están húmedas. Dos rosas blancas adornan la piedra lisa de granito traída de un sitio cercano a la Gran Piedra, en la que coinciden todas las miradas en la necrópolis al pie de la Sierra Maestra.
No está solo. A su izquierda, una escultura de Mariana Grajales lo acompaña, junto a los mausoleos de Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria, y del Apóstol, José Martí. A su derecha, los mártires caídos en las acciones del 26 de julio de 1953. A pocos metros de distancia, Frank y Josué País, jóvenes asesinados por esbirros batistianos.
Hay un ciclo de vida que comienza en la casita de tejas rojas y termina en Santa Ifigenia, pero la estela de Fidel no es un círculo que se cierra cronológicamente. El líder de una Revolución «más grande que nosotros mismos», como él advirtiera alguna vez, es en realidad el horizonte de una ciudad, de un país, de una época que apenas comienza.
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