En los cálidos ambientes que aún se refugian en las casonas coloniales del Cerro, la Víbora o La Habana Vieja, donde duermen silenciosos medio puntos, mamparas y en las que el hierro en su continuo y rígido enroscase se añeja en rejas, en la luz que atraviesa, teñida de colores el vitral, en flores, frutas, también patrimonio de esta Isla, vive Amelia Peláez.
La pintora y ceramista que inmortalizó en su obra lo cotidiano cubano hubiera cumplido 125 años, este 5 de enero. Artista, cuya búsqueda de los elementos que especificaban nuestra nacionalidad, alcanzó niveles de excepción. Porque ella encontró, por el camino, formas indiscutiblemente cubanas, composiciones que encierran muchos de los rasgos más marcados de nuestra tradición, que constituyen hoy un punto de referencia inevitable al revisar la historia del arte cubano. La misma que solía decir: “Uno siempre está buscando, ¿sabe?, aunque no encuentre”.
Sobrina del insigne poeta Julián del Casal, Amelia Peláez nació en 1896, en Yagüajay (antigua provincia de Las Villas), en el momento en que la rebeldía mambisa configuraba la fractura de los valores coloniales, sustituyéndolos por una “cultura de la metamorfosis”. El gusto por el ornamento y lo floral, toca de cerca su infancia e integra el mundo de sus vivencias. La “academia” en pintura y escultura, apegada a la aristocracia y las esferas oficiales, retardataria de lo básico con un culpable y falso barniz hecho imagen casi fotográfica, comienza a recibir sus golpetazos. Es en ese instante que la joven Amelia ingresa en la escuela San Alejandro, de la que egresaría hacia 1924. Precisamente en ese año inaugura su primera exposición, conjuntamente con su compañera de clases Maria Pepa Lamarque. Las obras mostradas, en su gran mayoría, exhiben la influencia del Impresionismo, introducido en Cuba por Leopoldo Romañach, su maestro.
La década de los años 30
Cuando en la tercera década de los años 30 del pasado siglo XX llegan a nuestro país los ecos de la revolución pictórica contemporánea, Amelia Peláez ve en los nuevos derroteros artísticos un cauce más ancho para su voluntad de creación y quema sus naves académicas. Viaja a los Estados Unidos, recorre distintos países de Europa, y fija su residencia en París. En 1934, al regreso, trae a Cuba, asimilada, hecha ya sustancia propia, la gran lección de la pintura europea de todos los tiempos. Braque, Picasso y Matisse contribuyen con diversos ángulos de su obra a la definición de la de nuestra pintora.
De esta etapa, Amelia lleva dentro de sí recuerdos imborrables y una carpeta de apuntes de los días mallorquinos, en España. Viaje de descanso en el que no permaneció ociosa. Pues, en aquellas suaves mañanas de sol, le brotaron del pincel y los creyones, barcas, sitios y aspectos de la cotidianeidad donde llaman la atención el tratamiento de las naturalezas muertas del paisaje y el ánimo colorista. Pero hubo algo misterioso, más interno en esa estancia que quedó en lo profundo de su ser, relacionado con el desarrollo posterior de su obra. Cuando pisó Mallorca ya había pasado por la Academia Grande Chaumiere (París), y aunque en los desnudos realizados en la capital gala y los paisajes de Mallorca “persisten ciertos hábitos académicos: la propia insistencia en el dibujo como la disciplina fundamental, según recomendaba Romañach, y la dependencia hacia el modelo natural... hay una actitud totalmente nueva en ambas series, sobre todo la de paisajes, más extensa y orientada hacia el modernismo...”, según expresó en el catálogo, el especialista Ramón Vázquez, y curador de la muestra Amelia Peláez: la huella de Mallorca donde aparecieron alrededor de 65 piezas (dibujos, acuarelas y pinturas), derivadas de su experiencia en esa isla hacia 1929. Como a veces el mar nos acerca sorpresas desde esas tierras españolas, desembarcó a finales del pasado siglo, ese tesoro de la cultura nuestra en el Centro Cultural de España (Malecón 17, Centro Habana), después de exhibirse, tras una esmerada restauración, en Palma de Mallorca, en noviembre de 1998.
