Ramón, Armando y Rafael: y cómo se canta eso maestro.


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Corrían los años ochenta del pasado siglo cuando conocí personalmente al periodista Pedro García Abela. Fue una tarde muy animada en la sala de té de la Unión de Periodistas, hoy mustia. Por ese entonces devoraba todo lo que tuviera que ver con la música cubana, sobre todo, la popular, en lo fundamental la bailable o las otras manifestaciones que la definen. Eran los años en que forjaba mi amistad con Helio Orovio, Leonardo Acosta, Jesús Blanco y me acercaba cada vez que podía al Seminario de Música Popular que dirigía el gran Odilio Urfé y que radicaba en la iglesia de Paula.

A Pedro García Abela le había visto algunas veces en el Seminario hurgando en sus archivos y hablando plácidamente con Odilio. Era un hombre delgado con una barba medio encanecida y un bigote profusamente manchado por la nicotina pues fumaba un cigarro tras otro.

El día en cuestión no había sitio disponible por lo que  Helio sugirió que nos sentáramos en su mesa, algo a lo que accedimos gustosos.

Era muy común que en aquel lugar se hablara de las novedades que publicaba cada una de las revistas que por ese entonces circulaban, y esa tarde tocó el turno a la revista Cuba Internacional que editaba en ese entonces Prensa Latina, y Pedro era uno de sus redactores en el complejo mundo de la cultura; su especialidad eran la música clásica y la ópera.

Debo confesar que en mi infancia mi gusto por la música clásica no pasaba de haber bailado El vuelo del moscardón, la Quinta sinfonía de Beethoven y la música del Lago de los cisnes. Las dos primeras las aprendí en la versión de las orquestas de Ray Conniff y de Paul Mauriat que bailábamos en las fiestas del sábado por la noche; mientras que El lago lo escuchaba todas las tardes mi vecino Manolo el loco, que era en ese entonces el encargado del edificio.

Y era curioso, pues en la esquina de mi casa vivía la cantante María Remolá y su hijo Ariel era compañero de fechorías infantiles; no olvido que una vez vimos en su casa a un señor llamado Armando Pico del que tengo un vago recuerdo; un recuerdo que asocio a un tema musical llamado Concierto para una voz que un buen día dejé de escuchar y con el tiempo supe que había sido escrito como un concierto para trompeta,  que era el tema más radiado de esa cantante lírica.

Pedro, tenía entre sus manos un ejemplar de la revista Cuba Internacional en que había publicado un trabajo en el que reseñaba la labor de varios cantantes miembros de la ópera cubana en ese entonces.

García Abela – así firmaba sus trabajos— era conocido por no ser muy amante de las loas y  lisonjas cuando se trataba de enjuiciar una puesta en escena o las bondades de algún cantante sin importar si eran amigos o conocidos. Era un hombre justo, de una amplia cultura y un conocedor como pocos del mundo de la ópera y nunca alardeaba de ello.

Fue en ese número de la revista que supe de la existencia de Rafael Aquino y de Adolfo Casas. Abela hacía una disección de sus voces y sus cualidades escénicas con un dominio del tema poco convencional. Les comparaba con sus contemporáneos en el mundo y sugería posibles repertorios que podían adaptarse a sus voces.

Era un buen momento para el mundo de los grandes cantantes de ópera a nivel internacional y me atrevo a afirmar que pocos en Cuba conocían a Plácido Domingo, Pavarotti o a José Carreras como él, que además tenía algunos de sus discos.  No olvido que el trabajo llamaba la atención sobre el hecho de que solo Armando Pico y Ramón Calzadilla era los más conocidos y a los que se les había grabado alguna vez;  que era necesario registrar  estos cantantes para el futuro.

Y como todas las tertulias de la UPEC terminaban en el Hurón Azul aquella charla no fue una excepción. Helio, siempre paciente, pidió más datos a García Abela para completar las fichas de algunos de ellos, pues no había sido justo en su primera versión del diccionario; yo aprendía sobre un mundo que poco a poco comenzó a fascinarme. Cuando nos despedimos mi trofeo de esa tarde fue quedarme con uno de los ejemplares de la revista que Pedro llevaba para su casa.

Sin embargo; el asunto de aquellos cantantes no quedó en solo una reseña. Meses después Pedro organizó un ciclo de presentaciones de cantantes líricos en la Sala Villena de la UNEAC a pedido del Dr. José Loyola su vicepresidente en esa época. El ciclo debía ser de canciones cubanas fundamentalmente.

Fue una de esas tardes que escuché por primera vez a Rafael Aquino y a Adolfo Casas. El primero cantó la Tarde de Sindo Garay y Longina de Manuel Corona; mientras que Casas interpretó Tardes Tristes del mismo Sindo y Una rosa de Francia de Rodrigo Prats. Después hubo duetos y se presentó a una joven promesa llamada Jesús Lee, que era de origen chino.

Lo mejor vino después. Eran los tiempos en que las puertas y la barra del Hurón cerraban a las nueve de la noche, por lo que se podía disfrutar de una larga parrafada y unos tragos de ron sin susto. Y yo estaba ahí.

El Dr. Loyola y Pedro habían preparado un “agasajo” en una de las mesas del Hurón que para ese momento tenía un piano de media cola (casi siempre afinado) en una de sus esquinas y fue allí donde de verdad se dio el concierto real el otro “acompañamiento” corrió a cargo del “experto” Paticruzado y el maestro de ceremonia –Pedro García Abela tocaba el piano con fluidez—también se atrevió a mostrar sus dotes vocales y se atrevió a dar “un do de pecho” que Rafael Aquino dijo que era un “do cruzado”. Y entre un trago y otro Pedro les acribillaba a preguntas, algunas incómodas otras no tanto. Fue entonces que Rafael habló de su hijo Ulises que estaba siguiendo sus pasos y Adolfo Casas habló de algunos proyectos y de sus años en Alemania donde se formó profesionalmente.

Fue esa la primera y única vez que conversé con Rafael Aquino. Con Adolfo Casas me reencontré a comienzos de los años dos mil gracias a mi amistad con la cantante Milagros de los Ángeles; que terminó en el apadrinamiento de mi hijo mayor que en ese entonces solo tenía un año de vida; pero lo más notorio de ese momento fue cuando conocí personalmente a Ulises Aquino, el hijo de Rafael que “estaba siguiendo sus pasos”.

Han pasado casi cuarenta años de aquella tarde. Abela publicó meses después un gran reportaje de aquel acontecimiento; que me atrevo a afirmar  fue la única y gran vitrina del canto lírico cubano abarrotada de público; y mi hijo aprendió a aplaudir escuchando cantar a Ulises Aquino Tardes grises en el teatro García Lorca.

Hace unas horas supe de la muerte de Rafael Aquino, era el último de una estirpe de cantantes de ópera cubanos que llenaban los teatros cuando se anunciaban temporadas de ópera o zarzuelas. Pedro García Abela murió a mediados de los años noventa y con él terminó el ciclo de periodistas capaces de hacer una reseña justa sobre el mundo de la ópera en Cuba sin ser epatante. Para ese entonces la revista Cuba Internacional había dejado de publicarse.

Del ejemplar de la revista Cuba Internacional que me acercó a ese mundo solo conservo las páginas de su trabajo que deben estar en una carpeta de recortes de prensa, junto a las fotos que el viejo Muñoa, el fotógrafo oficial de García Abela, tiró aquella tarde y quién sabe si en los archivos de Prensa Latina se conservan.

De no ser así queda algo en mi memoria.


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