Un día como hoy del año 1916, fallecía en León, Nicaragua, Rubén Darío, bien llamado por sus contemporáneos «Príncipe de las letras castellanas»; tenía solo 46 años, pero dejó al porvenir una inmensa, diversa y robusta obra literaria.
Había sido inscrito al nacer el 18 de enero de 1867, en la urbe nicaragüense de Metapa, hoy Ciudad Darío, con el nombre de Félix Rubén García Sarmiento, pero su familia paterna era conocida como «los Daríos», por eso escogió tal apellido para construir el seudónimo con el que se conoce internacionalmente.
Es considerado un héroe nacional nicaragüense, algo que nunca debió imaginar el niño precoz, que ya leía a los tres años, y que muy temprano comienza a escribir versos; se conserva la elegía «Una lágrima», que se publicó en el diario El Termómetro, de la ciudad de Rivas, el 26 de julio de 1880, cuando Darío solo tenía 13 años, y muy poco después comenzó a colaborar, con una revista literaria de León, y se hizo famoso como «poeta niño». Era poseedor de una portentosa memoria, y de gran creatividad; con catorce años proyectó publicar su primer libro, Poesías y artículos en prosa, que no vio la luz hasta que se cumplieron 50 años de su fallecimiento.
En su juventud, colaboró en diversas publicaciones en Managua y en Chile, país al que llegó el 24 de junio de 1886; al año siguiente logró publicar allí su primer volumen: Abrojos, y en julio de 1888 ve la luz Azul, el que fuera reconocido pilar fundamental de la recién iniciada revolución literaria modernista hispanoamericana, y que llamó la atención de la crítica, pues supuso una auténtica revolución en la métrica castellana; reúne poemas y textos en prosa que ya habían aparecido en la prensa de la nación austral, entre diciembre de 1886 y junio de 1888.
Como ha ocurrido repetidamente en la historia de la humanidad, Azul, no fue un éxito al momento de su publicación, pero sí muy valorado por el acreditado novelista y crítico literario español Juan Valera, quien publicó en el diario madrileño El Imparcial, en octubre de 1888, dos cartas dirigidas a Rubén Darío, en las cuales, lo consideraba prosista y poeta de talento con lo cual apoyó la fama futura del poeta.
Precisamente esta notoriedad le ayudó a obtener trabajo como periodista en el diario porteño, La Nación, en la época, el de mayor difusión de toda Hispanoamérica.
Viaja y trabaja luego en El Salvador, Guatemala, donde publica en1890 la segunda edición de Azul, sustancialmente ampliado, y llevando como prólogo las dos cartas de Juan Valera desde entonces, es habitual que las cartas de Valera aparezcan en todas las ediciones de este libro de Rubén Darío.
El gobierno nicaragüense lo nombró en 1892 miembro de la delegación de ese país que viajaría a Madrid con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América. En el tránsito hacia España hizo escala en La Habana, donde conoció al poeta Julián del Casal, y a otros artistas.
A comienzos de 1893 contrae matrimonio con Rosario Murillo, y lo nombran cónsul honorífico de Colombia en Buenos Aires, en el viaje hacia esta ciudad pasa brevemente por Nueva York, ciudad en la que conoce a José Martí, y luego viaja a París, donde tuvo un decepcionante encuentro con Paul Verlaine, el poeta francés que más influyó en su obra.
El 13 de agosto de 1893 llegó a Buenos Aires; allí colaboró con varios periódicos, además de con La Nación, y publicó en 1896 dos libros cruciales en su obra: Los raros, una colección de artículos sobre los escritores que más le interesaban, y Prosas profanas y otros poemas, el título que supuso la consagración definitiva del Modernismo literario en español.
El 22 de diciembre de 1898, Darío llega a Barcelona, con el compromiso de enviar cuatro crónicas mensuales a La Nación acerca del estado en que se encontraba España tras su derrota frente a Estados Unidos en la Guerra Cubano-hispano-norteamericana, crónicas recopiladas en el volumen España Contemporánea. Crónicas y retratos literarios, publicado en 1901.
