Publicado el 20 de noviembre del 2016
Foto: El País
En su esencia, y hasta en detalles, los textos de José Martí sobre los Estados Unidos parecen de hoy. Escrutó esa nación con la inteligencia y la honradez que lo caracterizaron, y no incurrió en el deslumbramiento que han empañado no pocas miradas. En el que sus Obras completas se da como primero de sus cuadernos de apuntes —ubicado en 1871, cuando contaba dieciocho años—, la impugnó por consideraciones emocionales y de idiosincrasia, y asimismo en lo económico y social: “Las leyes americanas han dado al Norte alto grado de prosperidad, y lo han elevado también al más alto grado de corrupción. Lo han metalificado para hacerlo próspero. ¡Maldita sea la prosperidad a tanta costa!”. Más que alabar el bienestar material, a lo largo de su vida valoraría la bondad y la cultura.
En “México y los Estados Unidos”, artículo publicado en el periódico mexicano Revista Universal el 27 de abril de 1876 y rescatado para el segundo tomo de la primera edición crítica —en realización por el Centro de Estudios Martianos— de sus Obras completas, escribirá: “La cuestión de México como la cuestión de Cuba, dependen en gran parte en los Estados Unidos de la imponente y tenaz voluntad de un número no pequeño ni despreciable de afortunados agiotistas, que son los dueños naturales de un país en que todo se sacrifica al logro de una riqueza material”. Semejante generalización habla por sí sola.
El 26 de octubre de 1881 apareció en La Opinión Nacional, de Caracas, una crónica en que repudió a los partidos hegemónicos de los Estados Unidos, con ejemplos de su entorno neoyorquino, pero representativos del país: “En uno y otro partido se habían creado corporaciones tenaces y absorbentes, encaminadas, antes que al triunfo de los ideales políticos, al logro y goce de los empleos públicos. Nueva York es un Estado dudoso, en el que a las veces triunfan los republicanos, y a las veces los demócratas”.
Abundó entonces en los mecanismos de esas corporaciones: cada una “obedece a un jefe; y del nombre de ‘boss’ que se da a estos caudillos, hasta hoy omnipotentes e irresponsables, viene el nombre de ‘bossismo’, que pudiera traducirse por el nuestro de cacicazgo, aunque las organizaciones que lo producen, y las esferas de su actividad, le dan carácter y acepción propios. El boss no consulta, ordena; el boss se irrita, riñe, concede, niega, expulsa; el boss ofrece empleos, adquiere concesiones a cambio de ellos, dispone de los votos y los dirige: tiene en su mano el éxito de la campaña para la elección del Presidente”.
Su clara visión sobre los Estados Unidos no tardó en acarrearle contradicciones con el diario caraqueño, que lo llevaron a interrumpir su trabajo para esa publicación, y pronto las tuvo también con La Nación, de Buenos Aires. Su director, Bartolomé Mitre Vedia, en carta del 26 de septiembre de 1882 le informó que su primer despacho para ese rotativo había sido censurado “en lo relativo a ciertos puntos y detalles de la organización política y social y la marcha de ese país”. El empresario temía que, de publicarse el texto como lo escribió el autor, pudiera pensarse que el periódico “abría una campaña de denunciation contra los Estados Unidos como cuerpo político, como entidad social”. Nada menos.
El cariz de lo podado se infiere por lo que el corresponsal, quien tanto prestigio dio al rotativo bonaerense, logrará que circule en sus páginas. En crónica publicada el 18 de marzo de 1883 se refiere a “los republicanos de ‘media raza’, como les apodan; los buenos burgueses, que no desdeñan bastante a la prensa vocinglera, a las capas humildes, a la masa deslumbrable, arrastrable y pagadora”, y los contrapone a la facción dominante en dicho partido: “Los otros, los imperialistas, los “mejores”,—y sus apodos son esos,—los augures del gorro frigio, que, como los que llevaron en otro tiempo corona de laurel y túnica blanca, se ríen a la callada de la fe que en público profesan; los que creen que el sufragio popular, y el pueblo que sufraga, no son corcel de raza buena, que echa abajo de un bote del dorso al jinete imprudente que le oprime, sino gran mula mansa y bellaca que no está bien sino cuando muy cargada y gorda y que deja que el arriero cabalgue a más sobre la carga”.
