Réquiem por un hermano


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Entre los rasgos que distinguen a la personalidad del ser humano, nos pasa con bastante frecuencia que no decimos a tiempo cuánto apreciamos a alguien, todo lo que significa para los demás, tanto por sus condiciones como persona que por el legado como elemento de identidad que nos ha dejado en calidad de donación mucho antes del preciso momento de partir. Y ya he pasado por esta experiencia en unas cuantas ocasiones, pero la más reciente me sucedió con Bladimir Zamora. Por una cuestión de modestia, el hermano se hubiera sonrojado profundamente solo con la mitad de las cosas que voy a expresar acerca de él, pero seguro que todos estaremos de acuerdo.

No sé cuántas distinciones o medallas le han impuesto a Bladimir, supongo que unas cuantas, aunque en esta ocasión no quisiera hablar de las mismas. Lo más importante es lo que se deja a los demás como testimonio del tesoro por el cual tanto luchó para conservarlo, para protegerlo y para amarlo como él nos enseñó. Nunca tuve la oportunidad de decirle que mientras yo “roqueaba” desde mi sección de Entre Cuerdas en El Caimán Barbudo de los años 80, no dejaba de sentir una creciente admiración por lo que él escribía en dicha publicación, por el profundo respeto con que se refería a los cultores de la trova tradicional.

Pocos críticos como Bladimir tenían el don de hablar acerca de estos añejados trovadores con una pasión tal que no hacía falta convencernos de que se trataba de verdaderas glorias de la música cubana. Pocos intelectuales como Bladimir Zamora aplicaron el ejercicio del marketing con tanta eficacia, porque este era del tipo más puro: el que proviene de los latidos del corazón al hacernos sentir que tenemos que estar profundamente orgullosos de contar entre nuestros valores patrimoniales más preciados a un Sindo, a un Corona o a un Matamoros, solamente para no hacer esta lista interminable.

Pero, por si fuera poco, los integrantes de la Nueva Trova, también le deben mucho al empeño intransigente y confiado de este bardo que, al apropiarse de las voces todas, encontraba el pretexto ideal para olvidarse apasionado hasta de la vida misma por semejante causa, pero sin abandonarnos definitivamente. No había concierto o lanzamiento del último disco de cualquier consagrado o novísimo trovador que este no apareciera reseñado en las páginas de su Caimán, en cualquier peña, lo mismo que en los infinitos programas radiales o televisivos en los que se presentó. Con toda responsabilidad, la historia de la trova cubana, no hubiera sido igual sin la imprescindible presencia de un Bladimir Zamora.

Corren los días donde a menudo se avala el rango del arte a partir de la acumulación de bienes materiales por parte de intérpretes en una forma bastante ostentosa, como para dar la apariencia que mientras más tienes, más vales. Y aunque Silvio en su obra Canción de Navidad advierte que “tener no es signo de malvado y no tener tampoco es prueba de que acompañe la virtud”, sin embargo, individuos como Bladimir Zamora son de otro tipo de ricos. Son millonarios en los sentimientos enriquecedores que expresan, son millonarios en las elevadas virtudes que profesan. Estamos hablando de seres humanamente singulares que, si bien ellos se consideran a sí mismos como personas comunes y corrientes, han sido capaces de descubrir que el secreto para alcanzar una vida plena se encuentra en el placer de entregarnos a los demás, en la capacidad de traspasar a nuestros semejantes esos conocimientos extendidos que nos colman y no lamentablemente en luchar para tener cosas a toda costa. Y no es que no le interesara una vida mejor como pudiera desear cualquiera, pero no concebía el fundamento de la existencia de ese modo imperativo. Su deuda con lo más representativo y autóctono del arte cubano, le ocupaba demasiado espacio en el arca del pecho, universo al que le dedicó hasta el último aliento.

Se cuenta que a los pocos días de firmado el Pacto de Zanjón, el General Máximo Gómez, tiene un encuentro con el General español Martínez Campos quien pretende sobornar al glorioso combatiente. Martínez Campos ofrece dinero y destinos de importancia en la Isla al general insurrecto, y le dice: “Pida por esa boca, porque excepto la mitra del Arzobispo todo se lo puedo dar”. Pero Gómez rechaza cualquier ofrecimiento. El teniente general español observa lo deteriorado de su vestimenta y le dice amistosamente: “No es posible que vaya usted a su país con esa ropa miserable”. A lo que Gómez responde, escueto, pero tajante: “General, no cambio yo por dinero estos andrajos que constituyen mi riqueza y son mi orgullo; soy un caído, pero sé respetar el puesto que ocupé en esta Revolución”. (1)

Bladimir Zamora en su batallar por la cultura, tampoco se preocupó por el desaliñado ropaje con que nos honró. Se marchó con la misma vestimenta moral que siempre le conocimos. Descansa en paz, Hermano.

 

 

Nota:

(1) El ingenio del mambí. Tomo II. Ismael Sarmiento Ramírez. “El vestuario y el calzado del Ejercito Libertador de Cuba”. Página 46. Editorial Oriente, Santiago de Cuba. 2008.


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