Parecía una diosa de alabastro Alicia Alonso cuando era aclamada por salvas de aplausos ardientes y voceríos de enaltecimientos, luego de haber concluido momentáneamente y una vez más su sublime transfiguración de Giselle.
Parecía cosa de duendes verla reaparecer en ese rol ahora que nos acercamos al final del siglo, cuando ella lo interpretó por primera vez antes de comenzar esta segunda mitad. Por eso Alicia Alonso es, sin dudas, un prodigio de voluntad excepcional.
Recuerdo ahora mi primera experiencia con nuestra bailarina. Era yo un adolescente. Una vez, al pasar por el Coliseo deportivo, supe que allí ella bailaba El lago de los cisnes; cuando entré, hacía varios minutos que la representación había concluido; sin embargo, el público se mantenía allí, de pie, y aplaudía frenético y gritaba eufórico. Perplejo me abrí paso entre aquellos espectadores vehementes y pude ver el escenario improvisado sobre el espacio circular. Allí estaba Alicia Alonso que se inclinaba una y otra vez agradecida. ¿Por qué todos comulgaban en una emoción única? ¿Por qué estaban tan alborozados? ¿Por qué las manos chocaban entre sí con tanta fuerza, como si compitieran en su poderío de resonancias, como si cada una de aquellas gentes quisiera que fueran sus aplausos y voces los que aquella mujer escuchara? Recuerdo que yo también aplaudí enérgicamente, afiebrado ya por el ardor común. ¡Qué complacencia para el ánimo testimoniar a otro ser nuestra admiración! ¡Qué descansados se sienten los ímpetus cuando se produce un verdadero ofrecimiento! Y allí todos se daban a Alicia Alonso, porque ella había iniciado, sin reserva, la entrega. Algún tiempo después comencé a verla bailar y a dar respuesta a mis preguntas.
Y ahora Alicia, después de obligada pausa de un lustro, vuelve a ser Giselle —luego de haber sido también, en los últimos tiempos—, personajes tan desemejantes como Yocasta y Carmen.
No puede discutirse que aquí su interpretación es verdaderamente singular. ¡Cómo ha logrado rescatar al ballet de los brazos ajenos y caducos del romanticismo y hacerlo un acto contemporáneo, una realidad palpitante! Porque ella ha trabajado no con una escuela históricamente vencida, ni con lo aparencial, sino con las legítimas esencias; ha redescubierto lo intrínsecamente humano y perdurable. Ella expone lo romántico, es decir: un rasgo humano, incuestionable e invencible. De ahí que nos estremezca y nos regocije sin ser ya coetáneos de Theóphile Gautier. Giselle, por ella, deviene símbolo eterno de la aspiración humana a hallar el amor, por eso su trágica historia nos excita hasta el vértice mismo de la rebelión.
Siempre se piensa en Alicia como en la espléndida bailarina, pero ¿cómo es posible olvidar a la actriz? Creo que la Alonso es también una actriz, y sobre todo una actriz trágica, dueña de un poderío dramático que sorprende. Es imposible desgajar su cuerpo de su rostro, sus brazos de sus miradas, la tensión o suavidad de sus piernas de la de sus manos o sus labios. Es ella una intérprete total, radiantemente total, que puede detener nuestro aliento lo mismo por un sublime balance que por una mansa sonrisa o una tristeza contenida. Sí, hay una excelente actriz en ella, una actriz que emerge de sus raíces creadoras cada vez con más serena pujanza y que hace augurar futuros inexplorados.
Giselle es para Alonso su mayor desafío y su más sólido triunfo, porque ha tenido una larga carrera artística para perfilarlo y porque presenta en su estructuración dos facetas diametralmente opuestas, que lo hace un personaje de arriesgado acceso: una Giselle real y otra ilusoria. Y Alicia logra ser en un mismo hecho artístico una figura dulcemente corpórea y pasmosamente etérea. ¡Qué dócil y humana delicadeza la suya en el primer acto! ¡Qué sensación de existencia, de juventud plena y anhelante la que irradia! Y eso sólo puede lograrlo una actriz. El teatro es transfiguración. Y ese poder de transfigurarse en una adolescente es la muestra paladina de que para el actor de verdad no hay barreras de edades o temperamentos. ¡Si esto lo comprendieran, con el ejemplo que ella nos ofrece nuestros actores y directores! El espectador, cuando la creación es legítima, cuidadosa y sincera, se convence, se deja arrastrar, no le interesa ya la semejanza ramplona, sino la evocación poética.
