Hace unos años, alguien nacido en Cuba pretendió convertir a José Martí en aire, y no en el necesario para la vida, sino en el que simboliza inutilidad y desarraigo: “ser aire, estar o vivir en él”. Entre la irritación y la sabiduría, una gran estudiosa del héroe comentó: “Ningún español lo ha insultado tanto”. Pero en la guerra de Martí —la llamó así Máximo Gómez—, “cerrados a ambos por igual el porvenir legítimo y su entidad humana”, se ligaron “el cubano y el español, por el bien de la tierra común y la rebelión del decoro, contra el sistema incurable e insolente del gobierno” que asfixiaba a unos y a otros, sentenció Martí. Ambas nacionalidades estuvieron representadas en las filas cubanas, y en las colonialistas: atascadas estas en el integrismo o en sueños de autonomía, cuando no de anexión a los Estados Unidos. Tras el combate de Dos Ríos un sirviente, nacido en Cuba, del ejército español quiso medrar atribuyéndose la muerte del guía revolucionario.
El afán, condenado al fracaso, de pintar a Martí como un iluso enajenado, recordaba una anécdota, contada por uno de los protagonistas: también cubano, era autonomista al ocurrir los hechos que relató. Entendiendo que en Cuba no había “atmósfera de revolución”, quiso convencer a Martí para que abandonara el proyecto insurreccional, pero el independentista le respondió: “Usted ve la atmósfera, yo veo el subsuelo”. Ya en marcha la Revolución Cubana, el intento de mostrar a Martí, dentro de Cuba, como un espectro inerme, era una arremetida contra el fundamento histórico y moral de la brega revolucionaria, pero el agresor evadía los riesgos que podrían venirle de lanzarse explícitamente contra ella.
A raíz de la publicación del aludido artículo antimartiano, me encontré con Ambrosio Fornet, quien, con algo como perplejidad, me expresó su disgusto hacia ese texto: “¿Cómo es posible ofender de esa manera a Martí?”. Cabían igualmente otras preguntas, pero esa iba al centro del asunto, y le dije a Fornet, en esencia, lo que he intentado resumir en las líneas precedentes. Entonces él, en un relámpago, recordó: “Lo de Bernard Shaw cuando llegó a Londres. Irlandés, preguntó qué era lo más sagrado para un británico, y, como le respondieron que era Shakespeare, escribió un ensayo contra él”.
Animado con su rechazo del sojuzgamiento de Irlanda por Inglaterra, el ingenioso escritor actuó contra un núcleo del orgullo inglés. Pero, a diferencia de lo que Shakespeare significa para aquella vieja potencia, y más allá, Martí para Cuba desborda las fronteras de la literatura, en la que también se plantó su grandeza. Sigue encarnando un ejemplo moral afincado en la médula del sentimiento de dignidad de su patria, sin agotarse en ella.
El intento de menguarle altura ha tenido voces en alguna izquierda lastrada —dígase con palabras de Martí— por “lecturas extranjerizas, confusas e incompletas”, harto insuficientes para valorar con acierto a quien se afincó en su tiempo y en sus circunstancias sin asfixiarse en esos lindes. Pero los despropósitos cometidos desde la izquierda pudieran considerarse piezas arqueológicas, y hasta ser parte de la prehistoria de algún autor, como Juan Marinello, cuyos desfoques juveniles sobre Martí se ha puesto a veces de moda citar como descubrimientos, a despecho de la obra fundamental con que él los dejó atrás.
Es justo reconocer que, cualquiera que sea la cifra, los mayores y más rabiosos denuedos contra Martí han venido de la derecha en servicio a fuerzas y designios del imperio o cómplices suyos. Una cosa y otra acaban siendo lo mismo, medie o no medie pago contante y sonante de tal servicio. Y no es fortuito que sus protagonistas no puedan ocultar la conciencia de minoría en que se hallan; pero, aunque quisieran disimularla, tendrían contra ellos una producción interpretativa apreciable por altura y honradez, no solo por cantidad, y en primer lugar los desmentiría la obra martiana.
