La posibilidad de sustituir o modificar capacidades funcionales en los humanos mediante el empleo de medios y dispositivos de base científica es ya un hecho cotidiano. En paralelo, crece la atención que se presta a los límites racionales y éticos de tales transformaciones.
Los procedimientos modificatorios de que se dispone o que se avizoran pueden determinar cambios significativos en ámbitos vitales como el del trabajo. Se estima que dichos procedimientos pueden influir de modo significativo en la capacidad individual para aprender o para desempeñar ciertas tareas e incluso para ser capaz de acceder a una profesión determinada.
Pudieran igualmente intervenir en la motivación, hacer posible el trabajo en condiciones más extremas que hasta ahora o hasta edades más avanzadas. Se haría posible también reducir las afecciones relacionadas con el trabajo o facilitar el retorno a la actividad laboral después de una enfermedad. Estas son, entre otras, las conclusiones de un muy respetable cónclave acerca de estos procedimientos y sus potencialidades, que fuera organizado hace unos pocos años por la Academia Británica de Medicina con la participación de otras entidades académicas británicas.
La mencionada corriente modificatoria es el resultado del caudal de conocimientos y habilidades alcanzados en campos como las neurociencias, la biónica y la medicina regenerativa, las cuales han demostrado su capacidad para influir y modificar procesos físicos y psíquicos en los seres humanos. A estas capacidades se alude, en artículos y libros empleando términos y conceptos que hacen referencia a las mismas potencialidades de carácter científico y tecnológico, pero que distan mucho de ser idénticos en su alcance. Así se habla a veces de “mejoramiento humano”, pero también se emplea con preocupante insistencia la palabra “transhumanización”.
Este último término no es como para aceptarlo a la ligera. Transhombre es una traducción fiel del übermensch que preconizara Nietzsche y, sin embargo, “transhumanización” es un término utilizado con frecuencia en español para identificar estos procedimientos. La palabra me es desagradable por evocarme las consecuencias que tuvo la exaltación del “superhombre” nietzschiano en la pseudo- justificación del nazifacismo alemán.
Hecha esta salvedad, advierto que mi interés primario en el tema no es filosófico sino de carácter científico, tecnológico y ético, pero es preciso estar en guardia teniendo en cuenta el vaho de elitismo que a menudo aflora alrededor de estos procederes.
En general, los procedimientos de “mejoramiento humano” se expresan en dos direcciones principales: la cognitiva y la físico-motora. De la primera vertiente tenemos numerosos ejemplos ya habituales, cual es el caso del uso de fármacos para tratar a individuos afectados por trastornos neuro-psiquiátricos, pero que pudieran también servir para aumentar facultades mentales en individuos sanos, tales como la memoria y la capacidad de concentración.
Es bueno apuntar, aunque no sea posible entrar aquí en todos los detalles, que este mismo primer enfoque incluye el llamado mantenimiento cognitivo, de especial importancia en la conservación de funciones en la tercera edad, así como el entrenamiento cognitivo, mediante el uso de medios de computación, la estimulación cerebral mediante procedimientos no-invasivos y la llamada cognición colectiva, sustentada esta última en el uso multiplicado de las redes de información y comunicación.
Por su parte, al enfoque físico-motor pertenecen tecnologías cuyo uso humanitario puede representar avances hasta hace poco inimaginables, aunque lamentablemente hayan encontrado a menudo atención prioritaria en el campo militar. Tal es el caso de los bien conocidos procedimientos de restauración física en personas impedidas, cuya extensión se avizora al uso por personas sanas en los próximos diez años.
Un buen ejemplo de lo apuntado son los dispositivos de ayuda auditiva, como los implantes cocleares en uso en nuestro país desde hace varios años y de los cuales existen también refinadas variantes para uso con fines militares y otras aplicaciones. Se encuentran también en desarrollo magníficas técnicas encaminadas a restaurar y mantener la visión en personas afectadas, como los implantes de retina, la transferencia de genes y la reposición de fotorreceptores en el ojo.