Es sobre todo en el momento de la enajenación y muerte de Giselle que nos enfrentamos a la consumación de una legítima actuación trágica, enredada de dilemas. Cuando la infeliz aldeana comienza a descubrir el dulce y fatal engaño, cuando siente perdidas sus ansias de realizaciones, y una profunda certidumbre de final la entrega al delirio, entonces es que Alicia Alonso se nos revela en toda su potente energía dramática. Sus manos temblantes al rostro, su mirada tensa y horrorizada, su rostro abrumado, adolorido, fiero, lloroso, perdido, suplicante, sus movimientos agónicos llenan todo el espacio. No importa que en un momento esté abrazada a su madre entre un grupo a un extremo de la escena, no importa que de pronto corra y se confunda por entre los jóvenes atónitos: nunca se nos pierde su presencia. Tenemos que seguirla todo el tiempo, porque lo importante entonces es el dolor de Giselle, es su sublevante angustia. Y cuando al final de esta escena catártica, en la que nuestra respiración queda detenida, ella se abalanza, en un último intento por vivir, sobre el mentido amador, se produce, entonces, uno de los momentos memorables de su interpretación; un instante que por sí solo serviría para que de Alicia se hable por siglos: es el momento de la muerte. Sin dudas, la muerte más poética y deslumbrante que se ha visto sobre nuestros escenarios. Todo aquel último fuego de pasión, aquel último ardor de unirse al hombre, se desvanece tan fugazmente como cuando una pequeña llama la hacemos desaparecer de un soplo violento. Todo su cuerpo se desploma entonces con tan impactante y sorpresiva rapidez que quedamos absolutamente deslumbrados ante tal posibilidad artística.
En la historia del arte escénico grandes actrices son recordadas de modo especial por específicos instantes de sus interpretaciones mejores. Por ejemplo, Eleonora Duse por sus manos extendidas y suplicantes en La ciudad muerta, Greta Garbo por su muerte en La dama de las camelias y Helene Weigel por su grito mudo en Madre Coraje. Creo que Alicia lo será también por su muerte en Giselle.
Después, en el espectro de la amorosa aldeana, nuestra intérprete se muestra inimitable e inspiradísima. Todo su cuerpo parece exhalar luz y música. Su ilusión de irrealidad es cabal. Es ingrávida y alada. Sus manos nunca aprehenden el cuerpo del amante, pues ella es ahora una figura célica. Este es otro de sus grandes hallazgos. Ese pasar por el espacio como un sueño, ese nunca detenerse carnalmente ante el amante, esa iluminada y beatífica bondad y esa imperturbable seguridad de un ser por encima del tiempo y el espacio, es lo que la hace convincente hasta el asombro.
Y esa interpretación de alto magisterio la realiza Alicia Alonso cuando ya para algunos —los desconocedores de la potencia humana su reaparición en Giselle era posibilidad quimérica. Pero nuestra Alicia es una naturaleza sin freno, en original energía. Y ahí está nuevamente su Giselle.
José Martí dijo una vez de Sarah Benhardt: “Ella merece ser observada como un estudio de la fuerza de voluntad humana”. Ha llegado la hora de repetir estas palabras. Alicia es eso.
Parecía sí una diosa de alabastro aquel domingo en el García Lorca. De entre el público, puesto todo de pie las voces y los aplausos se extendían como trueno. Todo el teatro vibraba ante la gran intérprete, que ahora continuaba haciendo arte en su manera peculiar y creadora de agradecer. De entre las voces, que casi a coro espontáneo y certero repetían, hasta el cansancio, una sabia fórmula: “Alicia-Giselle”, —que apresaba en poética síntesis el admirable logro—, escuché una voz más potente y estremecida que las otras que gritó: “Gracias, Alicia”. Esta singular exclamación me hizo reflexionar por algún tiempo. Y era verdad. El hombre en presencia de lo bello se siente agradecido. Necesitamos de la belleza para vivir y comunicarnos. Sí, por eso: gracias.
Dijo Federico García Lorca, por quien lleva el nombre el teatro donde ella baila, en cierta ocasión refiriéndose a un hondo poeta: "Hoy su obra está palpitante como si estuviera recién hecha". Así también sucede con Alicia Alonso y su Giselle.
1977
* Publicado en: Cuba en el Ballet, La Habana, Vol. 8, No. 3, septiembre-diciembre, 1977, pp. 18-19.
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