Allá por 1987, en “De vuelta y vuelta” —artículo reproducido en mi libro Ensayos sencillos con José Martí (2012)—, traté el caso de un académico puesto a condenar lo que él consideraba, o considera, uso tendencioso del legado martiano en la Revolución que lo ha reconocido como su autor intelectual. Al final de la andanada, el scholar reconoció que el máximo responsable de tal uso era el propio Martí.
Eso implica reconocer, aunque a regañadientes, que entre el pensamiento martiano y el proyecto revolucionario hay una continuidad cimentada en puntos de tanta médula como la identificación con los pobres y el propósito de impedir que los ricos se sentaran sobre ellos, el afán de que Cuba se librara tanto del colonialismo español como del imperialismo estadounidense, y la búsqueda —en “un pueblo nuevo y de sincera democracia” como el que se debía fundar, según las Bases del Partido Revolucionario Cubano— de una república moral, libre de males y costras que venían de la colonia.
Ahora puede haber quienes se pronuncien groseramente, con saña y sectarismo, contra Martí. Por poco que en realidad sepan de él, saben que no les pertenece: los condena. De ellos nada cabe esperar que se acerque a la honrada capacidad de ponderación con que el revolucionario fue capaz, por ejemplo, de adelantar juicios históricamente cardinales sobre Juan Clemente Zenea, o de también admirar, y situar en la familia latinoamericana de la que él mismo se sabía parte, a otro compatriota como Julián del Casal, en cuya angustia vio lo que había de rechazo contra la realidad impuesta a su tierra. No será sensato discutir con quienes, lejos de vivir bajo la sospecha de estar equivocados, actúan de mala fe, y, como diría Martí en un discurso de Tampa que citaremos, ¡mienten!
Solo así se puede tratar de presentar a Martí como un hipócrita, como un taimado enemigo de los obreros, como un servidor de la burguesía, poco menos que como un agente de las fuerzas políticas y sociales contra las que luchó. No nos pongamos a puntear un inventario de muestras de semejante falsificación, que se derrumba sola, si es que en algún momento logra ponerse en pie. Sus promotores son demasiado embusteros para citarlos junto a la memoria de Martí, aunque ello se hiciera para confirmar la índole falaz que los carcome.
En medio de una polémica que, si para algo sirvió, fue para ratificar su limpieza moral y su lucidez, su altura, Martí pudo decir: “Si mi vida me defiende, nada puedo alegar que me ampare más que ella. Y si mi vida me acusa, nada podré decir que la abone. Defiéndame mi vida”. Su vida lo defiende, y lo defenderá. A sus calumniadores, si estuvieran dispuestos a oír, podría recordárseles la contestación que dio a Enrique Trujillo cuando este lo acusó de murmurar de él. No vaciló en encimársele y responderle que no murmuraba de nadie y, que esperaría a ver si podía levantarlo hasta su estimación para luego darle una bofetada.
Otros textos pudieran dar espacio para refutar punto por punto a los calumniadores, aunque ni eso merezcan. Pero no va por ahí el presente artículo, y hay un hecho que el autor tiene en cuenta: aceptemos que, si les faltan tino y honradez para guardar silencio, aunque se sepan fracasados de antemano quizás sientan necesidad de esmerarse en el intento de negar las razones de Martí para acusar sin ambages a quienes, en su tiempo, tenían actitudes en las cuales hoy pudieran ellos verse retratados.
No por gusto los aterra la capacidad de sacrificio de Martí, convencido de que el pueblo cubano debía hacer ingentes esfuerzos para alcanzar su independencia y su soberanía y erigir una república digna. Libres de empobrecimientos ocasionales —como alfilerazos homofóbicos que se hayan podido sentir en su uso— valdría recordar las palabras con que él cerró su artículo “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la Revolución, y el deber de Cuba en América”, aparecido el 17 de abril de 1894 en Patria, vocero de la campaña de pensamiento que urgía fomentar en pos de la guerra necesaria.
