Sobre la banalidad


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Banalidad es cualidad de banal, y banal es insustancial, y también, ordinario. Muchas veces el término se utiliza con los dos significados unidos: la banalidad como un conjunto de aspectos que tienen poca importancia o carecen de calado u hondura en el pensamiento y, además, una referencia a lo vulgar o a lo común. Casi siempre estas dos acepciones se unen o se mezclan, al igualar lo trivial con lo masivo. De alguna manera, se ha entronizado, a veces inconscientemente, el criterio de que lo masivo se asocia a lo banal, y quizás partan de ahí ciertos empeños de “masificación de la cultura”.

Uno de los proyectos sistemáticos más persistentes para lograr dominación es el proceso de banalización: desde el empeño de uno de los miembros de una pareja en estimular el consumismo y el ocio material y espiritualmente improductivo como forma de control, hasta el interés de cualquier Estado en inducir a través de sus medios de comunicación la banalidad para alejar la crítica y el pensamiento complejizador y emancipador. Estados Unidos y en menor medida Europa son expertos en producir y reproducir productos banales, empleados también como arma sutil y eficaz para desmontar cualquier proceso anticolonialista y antineocolonialista. La tradición cultural cubana ha tenido que defenderse históricamente de la importación y de la reproducción mimética de productos de dudosa calidad provenientes del “Primer Mundo”, a cuya industria del entretenimiento no le interesa, por lo general, privilegiar lo mejor del ser humano, ni los altos exponentes de otras culturas, y sistemáticamente propone la degradación de las auténticas propuestas culturales de lo mejor de otros pueblos, no pocas veces asimilándolas con simulación y máscaras. Sin embargo, esa auténtica cultura no tiene por qué homologarse a la “alta cultura”, y descartar todo aquello que no haya sido legitimado por la Academia, que en no pocas ocasiones ha sido elitista y excluyente.   

En la “música popular”, por ejemplo, como concepto referido a una gama de obras de gran atractivo para un amplio público, muchas veces con función bailable, a las que se accede mediante la facilitación de la industria cultural, sería pretensión intelectualista considerar banales las letras por no ser reflexivas o profundas. No hay por qué esperar que estas piezas tengan textos para pensar o cuestionar, como sí los tienen una buena parte de las pertenecientes a lo que se ha llamado “nueva canción” ?incluida la nueva trova cubana?, que también han sido muy populares. Si bajo un ritmo contagioso las obras solo muestran lo inocente, ingenuo, gracioso, pícaro, curioso… de la sociedad de la cual se nutren y donde se difunden ?sin llegar a lo chabacano, grosero u ofensivo, que sería tema para otro comentario?, no hay por qué considerarlas banales, tanto si un bebedor le pide a un “cantinerito” un “traguito” “ahora que nadie mira”, como si se repite, para ayudar a mover el esqueleto, “bacalao con pan”, letras que viven en el recuerdo y nunca han sido consideradas banales.

Es cierto que a veces se consigue el éxito de este tipo de creaciones con pocos recursos y exigencias musicales y literarias, reiterando hasta el cansancio estribillos como “y se formó la gozadera” o “hasta que se seque el Malecón”, pero tampoco hay que levantar el dedo admonitorio cuando jóvenes y no tan jóvenes los disfrutan y los bailan; lo perturbador puede ser que un taxista se lo imponga a un pasajero a las siete de la mañana. Cualquiera está en su derecho de escuchar esas y otras piezas de cualquier género musical, a cualquier hora y en cualquier lugar, si es su satisfaction, pero socializarlas debería estar en concordancia con los contextos. Ahora ya muchos tienen acceso a una plataforma digital de reproducción, y a audífonos, y no hay justificación para obligar a otros a compartir gustos individuales, como en los años 60, cuando algunos cargaban con su inmenso y pesado radio portátil VEF para escuchar a todo volumen el programa Nocturno, o la transmisión de un juego entre Industriales y Santiago de Cuba, en el ómnibus. El problema consiste en empeñarse en la audición en el lugar o tiempo equivocado.

Hace años el humorista Héctor Zumbado mantenía su famosa sección “Riflexiones”, que hacía reír y pensar. En una de aquellas crónicas, intentaba componer “la letra perfecta”, con todos los requisitos para que una canción popular lograra el aval de intelectuales, políticos, filósofos, musicólogos, bailadores…; la pieza debía resumir las tres partes y fuentes del marxismo, un pensamiento profundo sobre la vida de los trabajadores, algunas experimentaciones con la música, el ritmo necesario para bailar, algún estribillo contagioso… un engendro imposible de ser interpretado, escuchado o bailado. Las letras perfectas y las músicas totales no existen, cumplen funciones diversas, como han reiterado más de una vez esos sabios llamados Leo Brouwer y Roberto Valera, y sería descabellado considerar banales, por ejemplo, a los Beatles, porque algunas de sus canciones tengan músicas o letras simples, triviales, poco elaboradas, destinadas a bailar y saltar en una fiesta, o a Silvio porque alguien le comió una africana. O descalificar a la trova tradicional porque sus textos no solo responden al “gusto de época”, sino que están referidos a cuestiones tan elementales como un tímido mensaje de amor de Pensamiento a Fragancia, la aceptación de una rosa de Francia, el juramento de amor, la llamada a un retorno, el arrullo de palmas, el nombre grabado en un árbol o una “cleptómana de bellas fruslerías” ?imaginada por un poeta culto como Agustín Acosta. Sería injusto, e inculto, calificar de banal al arsenal de grandes boleros, rancheras, tangos, vallenatos, cumbias, merengues... que se ha enseñoreado del gusto popular en América Latina.