Tampoco los políticos llamados “de ‘media raza’” se guiaban por la ética: “tenían el oído puesto al pueblo, que es viento arrollador, del que importa saber dónde va y viene. Y los ‘mejores’ eran, y aún son, los caballeros de la espalda vuelta: por donde les tomó el pueblo colérico, que alzó esta vez el látigo, y les dejó la espalda verde y negra”. Unos y otros coincidían en intereses y conducta, como el partido demócrata, envuelto con el republicano en una pugna que dio al traste con quienes podían estimarse democráticos.
En la misma crónica expresa: “¿A qué decir que el partido democrático sacudió a todo brazo cien fustas de fuego sobre los bandos rivales, y los alzaba desnudos en diaria y empinadísima picota, y les hincaba el diente en la más honda entraña? Pero ¿qué es hoy el partido democrático? En la política práctica, es acaso el partido triunfador; en la política de principios, que no son a veces, y muy comúnmente, más que armaduras que se toman o se dejan, según sean de efecto bueno, o de uso inútil en la batalla popular, el partido democrático es, en todo momento, todo lo contrario de lo que sea el partido republicano. Por donde los republicanos yerran, por ahí se están entrando los demócratas; del catálogo de vicios de los republicanos, que son,—excepto la tendencia ultraunificadora de estos,—los mismos que dieron en tierra, veinte años ha, con el partido democrático, hacen los demócratas ahora acta de acusación formidable”.
El 26 de octubre de 1884 circuló en La Nación una crónica martiana que va al fondo de los hechos, en términos que hoy sería acertado recordarle al imperio. Este, en su táctica hacia a Cuba, tras más de medio siglo de un bloqueo férreo, y fracasado en sus fines mayores, para influir en ella cifra esperanzas en los propietarios privados, a quienes ensalza como únicos emprendedores. En la crónica se lee: “El monopolio está sentado, como un gigante implacable, a la puerta de todos los pobres. Todo aquello en que se puede emprender está en manos de corporaciones invencibles, formadas por la asociación de capitales desocupados a cuyo influjo y resistencia no puede esperar sobreponerse el humilde industrial que empeña la batalla con su energía inútil y unos cuantos millares de pesos”.
Al describir una representación gráfica del monopolio blandida en una manifestación por trabajadores, apunta a la dinámica política y social determinada por la concentración de las riquezas en pocas manos: “Este país industrial tiene un tirano industrial. Este problema, apuntado aquí de pasada, es uno de aquellos graves y sombríos que acaso en paz no puedan decidirse, y ha de ser decidido aquí donde se plantea, antes tal vez de que termine el siglo”.
La solución requería un propósito aún hoy no logrado: el equilibrio del mundo frente a la expansión imperialista de los Estados Unidos, país que en lo externo saquea y oprime, y en lo interno edulcora la opresión con el botín del saqueo, y arma reyertas presentadas como expresión de la democracia: “Es recia, y nauseabunda, una campaña presidencial en los Estados Unidos […] Los políticos de oficio, puestos a echar los sucesos por donde más les aprovechen, no buscan para candidato a la Presidencia aquel hombre ilustre cuya virtud sea de premiar, o de cuyos talentos pueda haber bien el país, sino el que por su maña o fortuna o condiciones especiales pueda, aunque esté maculado, asegurar más votos al partido, y más influjo en la administración a los que contribuyen a nombrarlo y sacarle victorioso”.
Lo denuncia en crónica publicada el 9 de mayo de 1885 en La Nación, y en la cual añade: “Una vez nombrados en las Convenciones los candidatos, el cieno sube hasta los arzones de las sillas. Las barbas blancas de los diarios olvidan el pudor de la vejez. Se vuelcan cubas de lodo sobre las cabezas. Se miente y exagera a sabiendas. Se dan tajos en el vientre y por la espalda. Se creen legítimas todas las infamias. Todo golpe es bueno, con tal que aturda al enemigo. El que inventa una villanía eficaz, se pavonea orgulloso. Se juzgan dispensados, aun los hombres eminentes, de los deberes más triviales del honor”.