En otra vertiente, el empleo de dispositivos tecnológicos externos al cuerpo puede respaldar la restauración de la movilidad y el funcionamiento de los miembros, como ocurre con los exoesqueletos y los miembros biónicos, pero también puede servir para apoyar y multiplicar el desempeño de individuos sanos cuyo trabajo implica esfuerzos físicos importantes. Es evidente la potencialidad militar de estas tecnologías y de hecho me hace recordar los ambiciosos proyectos de hace algunos años para lograr una especie de “supersoldado”, impulsados con gran interés por parte del Pentágono.
En nuestro país se cuenta con una valiosa experiencia en otra prometedora dirección de la medicina regenerativa, cual es el uso de las llamadas células madres. Junto a la emergente ingeniería celular, estos procedimientos darán seguramente paso a la producción, por ejemplo, de órganos enteros con fines sustitutivos o de combinaciones fascinantes como la de células madres con dispositivos físico-mecánicos para suplir el bombeo cardíaco.
Frente a este impresionante despliegue de potencialidades, se acrecienta el debate alrededor del denominado “mejoramiento humano”, presente de manera insistente en la literatura científica y que se explica por sus implicaciones ético-morales. Son bastante evidentes las consecuencias que la utilización de los procedimientos disponibles y emergentes pueden tener, por ejemplo, con respecto a la equidad o la justicia: pueden propiciarlas o por el contrario, socavarlas. Aún así, hay que comprender que el desarrollo en marcha es indetenible y aprestarse para encauzarlo.
A la luz de lo expresado, es sumamente importante insistir en la delimitación entre el mejoramiento humano por un lado, en tanto supone un estadio superior y la proyección de nuevas metas de la medicina sobre la base del progreso científico y tecnológico y, de otro lado, el transhumanismo en su proyección más extremista, la cual propugna una autotransformación radical de la propia especie humana.
Tanto una como otra corriente se apoyan en los avances alcanzados y las posibilidades abiertas por la ciencia, en lo que muchos se atreven a calificar como una nueva revolución cultural en la historia de la especie, comparable al proceso mismo de hominización y a la llamada “revolución neolítica”. La diferencia ahora es que no se trata de la bien establecida capacidad de la especie humana de adaptarse al medio, modificándolo en su favor, sino de la capacidad de transformarse a sí misma.
La vigencia del debate sobre estos temas ha sido subrayada por el conocido bioeticista José Alberto Mainetti, en un ensayo divulgado en 2014 por la Revista RedBioética de la UNESCO. En sus palabras “a juzgar por el volumen bibliográfico alcanzado, el tópico del poshumanismo y el mejoramiento humano se ha instalado hoy como un capítulo fundamental de la bioética”. Lo citado nos reafirma la pertinencia de este comentario y nos apoyaremos en el trabajo en cuestión para precisar algunos conceptos en discusión.
Por mi formación médica, tengo una predisposición favorable hacia los procedimientos encaminados a mejorar las condiciones de vida y salud de las personas. Aun así, soy consciente de la sutil pendiente por la que se comienza a resbalar cuando se plantea cada vez más la sustitución del paradigma clásico de la medicina curativa, orientado a lograr la restitución del estado original (restitutio ad integrum), por la novedosa concepción de procurar la transformación hacia lo óptimo (transformatio ad optimum).
La cuestión se complica mucho más cuando de lo que se trata es de transformaciones de fondo, como las que propugnan los transhumanistas radicales. Estos abogan por la manipulación e intervención de la información genética del ser humano con el fin no sólo de librarnos de aquello que se supone negativo, sino de “optimizar” las potencialidades físicas e intelectuales humanas y dar paso de hecho con ello a una nueva “especie mejorada”.
No son cosa de broma las ideas que maneja esta corriente de “mejoradores humanos”: modificar la longevidad, crear seres inmortales, potenciar las características físicas e intelectuales, clonar humanos, crear humanos inmunes a todas las enfermedades, conectar nuestro cerebro a computadoras, trasladar nuestra memoria y otras por el estilo. Es natural que tales conceptos, propugnados con vehemencia por algunos focos de influencia importantes localizados sobre todo en la Gran Bretaña y Estados Unidos, conciten la preocupación y el análisis crítico de no pocos estudiosos.