Ella, por muy breve y generosa que resultara, sería cruenta. Además de enfrentar al ejército español, implicaba desafiar al emergente poderío estadounidense. Martí enalteció la voluntad de sacrificio requerida para lograr “la independencia de Cuba y Puerto Rico”, la cual no sería solo “el medio único de asegurar el bienestar decoroso del hombre libre en el trabajo justo a los habitantes de ambas islas, sino el suceso histórico indispensable para salvar la independencia amenazada de las Antillas libres, la independencia amenazada de la América libre, y la dignidad de la república norteamericana”, que se deshonraría —y sigue deshonrándose— al crecer como potencia conquistadora. Frente esas metas, al final del artículo demandó: “¡Los flojos, respeten: los grandes, adelante! Esto es tarea de grandes”.
Tal convocatoria no merece diluentes que la empequeñezcan. Forma parte de la convicción que Martí plasmó en distintas páginas, entre ellas su aludido discurso del 26 de noviembre de 1891, en Tampa, conocido como Con todos, y para el bien de todos. Lo pronunció en pasos decisivos hacia la fundación del Partido Revolucionario Cubano, que estaba llamado a organizar los preparativos de la guerra, y previó: “Por supuesto que se nos echarán atrás los petimetres de la política, que olvidan cómo es necesario contar con lo que no se puede suprimir,—y que se pondrá a refunfuñar el patriotismo de polvos de arroz, so pretexto de que los pueblos, en el sudor de la creación, no dan siempre olor de clavellina”.
Al igual que en el prólogo a Versos libres previó reacciones que suscitaría su personalísima poética —“Todo lo que han de decir, ya lo sé, y me lo tengo contestado”—, en el discurso lo hizo con respecto al plan político que él promovía: “¿Y qué le hemos de hacer? ¡Sin los gusanos que fabrican la tierra no podrían hacerse palacios suntuosos! En la verdad hay que entrar con la camisa al codo, como entra en la res el carnicero. Todo lo verdadero es santo, aunque no huela a clavellina”. Tras abundar en esa realidad, reclamó: “¡Paso a los que no tienen miedo a la luz: caridad para los que tiemblan de sus rayos!”.
Sin eludir la violencia verbal —como no evadiría la del combate armado—, refutó a quienes se autoexcluían del todos con que era necesario y digno buscar, para todos, el bien. Entre ellos estarían los propulsores del miedo al español y al negro, y a las vicisitudes propias de la guerra, y en general aquellos a quienes llamó lindoros, olimpos de pisapel y alzacolas, de la misma ralea de los petimetres que rechazó en el artículo de Patria y había impugnado en “Nuestra América”, ensayo aparecido en enero de 1891.
La imagen de sietemesinos podrá no gustarnos —propia de la época, se le siente alguna herencia lexical, discriminatoria, del positivismo, que Martí rechazó medularmente—, pero viene al tema este pasaje del ensayo: “Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol”. Ese juicio da base a un llamamiento, de naturaleza ética también, contra el cual se ha proyectado alguno de sus detractores: “Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre”.
Cruda y honradamente se guiaba por la razón justiciera. No defendía la inaceptable práctica del destierro forzoso, que, aplicado desde el poder por los opresores, él sufrió en carne propia: reprobaba, sí, la mala herencia de la colonia: “Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre, y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España”. Acerca de quienes se sentían desterrados en su propia tierra, y no la merecían, sostuvo otras imágenes cuya elucidación desborda los límites de este artículo, pero Cintio Vitier la resumió en su edición crítica (1991: la aquí citada) del ensayo. Dijo Martí: “Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, bribones, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades!”.
Ni respeto ni solemnidad se espere de quienes piensan y se expresan burdamente; pero aceptemos que no se sientan complacidos por Martí quienes se identifican con actitudes que él repudió en términos impetuosos. Es cierto asimismo que no se le debe citar ni mecánica ni abusivamente, y menos tergiversarlo; pero en la medida en que necesitamos su palabra y su pensamiento, resulta por lo menos curiosa la actitud de algunos que, en el fondo, parece que quisieran vernos olvidar una y otro. Se explica que lo rechacen quienes tomen la historia como un relato o, peor aún, como retahíla de simulacros; y quienes, en proyección de sí, con trasnochada pose de enfant terrible, vean un tizón donde arde y arderá —habrá por ello a quienes irrite y queme— una antorcha viva y vivificante.
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