Por el recorrido de aquella interesante exposición, el espectador pudo reconocer trabajos diferentes. En primer lugar, unos dibujos (bocetos) realizados frente el paisaje, en su gran mayoría; unos apuntes parecidos al natural pero reelaborados en su estudio parisino, y también un conjunto de dibujos fechados entre 1929-35 que recogió en un álbum. Estos últimos constituían piezas seriadas, poco conocidas, en las que retomaba antiguas imágenes, captadas en sus miradas y las transformaba en puras abstracciones. Eran marinas, paisajes rurales, citadinos..., en los que emergían contrastes de luces y sombras, texturas diversas y líneas de muy disímiles grosores. Esas serían constantes-claves de su obra posterior: práctica de la serialidad, y esa especie de oscilación entre trabajos muy bien construidos estructuralmente y aquellos donde hay un énfasis en los motivos decorativos, entre otras, algo que siempre la acompañó en su viaje pictórico. Se mostraron, además, las acuarelas Paisaje con barca en rosa y azul, Paisaje con barcas en verde y amarillo y Paisaje con huerto en verde y amarillo, vistas en pocas ocasiones, así como el óleo Las barcas. Todas llegan de un importante momento de la artista cuando maduraba y experimentaba la línea abstracta de su estilo personal, cubano y universal. Cada obra nos remitió a un contexto originario acopladas todas por su magia cautivante.
Definición de signos muy propios
En 1935 obtiene el Premio del Salón Nacional y en 1938 rechaza otro por considerarlo injusto. Ya en esta etapa, en Amelia Peláez viene dándose la conjugación formal/cromática de dos direcciones precisas: la del espacio plástico como sostén y la del ornamento como surtidos de imágenes.
Los años 40 llegan con mucha fuerza a sus costas creativas. Posiblemente sea la obra Fruta, uno de sus más logrados trabajos; ventanales, rejas, volutas de un mueble, jarrones, vitrales…, van definiendo los signos propios, la personalidad de la pintora. Desde 1943 hasta el triunfo revolucionario, su pintura mantiene el apego al ornamento, a la recreación cubista y al color brillante, aunque en ocasiones retorna, como en La pianista (un gouache de 1944), a un medio de grises sobriedades. La figura humana, sinuosa en los contornos, cortante otras veces, participa como un elemento más, junto a pescados, frutas, plantas, ensamblajes arquitectónicos un tanto esquematizados. Con la pieza Las hermanas –realizada hacia 1947-, aparece en su quehacer una línea ondulante que se encarga de definir la estructura, asesorada de dibujos más bien pequeños y superficies rayadas. Ya en este tiempo la creadora participa en la Bienal de México, y deja sus huellas en diversos murales realizados en edificios públicos de La Habana, junto con creadores de la talla de Víctor Manuel, Agustín Cárdenas y René Portocarrero. Al mismo tiempo comienza a incursionar en la cerámica, que en ella nunca alcanzó el carácter de simple utensilio, sino de pintura sobre el barro.
Atrapar la luz de Cuba
Indagar en la tipología humana, reconquistar el alma insular e incursionar en una mística negra descubierta por Fernando Ortiz, son peculiaridades de su trabajo en los años 50, época en que monta un taller, con una concepción dirigida a la simplificación. Mientras que en su obra predominan las estructuras, los elementos geométricos disfrazados de signos decorativos, que cristaliza en un estilo personal, cubano y universal.
Una tarea cotidiana en la década siguiente (60) es conjugar en sus formas artísticas, rectas y curvas, retomar y recomponer elementos, casi siempre los mismos, para alcanzar irrepetibles variaciones, donde el vigor del color traduce ya la alegría de los nuevos rumbos nacionales, el canto esperanzado a la vida.Ya el color logra aquí un papel preponderante, estructural en sus composiciones, cuidadosamente diseñadas, en la que el trazo negro sostendrá la estructura y será más delimitadora de tonos. Toda la violencia de la luz del sol nuestro trasciende, con fisonomía de arte, en los cuadros mostrados en la importante exposición Oleos y temperas de Amelia Peláez, en Galería Habana (1964), en la que permea un sano y consciente rejuego de ingredientes, cada uno de los cuales nos remite a un contexto originario, casi prófugo en la obra… acoplados por una magia cautivante. Porque fue fiel a su conocida frase: “siempre he tratado de captar la luz de Cuba, y en el trópico, lo cubano”.
Con una extrema fuerza interior, y enferma sigue pintando, dibuja sin cesar, participa en muestras colectivas en diversos países, y deja sus estilo en el mural colectivo que dio inicio al salón de Mayo (1967). Amelia Paláez dejó de existir el 8 de abril de 1968.
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