Eventualmente podían surgir esperanzas de saneamiento, pero la realidad era funesta en ambos partidos, y Martí lo expresó en el diario bonaerense el 26 de enero de 1887: “El partido republicano, desacreditado con justicia por su abuso del Gobierno, su intolerancia arrogante, su sistema de contribuciones excesivas, su mal reparto del sobrante del tesoro y de las tierras públicas, su falsificación sistemática del voto, su complicidad con las empresas poderosas, su desdén de los intereses de la mayoría, hubiera quedado sin duda por mucho tiempo fuera de capacidad para restablecerse en el poder, si el partido demócrata que le sucede no hubiera demostrado su confusión en los asuntos de resolución urgente, su imprevisión e indiferencia en las cuestiones esenciales que inquietan a la nación, y su afán predominante de apoderarse, a semejanza de los republicanos, de los empleos públicos”.
La crónica martiana difundida en aquel periódico el 17 de mayo de 1888 pudiera leerse como una respuesta más —en su momento le dio la que no da este artículo espacio bastante para glosar cumplidamente— al Mitre que lo censuró en 1882: “Se ve ahora de cerca lo que La Nación ha visto, desde hace años, que la república popular se va trocando en una república de clases”.
Entonces añadió juicios de este carácter: “no bastan las instituciones pomposas, los sistemas refinados, las estadísticas deslumbrantes, las leyes benévolas, las escuelas vastas, la parafernalia exterior, para contrastar el empuje de una nación que pasa con desdén por junto a ellas, arrebatada por un concepto premioso y egoísta de la vida. Se ve que ese defecto público que en México empieza a llamarse ‘dinerismo’, el afán desmedido por las riquezas materiales, el desprecio de quien no las posee, el culto indigno a los que la logran, sea a costa de la honra, sea con el crimen, ¡brutaliza y corrompe a las repúblicas!”.
El 22 de noviembre de 1889 apareció en el rotativo argentino el despacho en que se lee: “Los votos, como que estos Estados nacen en hombros de corporaciones poderosas, estaban de compra y venta, según los intereses de las corporaciones rivales, y el influjo de las que tienen por la garganta a los votantes, con lo que les han adelantado sobre sus empresas y tierras”. En semejante cuadro, lo que gana su simpatía, y él considera “real en el voto”, es un propósito que, por contraste, habla de malas raíces: “el empeño de la mujer en que se levante el Estado sobre el hogar, y no sobre la taberna”.
Ese es el país ante el cual hay quienes se deslumbran, y no faltará quien crea que hasta se le debe tener como un mérito el haber incluido en su nombre el de todo el continente, como si esa táctica no encarnase, en el idioma, la geofagia planetaria que sigue caracterizando a sus fuerzas dominantes. Tal es el país que Martí conoció en sus entrañas y denunció sin descanso. Otros lo verían y aún hoy lo verán con la pupila encandilada por un esplendor fomentado a base de saquear a otros pueblos, y de proponerse —utilicemos palabras ya citadas— manejar al suyo propio como a una mula mansa y bellaca.
Martí se veía obligado a permanecer en los Estados Unidos mientras preparaba la contienda para la liberación de su patria, lo que no podía hacer en ella debido a la vigilancia española. Pero sabía que la guerra debía ser ordenada, rápida y eficaz, de modo que los imperialistas no hallaran en ella pretexto alguno para intervenir y —así le escribió el 14 de diciembre de 1889 a su colaborador Gonzalo de Quesada Aróstegui— “con el crédito de mediador y de garantizador, quedarse” con Cuba, como ocurrió, ya muerto él, en 1898.
De su angustia por permanecer en los Estados Unidos —aunque fuese para desplegar cuanto desde allí hizo como revolucionario—, le habló a su amigo mexicano Manuel Mercado en carta del 22 de abril de 1886: “Todo me ata a New York, por lo menos durante algunos años de mi vida: todo me ata a esta copa de veneno:—Vd. no lo sabe bien, porque no ha batallado aquí como yo he batallado; pero la verdad es que todos los días, al llegar la tarde, me siento como comido en lo interior de un tósigo que me echa a andar, me pone el alma en vuelcos, y me invita a salir de mí. Todo yo estallo”. Hoy estallaría ante el burdo espectáculo electorero en curso, y, sobre todo, ante la permanente voracidad internacional que ya en su tiempo él condenó y quiso frenar con la independencia de Cuba y de Puerto Rico, necesaria además para asegurar la segunda independencia de nuestra América.
Ya en Cuba, en plena guerra de liberación, en la víspera de su caída en combate le confesará al mismo amigo mexicano que todo cuanto había hecho, y haría, era para impedir que se consumaran los planes de los Estados Unidos de apoderarse de las Antillas y de toda nuestra América, en el afán que los guiaba de dominar el mundo.
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