Sábado al fin
En este asunto de intentar atrapar los recuerdos siempre hay un pasaje de la historia personal que logra prevalecer. Es ese recuerdo, o conjunto de vivencias, que funciona como vaso comunicante entre las familias, y sobre todo entre padres e hijos. En mi caso se trata del día de visita al trabajo de los padres.
Nuestra vida escolar estaba marcada por sesiones de clases de lunes a viernes desde las ocho de la mañana hasta las cuatro y media; hora en que casi siempre había alguna distracción en el parque que estaba frente a la escuela donde estudiaba cita en la Avenida de los Presidentes, o simplemente, G y 17. Distracción que no era más que una riña entre alumnos del mismo grado o de la misma aula; riñas que podían comenzar a la hora de la merienda o en el comedor durante el almuerzo como reacción a una broma de mal gusto o como respuesta ante una situación de abuso.
Los de mi generación crecimos con aquella máxima de que «a los hombres se respetan y quien te agreda rómpele la cabeza que ese nunca más volverá a molestar». Debo decir que la sentencia de nuestros mayores —mis mayores— tenía efecto terapéutico ante los abusadores y sus secuaces. No demostrar miedo inspiraba respeto.
Así que de lunes a viernes no era de extrañar que se llegara con el uniforme bien sucio y un moretón en la cara. Eso sí, el sábado era el día especial: se podía acompañar lo mismo a mamá que a papá a su trabajo.
Decir que los sábados se trabajaba media jornada sorprendería a más de uno. Es decir, la jornada laboral semanal era de cuarenta y cuatro horas, al que ya en los años sesenta en muchos países del mundo se había superado, en nuestro caso hubo que esperar a la mitad de los ochenta para que primero se decretaran dos sábados laborables y dos de descanso; lo que originó la definición de «sábado largo» y «sábado corto». El largo se trabajaba y el corto se descansaba. Lo curioso es que mucha gente perdía la cuenta de cuál sábado estaba viviendo.
Pero antes de que la duración del día sábado fuera modificada —en contra de las teorías creacionistas del momento— era parte de nuestras vidas «ir a trabajar con los padres» y vivir esa experiencia de la que nacerían algunas amistades.
Se imagina una fábrica o un edificio de oficinas una mañana de sábado llena de los hijos de los trabajadores; niños y niñas corriendo por todos los pasillos y metiendo la mano en donde menos usted puede imaginar, casi a punto de provocar un accidente. Sí, porque en los centros de trabajo había niños con caracteres y formas de crianza disímiles. Los había tímidos, discretos, llorones y jodedores, categoría en la que encajaba quien estas líneas escribe.
Cómo solucionar esa avalancha de chiquillos en los centros de trabajo y a su vez lograr que sus padres y madres se concentren en el trabajo en vez de torear a sus crías, la solución fue bien sencilla: organizando programas de excursiones a determinados lugares de la ciudad. Esa tarea la asumían los «activistas sindicales» que durante la semana se encargaban de buscar transporte si era necesario, definir la merienda que se prepararía y a qué lugar interesante se llevaría a la grey laboral.
Debo decir que en mi barrio había un centro de trabajo que asumía esa tarea con un ímpetu y voluntad poco usual, tanto que incluyó entre «los hijos» a una parte importante de la chamacada del barrio, sobre todo de las calles colindantes.
Todo comenzó cuando un señor llamado Luis Abrams y su segundo conocido solo por su apellido —Monte— decidieron acabar con nuestras bellacadas en las áreas que ocupaba la nave de transporte, que no era más que un parqueo del ICAP y sobre cuyo techo forrado en gravilla corríamos siempre que fuera posible.
La solución a ese conflicto fue salomónica: en vez de reprender o reprimir optaron por sumar. Ellos visitaron casa por casa y en vez de dar quejas —lo que evitó regaños y alguna que otra paliza ya anunciada— se limitaron a invitar a los «réprobos y sus cómplices» a las actividades de los sábados con salida a las nueve de la mañana desde la puerta del parqueo.
Cortaron por lo sano las bellaquerías y ganaron un equipo de admiradores. Así durante varios sábados, incluidos los de las vacaciones muchos de nosotros formamos parte de la legión de niños que lo mismo iban al Parque Lenin que a visitar algún museo o simplemente corrían libremente por la explanada del Morro y se perdían en el laberinto de aspilleras y fortificaciones de aquel lugar ante la mirada atenta de las cuidadoras.
Pero quienes nos apadrinaron fueron más lejos. Apostaron por enseñarnos diversos oficios. Así hubo sábados en que en vez de excursiones —a los del barrio— nos invitaban al taller de mecánica para que viéramos cómo se repara un carro; o nos daban clases de cómo conducir un auto; o trabajar en una imprenta, pero la mejor de esas apuestas era el aprender a tirar fotos y esa tarea la asumió el fotógrafo Edgardo Rodríguez.
Si Luis Abrams era el abuelo protector Edgardo era el hombre de carácter fuerte, pero con una amabilidad a toda prueba y no era para menos, el oficio de fotógrafo requiere rigor y no dejar que las emociones te dominen, solía decir en cada encuentro de los sábados.
En la aventura fotográfica nos apuntamos cerca de diez sin incluir a Alexis su sobrino. Terminadas las vacaciones solo quedábamos tres y solo uno de nosotros se convirtió en fotógrafo: Julito a quien Edgardo consideraba su hijo y heredero profesional, sin desdorar a su sobrino, por supuesto.
Las clases de fotografía en un comienzo no parecían divertidas, todos pensamos que era llegar y al momento empezar a hacer fotos. Para nada. Se hablaba de conceptos como la luz, la sombra, el foco, la profundidad y otros temas que muchas veces llegaron a resultar aburridos; y además había tareas; más tareas para qué si estamos en vacaciones.
Teníamos un tesoro en las manos y no sabíamos que hacer con él.
Las aventuras sabatinas fueron decayendo, bien fuera porque crecimos o porque simplemente la costumbre de acompañar a los padres el sábado al trabajo dejó de ser interesante y cautivadora. La llegada de la pubertad marcó nuevos intereses y en el camino de la vida muchos de aquellos amigos de juegos fueron sustituidos.
Solo nuestros padres fueron conservando el vínculo con los hijos de sus compañeros de trabajo —esa comunicación padre a padre— compartiendo noticias de los estudios, las nuevas travesuras y su camino al futuro.
Muchos de aquellos involucrados nos hemos vuelto a encontrar en el camino de la vida. Alguna vez solo hemos cruzado saludos, creo que pocas veces nos hemos detenido a recordar aquellas mañanas de sábado; pero sé que en el fondo son la razón de que el estrechón de manos o el abrazo sea sincero, vital. Es la puerta a un momento de la vida que nos marcó.
Mis hijos me han acompañado al trabajo una que otra vez y he sentido el mismo orgullo que mis padres ante sus compañeros de trabajo, o los padres de mis amigos, al presentarlos.
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