Hace unos pocos años, el profesor emérito español Nicolás Jouve de la Barreda publicó un documentado libro bajo el atractivo título Del Big-Bang a la Biología Moderna, en el que se aborda en profundidad el tema de la evolución genética. Este mismo especialista, en un artículo publicado el pasado año 2015 ha llamado la atención con renovado énfasis acerca de que los intentos de erradicar los caracteres indeseados en los seres humanos, mediante acciones de depuración sobre las poblaciones, no solo han sido históricamente nefastos para la humanidad sino también infructuosos.
El propio autor ha subrayado con acierto que no existen genes responsables de las conductas antisociales o de los comportamientos que alguien pudiera considerar no deseables. Estos caracteres no se heredan, se adquieren por influencia cultural, educacional, familiar, social, ambiental, etc. Además, es posible esgrimir importantes objeciones de carácter moral contra tales enfoques, vinculadas a la subjetividad, arbitrariedad y relatividad del patrón genético adoptado como deseado: ¿qué debe entenderse por mejor o peor?, ¿qué se considera deterioro genético?, ¿quién tiene derecho a decidir sobre la vida de otra persona?, etc.
En su ya mencionado artículo se formulan un conjunto de preguntas, cuya pertinencia comparto plenamente y las presento al lector:¿es lo mismo curar una enfermedad que modificar genéticamente a un ser humano?, ¿se trata de sanar a quien está enfermo o de transformar a individuos sanos?, quienes proponen la aplicación de la biotecnología para la modificación de nuestras características genéticas: ¿se conformarían con llevar a su máxima plenitud nuestras propias posibilidades o se trata de dar paso a un ser humano distinto y superior?, ¿no es todo esto una rebeldía contra nuestra naturaleza?, ¿se trata de solucionar problemas de personas actuales o se pretende trascender a las siguientes generaciones?, ¿serán las tecnologías de mejoramiento de aplicación universal o se trata de beneficiar a unos cuantos privilegiados?…
Según la apreciación de quien redacta estas líneas, el problema principal estriba en este caso, como en tantos otros, en la naturaleza de las fuerzas que deban prevalecer en el uso de una potencialidad que es, en sí misma, un producto objetivo e irrenunciable del conocimiento y de la capacidad tecnológica adquiridos por la Humanidad, como parte de su largo e indetenible proceso de evolución cultural.
Habrá que ver si prevalecen la mercantilización y el consumismo tecnológico o, por lo contrario, la aplicación responsable con fines altruistas. En el primer caso, el “hombre mejorado” seguirá siendo humano o, si se quiere, un ser humano mejor. En el otro, en cambio, pudiera aflorar alguna indeseable estirpe de “transhombre nietzschiano” que, potenciado esta vez por la tecnología, pudiera erigirse en un real azote de depredadores y opresores para el verdadero género humano.
Un eminente hombre de ciencia dedicado a estos campos científicos expresó sobre este asunto una sabia reflexión, que me propongo ofrecer al lector como cierre de este comentario. El profesor de origen sudafricano Sydney Brenner dedicó prácticamente toda su vida al estudio de la genética molecular, primero en el estudio de la regulación del desarrollo y más tarde en la apasionante cuestión del desciframiento del código genético. Por sus notables aportes obtuvo en el año 2002 el premio Nobel de Medicina.
El prestigioso científico, con la autoridad atribuida por la nobleza y profundidad de su propia dedicación profesional, advirtió por entonces con toda claridad que “los intentos actuales de mejorar a la especie humana mediante la manipulación genética no son peligrosos, sino ridículos”; a lo cual añadió: “Supongamos que queremos un hombre más inteligente. El problema es que no sabemos con exactitud qué genes manipular”… “Solo hay un instrumento para transformar a la humanidad de modo duradero y es la cultura”.
Deje un comentario