Que yo no quiero discutir de pelota


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Que yo no quiero discutir de pelota

Confieso que el paso de los años ha acentuado mi desdén por algunas cosas que antes me apasionaban. Aunque me sigue gustando el mar he dejado el hábito de nadar que hube de desarrollar desde la infancia y que se acentuó con el placer de bañarme en el malecón.

Ahora, como todo buen padre de familia que ha logrado que sus hijos sepan nadar, y después de haber dejado en el pasado, la constante preocupación por tenerles cerca mientras están en el agua; mi gran placer cuando toda la familia va a la playa es dejar que el agua y las olas jueguen con mi cuerpo. Entre las cosas que he dejado en un segundo plano (tal vez más lejos) está el pasar horas jugando al voleibol con ellos o con los amigos que nos acompañan.

Francamente estoy en un estado de negación con el deporte, al menos desde el punto de vista físico; pues siempre que me es posible revisito aquellos años en que fui practicante de judo o que me aventuré a ser un experto en otras artes marciales.

Pero lo que no supero es mi devoción por jugar a la pelota en algunas de esas variantes que conocí: al taco, a las cuatro esquinas, a los pitenes o al duro. Y tuve la suerte de que mi abuelo paterno viviera justo a un costado del estadio Rafael Conte y que en más de una oportunidad los fauls terminaran en su jardín. Así que nunca carecí de pelotas “de poli”, y por consiguiente de guantes o mascotas para jugar la primera base o ser el quécher del equipo como última posibilidad.

En esos años de infancia y adolescencia era todo un fanático de la pelota; y como todo habanero que se respete mi devoción era totalmente por los Industriales. No era para menos. Cerca de mi casa vivía Arturo Linares que era su primera base; y como compañero de aulas tenía a Frank “el jabao” cuya hermana era la esposa de Pedro Medina el quécher de ese equipo; y al hijo de Andrés “Papo” Liaño quien organizaba visitas al estadio cuando jugaba Industriales.

No olvido mi primera visita el estadio Latinoamericano sin la supervisión de mi padre o el de algunos de mis amigos. Fuimos toda una comitiva del barrio pues queríamos ver lanzar a Santiago “Changa” Mederos o a José Antonio Huelga; que eran nuestros lanzadores preferidos. Y aunque llegamos a las once de la mañana; los juegos comenzaban los domingos a las dos de la tarde, ya no quedaba espacio sobre el banco de tercera; así que tuvimos que ubicarnos en la segunda sección de graderías, cerca de lo que llamaban “el gallinero”; y nos tocó justamente cerca de un personaje que ya era una leyenda en los juegos del latino: Armandito el Tintorero y su “comisión de embullo”.

Haber ido al Latino ese día tenía sus ventajas. Los domingos, por norma general el canal seis de la televisión transmitía el doblo juego, pero en el dos exhibían regularmente películas japonesas de samuráis que mi madre veía con la misma pasión que las novelas de las ocho de la noche, sobre todo si el actor principal era Tochiro Mifune su ídolo japonés. Eran tiempos en que los televisores eran escasos o un lujo en los hogares –son los años setenta—y las casas se convertían en lugares de socialización; y la mía no era una excepción cuando se trataba de ver la pelota.

Jugaba Industriales contra Santiago y ese día lanzaron Changa Mederos y un negrito espigado llamado Baudilio Vinent que comenzaba su meteórica carrera. El primer juego lo decidió Armando Capiro con un largo jonrón por el jardín izquierdo. A la hora de comenzar el segundo, eran casi las seis de la tarde, el hambre me obligó a regresar a mi casa.

Con el paso de los años regresé muchas veces al Latinoamericano. De esos regresos recuerdo aquellas olimpiadas estudiantiles que llamaban “inter preuniversitarios”. Fue en un juego de los equipos de Plaza de la Revolución y Playa que escuché por primera vez el nombre del muchacho que por Playa jugaba los jardines, y que había trastocado las hormonas de todas las muchachas de los dos bandos. Se llamaba Javier Méndez y se portaba con una timidez espantosa, diría que evitaba las miradas de todos; estaba concentrado en hacer su papel; pero era todo un ídolo de la pelota estudiantil de ese entonces.

Javier, primero con una línea por encima de tercera y después un jonrón, le “jodió” el juego al equipo de Plaza que estaba invicto y que contaba con “estrellas” que había escogido y entrenado personalmente Papo Liaño.

Él era el ídolo de Santa Fe y del pre Villena. El tipo que había trastocado las hormonas de muchas de mis compañeras de escuela,  que le vitoreaban mientras nosotros sufríamos la derrota. Y todavía alguien afirmaba que “las mujeres no saben de pelota”. Ese día descubrí la magnitud del error que difundíamos a toda voz.

Sin embargo; mi pasión por ir al Latino llegó a su clímax cuando apareció Omar “el Niño” Linares. En un abrir y cerra de ojos renuncié a mi vocación industrialista, quemé mis naves deportivas y comencé a seguir su carrera, a tratar de descifrar su modo de batear y a disfrutar sus récords. Junto con “el Niño” descubrí a Luis Giraldo Casanova y su grandeza, sobre todo cuando arrastraba el bate en el camino del banco al jon y sin prestar importancia al pitcher hacía de las suyas.

Una de las pocas veces que he conversado con Pedro Medina, fue una tarde en el Pabellón Cuba, me confesó que Casanova siempre lo impresionaba y que parte de su estrategia era evitar que le repitieran un lanzamiento seguido: “si el pitcher se equivocaba era jonrón al seguro”.

Fueron pasando los años y otros peloteros ganaron mi favor y atención; sobre todo cuando regresé a ser industrialista al cien por cien, pero dejé de ir al Latino por muchas razones; hasta que un día mi hijo mayor me pidió que lo llevara a ver un juego de pelota.

Entonces regresé al pasado, solo que esta vez éramos él y yo sentados cerca de la estatua de Armandito el Tintorero, una estatua a la que el paso del tiempo le estaba pasando factura y exhibía su moho como trofeo; y al otro lado el compositor Ricardo Díaz y su hijo Jorge, que habían ido a animar a un sobrino suyo que debutaba con Industriales.

No voy a negar que pasé de enseñar las reglas del juego a mi hijo a conversar sobre música con Ricardo y  Jorge. Y entre un inning y otro Ricardo me recordó una de sus rumbas famosas que Pupy Pedroso estaba versionando; esa que dice “…mamá no quiere que yo vaya a la pelota…”

Industriales ganó el juego y el pariente de Ricardo Díaz salió como emergente y se ganó un ponche memorable en su primera vez al bate. Con el paso del tiempo mi hijo se concentró en el fútbol que le es más afín generacional, y sobre el que gravita su mundo deportivo cotidiano.

Pobre de él. Se perdió jugar a las cuatro esquinas o al taco; un juego que considera ridículo que le puede causar daño si el pomo plástico lleno de piedras chiquitas se rompe; además la pelota no tiene portería.

Ahora, cada domingo en la tarde a la hora de transmitir el fútbol me acuerdo de mi madre y me propongo ver una película en el canal seis; con la única diferencia que en vez de protestar, mi hijo se aferra mucho más a su teléfono móvil y disfruta el juego y para evitar el regaño que pueda venir repite la frase que ha escuchado muchas veces:

“…perdona, pero yo no voy a discutir de pelota…”

 


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