No recuerdo si antes me hablaron de él. Pero lo que sí puedo afirmar es que descubrirlo en la Universidad con las profesoras Ana Cairo, Mariana Serra y Denia García Ronda bastó para profesarle amor para toda la vida. Porque quien lee y estudia a Rubén Martínez Villena, no lo olvida jamás.
Alquízar lo vio nacer el 20 de diciembre de 1899. Antes de formarse como abogado en 1922, ya hacía mucho tiempo que escribía versos; a los 21 años, tenía una obra reconocida en la que se entremezclan el tema amoroso –“Declaración” (1918), “Celos eternos” (1918), “El rizo rebelde” (1919), filosófico –“Peñas arriba” (1917), los sonetos de “Sinfonía urbana” (1921)- y patriótico – “El rescate de Sanguily” (1919), “19 de mayo” (1919), “Máximo Gómez” (1920)”–. Padeció los desvaríos de toda índole heredados de los primeros veinte años de una República asfixiada y de los trastornos de posguerra en lo que Juan Marinello llamó “década crítica” (1923-1933), y percibió la necesidad de un salto cualitativo que el gobierno de Alfredo Zayas, ni el de Machado después, se harían responsables de proporcionar. Como otros jóvenes artistas e intelectuales, buscaba también dentro de sí el sentido de la vida, un rol definitorio aun indefinible del hombre y su poesía:
Hay una fuerza
concentrada, colérica, expectante
en el fondo sereno
de mi organismo; hay algo,
hay algo que reclama
una función oscura y formidable.
Es un anhelo
impreciso de árbol; un impulso
de ascender y ascender hasta que pueda
¡rendir montañas y amasar estrellas!
¡Crecer, crecer hasta lo inmensurable!
(“El Gigante”, 1923)
Por eso estuvo allí, donde debía. La Protesta de los Trece fue su bautizo como líder político, la primera acción cívica de los intelectuales contra la corrupción del gobierno; no había aun una definición política ni ideología precisa; pero el hecho heroico y la represión posterior marcaron pauta para el surgimiento de la Falange de Acción Cubana, y más tarde el Grupo Minorista, el Movimiento de Veteranos y Patriotas… bajo la inicial égida martiana “Juntarse: esa es la palabra de orden” se propuso repudiar cuanto impidiera la decencia, el civismo, la libertad de pensamiento y acción:
Hace falta una carga para matar bribones,
para acabar la obra de las revoluciones;
para vengar los muertos, que padecen ultraje,
para limpiar la costra tenaz del coloniaje;
para poder un día, con prestigio y razón,
extirpar el Apéndice de la Constitución;
para no hacer inútil, en humillante suerte,
el esfuerzo y el hambre y la herida y la muerte;
para que la República se mantenga de sí,
para cumplir el sueño de mármol de Martí;
para guardar la tierra, gloriosa de despojos,
para salvar el templo del Amor y la Fe,
para que nuestros hijos no mendiguen de hinojos
la patria que los padres nos ganaron de pie.
(“Mensaje lírico civil”, 1923)
Su vida política es un remolino en ascenso, una batalla contra el tiempo que puede trazarse también a través de su prosa política, editoriales, manifiestos, epistolario. En 1927 era ya militante del Partido Comunista, un año más tarde integró su Comité Central y tras la muerte de Julio Antonio Mella dirigió la organización. Fue asesor legal y líder de la Confederación Nacional Obrera de Cuba, de la cual llegó a ser también líder. Estuvo entre los fundadores de la Universidad Popular José Martí; organizó y dirigió la primera huelga política de la historia de Cuba en 1930, y la tuberculosis no fue límite para guiar la que derrocó a Gerardo Machado en 1933… por cierto, no será poesía, pero el epíteto que le fijó a Machado en defensa de Julio Antonio Mella ha quedado impregnado en la Historia de Cuba como una de las más invocadoras, fuertes y ejemplarizantes palabras revolucionarias y valientes: “es (…) un asno con garras”.
Como poeta, lo define esa línea cáustica, ese intento de innovación formal de “los nuevos” –Tallet, Villar Buceta…– que transita de un intimismo romántico a la conciencia de lo cotidiano y el desencaje del poeta en su medio que el modernismo expresa, y de este a la fuerza y expresividad del vanguardismo. Es, sin dudarlo, uno de los mejores de su época.
Cuanto vivió, lo expuso. Con esa misma fuerza, amó:
Puedes venir desnuda a mi fiesta de amor. Yo te vestiré de caricias.
Música, la de mis palabras; perfume, es de mis versos; corona, mis lágrimas sobre tu cabellera.
¿Qué mejor cinturón para tu talle, qué cinturón más tierno, más fuerte y más justo que el que te darán mis brazos?... Para tu seno ¿qué mejor ceñidor que mis manos amorosas? ¿Qué mejor pulsera para tus muñecas que la que formen mis dedos al tomarlas para llevar tus manos a mi boca?
Una sola mordedura, cálida y suave, a un lado de tu pecho, será un broche único para sujetar a tu cuerpo la clámide ceñida y maravillosa de mis dedos.
Puedes venir desnuda a mi fiesta de amor. Yo te vestiré de caricias.
(“Hexaedro Rosa”, 1921)
Y fue de su muerte el 16 de enero de 1934, sarcástico y crudo previsor:
Yo moriré prosaicamente, de cualquier cosa,
(¿el estómago, el hígado, la garganta, ¡el pulmón!?)
y como buen cadáver descenderé a la fosa
envuelto en un sudario santo de compasión.
Aunque la muerte es algo que diariamente pasa,
un muerto inspira siempre cierta curiosidad;
así, llena de extraños, abejeará la casa
y estudiará mi rostro toda la vecindad.
Luego será el velorio: desconocida gente,
ante mis familiares inertes de llorar,
con el recelo propio del que sabe que miente
recitará las frases del pésame vulgar.
Tal vez una beata, neblinosa de sueño,
mascullará el rosario mirándose los pies;
y acaso los más viejos me fruncirán el ceño
al calcular su turno más próximo después…
Brotará la hilarante virtud del disparate
o la ingeniosa anécdota llena de perversión,
y las apetecidas tazas de chocolate
serán sabrosas pausas en la conversación
Los amigos de ahora —para entonces dispersos—
reunidos junto al resto de lo que fue mi «yo»
constatarán la escena que prevén estos versos
y dirán en voz baja: —¡todo lo presintió!
Y ya en la madrugada, sobre la concurrencia
gravitará el concepto solemne del «jamás»;
vendrá luego el consuelo de seguir la existencia…
y vendrá la mañana… pero tú, ¡no vendrás!…
Allá donde vegete felizmente tu olvido,
—felicidad bien lejos de la que pudo ser—
bajo tres letras fúnebres mi nombre y mi apellido,
dentro de un marco negro, te harán palidecer.
Y te dirán: —¿Qué tienes?... Y tú dirás que nada;
mas te irás a la alcoba para disimular,
me llorarás a solas, con la cara en la almohada,
¡Y esa noche tu esposo no te podrá besar!
(“Canción del sainete póstumo”, 1933)
Literato y guerrero. Abogado y comunista. Enamorado y lúcido. Hombre de su tiempo, y del mío. A Rubén Martínez Villena le bastaron 34 años para alcanzar la inmortalidad.
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