La programación televisiva, siempre bajo cuestionamiento, es otro blanco constante para considerar banales una serie de programas cuyo referente es la televisión norteamericana. Una buena parte de los espacios que se ven por cualquier canal del mundo, tienen detectables orígenes en los creados por las grandes corporaciones estadounidenses, que fundaron un nuevo tipo de cultura bajo los paradigmas del “medio de comunicación de masas” por excelencia, y a pesar de que fue un inglés el inventor del aparato y la transmisión ?John Logie Baird, en Londres, 1926?, los modelos fueron gestados en Estados Unidos. El objetivo de los “mass media” es informar, educar y crear opinión con arquetipos y valores ?o antivalores?, pero también entretener a un público cautivo, que cada vez va siendo menos en el sector juvenil, por la magnetización atractiva de medios digitales interactivos. Sin embargo, aunque tradicional, la televisión sigue influyendo como máquina de ideas en muchas personas. Por tal razón, estas cuestiones hay que tenerlas en cuenta en cualquier aproximación a la crítica televisiva en Cuba. No quiero ni imaginarme una televisión conducida por algunos críticos y funcionarios: sería la enfermedad del sueño; tampoco faltan quienes, por ganar popularidad, posiblemente estén dispuestos a regresar al humillante “palo ensebado”. Tampoco basta sacar la bandera cubana para cubrirnos con un manto de patriotismo: el grotesco espectáculo de mujeres con la bandera llevada como un trapo más recibiendo a un crucero norteamericano, más que banal, es tan degradante como el más vulgar anexionismo.   

El empacho intelectual y el demasiado celo ante el consumismo de algunos ?no pocos siguen confundiendo la imprescindible necesidad de consumo con su deformación, el consumismo? han traído confusiones. La moda, por ejemplo, forma parte de la cultura de los pueblos, y estar moderadamente atentos a ella no debe considerarse frivolidad; disfrutar de una buena pasarela para estar al tanto de lo que se diseña ahora mismo, tal vez sea un antídoto contra el mal gusto y la vulgaridad al vestir, sin que nos convirtamos en devotos de ningún “Kaiser” de guantes plateados; cuidarse el cabello, con cortes y tintes según el óvalo facial y la edad, o maquillarse de acuerdo con la hora y el lugar, evitarían algunos espectáculos grotescos. Que una rubia escapada de un cuadro de Botticelli exhiba un tatuaje, antes reservado a marginales o a personas muy rebeldes, o que un hombre con bíceps como los de Charles Atlas lleve un arete en la oreja, tampoco es indicativo, en el mejor de los casos, de ligereza. Distinguir a la primera olfateada un buen perfume ?y hablo de un buen perfume, no de una marca famosa? o arreglar una simple habitación y hacerla moderna, funcional y hermosa ?sin chimeneas, gnomos de yeso ni leoncitos…?, no ha de dejársele como privilegio a la burguesía consumista, a la que le arrebatamos, por ejemplo, el gusto por el ballet, gracias a la voluntad didáctica de Alicia Alonso y del Ballet Nacional de Cuba, aunque no falten ignorantes con ínfulas que lo califiquen de “arte decadente”. Un juego de canasta es tan legítimo como una partida de dominó, simples entretenimientos a los cuales sería imposible medirles su intensidad banal.

En Cuba casi nadie se levanta por la mañana leyéndose la Crítica de la razón pura de Kant, o se duerme arrullado por los Cuadernos filosóficos de Lenin; nunca he oído chiflar por las calles los Gurrelieder de Schönberg o el tema del Preludio a la siesta de un fauno, de Debussy, aunque se haya incrementado, para bien, el gusto por la música de concierto, y algunos filineros declararan entre sus influencias al impresionista francés. Un cubano residente en Estados Unidos le solicitó a una amiga, en vísperas de matrimonio, dejarlo ver su ajuar, se entretuvo poniéndoles nombres a varias piezas, y, tiempo después, cuando la encontraba, reconocía el “sombrerito casto” o el “vestido discreto”: ese cubano fue José Martí. Un dominicano, también en Estados Unidos, se afanaba comprando ropa de cama y ropa interior femenina, encargadas por la esposa e hijas: a Máximo Gómez, evidentemente, le llegó la famosa “listica” que más de un siglo después lleva consigo todo cubano que viaje al extranjero. Un presidente depuesto, en su alejado destierro, conservaba ánimos para asistir a un baile y describir en su diario los géneros que se danzaron y el atuendo de las damas: Carlos Manuel de Céspedes. ¿A alguien se le ocurriría tildarlos de banales? Solo sujetos muy elementales pueden confundir refinamiento con futilidad.  Momentos de “banalidad” ? “botar corriente”, le llama un querido amigo colombiano? son necesarios para descansar de la actividad fundamental que se realiza. El consumo cultural duro no basta para aliviar las tensiones de la semana o de un período. Aunque no se nos deba ir la mano, un poco de nuestra banalidad, la que cada cual ha escogido, no viene tan mal.


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