En Madrid, el bardo despertó la admiración de un grupo de jóvenes poetas defensores del Modernismo, movimiento que no era aceptado por los autores consagrados, entre los jóvenes modernistas estaban Juan Ramón Jiménez, Ramón María del Valle-Inclán y Jacinto Benavente, entre otros, los cuales llegaron a ser notables exponentes de las letras hispanoamericanas.
En 1899, Rubén Darío, conoció a Francisca Sánchez del Pozo, una hermosa y noble campesina analfabeta, que se convertiría en su compañera hasta los últimos días del escritor.
Él la llevó a París, le enseñó a leer y a escribir, y le dedicó poemas; ella le dio tres hijos, de los cuales solo uno le sobreviviría, Rubén Darío Sánchez; Paca fue el gran amor de su vida.
En 1901, residiendo en París, publicó allí la segunda edición de Prosas profanas, y cuatro años más tarde, y en Madrid, el tercero de los libros capitales de su obra poética: Cantos de vida y esperanza, editado por Juan Ramón Jiménez. Este poemario anuncia una línea más intimista y reflexiva dentro de su producción, sin renunciar a los temas que se han convertido en señas de identidad del Modernismo, y al mismo tiempo, aparece en su obra la poesía cívica.
Entre 1910 y 1913 visita varios países de América Latina y en estos años redacta su autobiografía, que aparece publicada en la revista Caras y caretas, con el título La vida de Rubén Darío escrita por él mismo, y la obra Historia de mis libros, esencial para el conocimiento de su evolución literaria.
En 1913, viajó a Mallorca y se alojó en la cartuja de Valldemosa, en la que tres cuartos de siglo atrás habían residido Federico Chopin y George Sand; en dicha isla comenzó a escribir la novela El oro de Mallorca, que es, en realidad, una autobiografía novelada.
En 1914 se instala en Barcelona, donde publica su última obra poética de importancia, «Canto a la Argentina y otros poemas».
Su salud, dañada por el alcoholismo, estaba muy quebrantada, y había sufrido agudas crisis, físicas y mentales, con la fija obsesión de la muerte.
Para Darío, la poesía era, ante todo, música, por lo que concedía enorme importancia al ritmo; fue uno de los grandes renovadores del lenguaje poético en las letras hispánicas; manejaba el idioma con elegancia y cuidado, rejuveneciéndolo con vocablos brillantes, en un juego de ensayos métricos y de combinaciones fonéticas; mediante la sinestesia, logró asociar sensaciones propias de distintos sentidos: especialmente la vista, con la referencia a la pintura, y el oído con la música.
A él se deben muchos hallazgos estilísticos emblemáticos del movimiento, como, por ejemplo, la adaptación a la métrica española del verso alejandrino francés.
Hay en su lírica un gran interés por el color, y lo musical está presente, aparte de, en el ritmo, en numerosas imágenes, y entre ellas el que fue su símbolo más reiterado: el cisne, presencia obsesiva en su obra.
Darío es el poeta modernista que ha tenido una mayor y más duradera influencia en la poesía del siglo XX en el ámbito hispánico y el que mayor éxito alcanzó, tanto en vida como después de su muerte. Llegó a ser un poeta extremadamente popular, cuyas obras se memorizaban en las escuelas de todos los países hispanohablantes y eran imitadas por cientos de jóvenes poetas, sin embargo, y lamentablemente, ha sido poco traducido a otras lenguas.
Tuvo detractores y adoradores, pero fue admirado por dos grandes de la literatura en lengua española: Federico García Lorca y Pablo Neruda.
Muy enfermo, llegó a León, la ciudad de su infancia, el 7 de enero de 1916 y falleció menos de un mes después, el 6 de febrero. Las honras fúnebres duraron varios días, y fue sepultado en la Catedral de León el 13 de febrero del mismo año, al pie de la estatua de San Pablo.
Años más tarde, Francisca, se casó con José Villacastín, un hombre culto, que gastó toda su fortuna en localizar y reunir la obra de Darío que se encontraba dispersa por todo el mundo y publicarla.
El archivo de Rubén Darío, «Príncipe de las letras castellanas», fue donado por su Princesa Paca al gobierno de España en 1956, y ahora se atesora en la Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid.
Deje un comentario