No hubiese sido posible olvidar este acontecimiento. Rubén Darío a 100 años de su muerte. El poeta de la eterna primavera, de los cánticos de alas, clásico y renovador, el gran gestor de un cambio poético para el porvenir literario de Nuestra América.
Murió el 6 de febrero de 1916, a los 49 años de edad. Después de velorio y las procesiones, fue inhumado el cadáver, en la ciudad de León, en Nicaragua, su Patria, a la que dedicó estos versos:
Yo te ofrezco el acero en que forjé mi empeño
la caja de armonía que guarda mi tesoro
la peaña de diamantes del ídolo que adoro
y te ofrezco mi esfuerzo, y mi nombre y mi sueño.
En un interesante ensayo, Pedro Henríquez Ureña, comentó: “Durante el siglo XIX, la rápida nivelación, la semejanza de situaciones que la independencia trajo a Nuestra América, permitió la aparición de fuertes personalidades en cualquier país: si la Argentina producía a Sarmiento; el Ecuador, a Montalvo; si México daba a Gutiérrez Nájera; Nicaragua, a Rubén Darío”.
Darío marcó en América un paso indetenible. Yo lo sentí desde muy joven. Para mí Darío, era el poeta del canto de amor como un áureo torbellino. Nunca he olvidado estos versos, que repetía incansablemente:
Dentro la ronda de los mil delirios
Las canciones de notas cristalinas
Unas manos que tocan mis cabellos
Un aliento que toca mis mejillas
Un perfume de amor, mil conmociones
Mil ardientes caricias
Ella y yo, los dos juntos, los dos solos,
La amada y el amado ¡Oh Poesía!
Recuerdo, cuando mi madre me puso en las manos el libro Azul. Me aprendí de memoria muchos poemas. Aquellos versos de su libro, los había escrito Darío, a los 21 años.
Cuando ingresé a estudiar el bachillerato, tuve la fortuna de tener de profesor de literatura a Enrique Hernández Miyares, el hijo del poeta del mismo nombre, a quién Darío dedicó aquel Soneto que tituló Caupolicán y que comienza con estos versos:/Es algo formidable que vio la vieja raza/ robusto tronco de árbol al hombro de un campeón/…
Jamás olvido aquella tarde en que mi profesor, con su voz conmovida, me leía el Soneto. Le dije cuánto admiraba al poeta. En ese momento, supe que él había conocido al nicaragüense en una de las visitas a La Habana, en la redacción de La Habana Elegante, el Semanario dirigido por su padre. Fue la primera vez, que oí hablar de esa publicación, a la que después dediqué muchos años de estudio. Mi profesor, en aquel encuentro con Darío, era un niño y no olvidaba al poeta de Azul. Creo que todo esto influyó en mí y me impulsó a profundizar en la poesía dariana. Yo tenía quince años.
2016, en este febrero del amor y la amistad, sería imperdonable no acercarnos de nuevo, al poeta a sus 100 años de muerte.
En su Coloquio de lo Centauros, de su libro Prosas Profanas, su criterio sobre la muerte vale ofrecerlo a nuestros lectores:
¡La muerte! Yo la he visto, no es demacrada y mustia
no es corva guadaña, no tiene faz de angustia.
es semejante a Diana, casta y virgen como ella,
en su rostro, hay la gracia de la núbil doncella
y lleva una guirnalda de rosas siderales.
En su siniestra tiene verde palmas triunfales
y en su diestra, una copa de agua del olvido
a sus pies, como un perro, yace un amor dormido.
De Rubén Darío aprendí muchas cosas, que darían razones para múltiples trabajos. Solo ahora, me referiré a las que quizás me resultaron fundamentales.
Decía el poeta, que no “había escuelas, que hay poetas”. El que imita, pierde su tesoro personal. Me enseñó de niña a amar la creatividad. Aquello de que la poesía es mía y está en mí, es uno de los preceptos darianos, que no he abandonado nunca.
Cuando hablaba de la cuestión métrica y el ritmo en el verso decía el cantor: “Como cada palabra tiene un alma, hay en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es solo de la idea, muchas veces”
La primera ley, es crear, crear: “Bufe el conuco. Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho, encintas”.
Rubén Darío inició en Nuestra América, un movimiento de libertad poética. Fue la primera vez que un movimiento influía en España. Se sentía verdaderamente feliz, cuando expresaba el poeta: “Voy diciendo mi verso con mi modestia tan orgullosa que solamente las espigas comprenden y cultivo, entre otras flores, una rosa rosada, concreción del alba, capullo del porvenir entre el bullicio de la literatura”.
Tuvo sus imitadores y sus detractores; lo tildaban de afrancesado, de alcohólico y contradictorio.
Aquellos versos en su poemario “Cantos de Vida y Esperanzas”, bien lo definen:
Yo soy aquel no más decía
el verso azul y la canción profana
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz en la mañana.
El dueño fui de mi jardín de sueño
lleno de rosas y de cisnes vagos
el dueño de las tórtolas, el dueño
de góndolas y lirios en los lagos.
y muy siglo dieciocho y muy antiguo
y muy moderno; audaz, cosmopolita
con Hugo fuerte y con Verlaine antiguo
y una sed de ilusiones infinitas.
Escribió después intensamente, “El Canto Errante”, “Poemas del Otoño”, “Canto a la Argentina” y tantos poemas sueltos.
Guardo celosamente, la edición que hizo la Casa de las Américas, de las poesías de Darío, en 1967. Homenaje a los 100 años del nicaragüense. El prólogo de Mario Benedetti, a quien también recordamos por dedicar los cubanos, la próxima Feria del Libro, a la hermana República de Uruguay.
No puede terminar estas recordaciones, sin hablar de Los Raros, un libro que recoge 17 crónicas escritas por Darío en 1896. ¡Es un libro sorprendente! Una de la Crónicas la dedica a José Martí, a poco tiempo de la muerte de nuestro Héroe Nacional. Aún, no había sido Martí, reconocido universalmente y Darío lo consideraba, el maestro de su generación literaria.
Lo conoció en Nueva York. Nuestro Héroe Nacional lo llamó ¡Hijo!
Darío consideró siempre a Martí, como un hombre de corazón suave e inmenso, que aborreció el mal y el dolor, aquel que llamó, amable león de pecho columbino, seda y miel hasta con sus enemigos.
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