Para llegar a Cortázar (I parte)


para-llegar-a-cortazar-i-parte
Para llegar a Cortázar (I parte)

Gabriel García Márquez comentó de Julio Cortázar que era “el ser humano más impresionante que he tenido la suerte de conocer”, y describió al argentino como “el hombre más alto que se podía imaginar con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados como los de un novillo y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón”. Ermengarda Palumbo hacía notar que “Julio era tan diáfano y tan tierno como un hombre diáfano y como un hombre tierno”, pues “cuando alguien habla de ternura habla de niños, habla de mujer, habla de madre con niño, o habla de hombre con mujer en la relación amorosa, pero el hombre puede ser tierno con sus semejantes en general”. Claribel Alegría insistía en que “a pesar de su fama, jamás perdió su sencillez. Era un hombre que rebosaba ternura y que siempre estaba atento a la voz de los jóvenes”, mientras Fina García Marruz se detenía en su “inveterada juvenilia informal” y lo describía: “alto corpachón […] ojos desmesurados […] largo rostro barbado”, pero confesaba que no podía llamarlo “Julio”, sino “Cortázar”. Osvaldo Soriano recordaría que “deploraba la solemnidad y el realismo […] no lograba ser ceremonioso ni siquiera con los revolucionarios”. Muchos se habían detenido en los ojos y en su acento: el chileno Volodia Teitelboim argumentaba que “era un individuo de grandes ojos metafísicos. Hablaba castellano con una erre francesa inconfundible”; otros, como el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, se habían fijado en sus brazos: “largos brazos de boxeador frustrado”; el paraguayo Augusto Roa Bastos lo pintaba como un hombre “alto, desgarbado, un hombro ligeramente más caído que el otro [y con] dedos larguísimos”; al nicaragüense por adopción Julio Valle-Castillo, le llamaba la atención que se tratara de “un hombre muy alto, tan alto que parecía gigante […] un gigante bueno, barbón que no se comía a los muchachitos y cuidaba de las hadas y del jardín […] un gigante perdido en el país de las maravillas”; Cintio Vitier había advertido su “gesto oral y vozarrón honrado”; Reynaldo González lo evocaba con justeza como “un hombre gigantoma y tierno en busca del amor […] parisino de largas caminatas pero latinoamericano de profundas pasiones […] un abanderado de la descolonización de las conciencias”. (1)  

En más de una ocasión Cortázar fue cuestionado por no vivir en Argentina; todavía aún más, cuando adoptó la nacionalidad francesa, en 1981, como protesta ante las desapariciones y la violación de los derechos humanos por parte de las juntas militares argentinas. Pero sus primeros desencuentros con los militares se remontan a 1946, en el gobierno de Juan Domingo Perón, cuando renunció a su cargo en una universidad y decidió marcharse de su país, primero con una beca, y después, definitivamente. Como se sabe, había nacido en Bruselas pero vivió casi toda su vida en París, como traductor de la UNESCO, aunque se sentía un argentino, es decir, un latinoamericano, en Francia. César Fernández Moreno lo llamó “argentino irreductible”, a pesar de su voluntad cosmopolita y sus constantes viajes de un lugar u otro, siempre regresaba a su residencia francesa; este aparente desarraigo no le impidió sentirse un latinoamericano de esencias y simpatizar de manera sincera y pública hasta su muerte con las revoluciones de Cuba y Nicaragua. Mario Benedetti argumentaba con mucha razón que si hubiera cedido a las presiones y se hubiera sumado al coro de detractores de estas dos revoluciones que conocía de cerca y siempre defendió, hubiera podido aspirar a una nómina de premios internacionales de primer rango. No obstante, cuando encontraba algo que no le gustaba, lo decía, y tal vez por ese desacostumbrado modo de apoyar, resultó incómodo para una parte de la izquierda latinoamericana a la que le molestaba la crítica, y también fue minimizado por una buena parte de la derecha, que nunca le perdonó su fidelidad a las causas revolucionarias. Sin embargo, su licencia de libertad personal fue muy bien recibida por algunos revolucionarios, incluso de Argentina, como Paco Urondo, quien se sintió acompañado por Cortázar en una acción combativa en que se jugó la vida. Al morir Cortázar, Juan Gelman, otro revolucionario consecuente y uno de los poetas más importantes de América Latina, escribió: “el escritor julio cortázar se va de la patria hace treinta años, se instala en parís, escribe sin barullo, crea, crea, y nosotros, que vinimos después y no te conocimos antes, que tomamos las armas porque buscábamos la palabra justa, sabemos que nunca traicionaste esa palabra, ni el olor a aserrín de los cafés de buenos aires, ni el retenido viento de lo que por ahí se apalabra y palabrea, nunca nos traicionaste. […] también entendí mejor el mundo leyéndote…”. (2)

Entre las cualidades que distinguieron la personalidad artística de Cortázar estuvieron la natural facultad de opinar y obrar según su ética personal, su negativa a la incondicionalidad ante líderes y partidos, y al mismo tiempo, su compromiso con las causas políticas que entendía, acompañaba y defendía, pero también criticaba, discutía y polemizaba ?tratándose de poner en el lugar del otro?, especialmente en cuanto a la instrumentación práctica de políticas trazadas por seres humanos que acertaban y se equivocaban igual que él. Se caracterizó por una conducta diáfana en su relación con personas y procesos políticos: los defendía o los criticaba con toda su valentía, para dejar constancia de sus apoyos y rechazos, de manera privada o pública ?según aconsejaran las circunstancias?, con opiniones y acciones. Consideraba legítimos el aplauso o la crítica porque no medraba con ellos, y los avalaba la pasión de su compromiso ético; se trataba de juicios francos y diáfanos, desprovistos de odio, resentimiento o prejuicio hacia nadie, ni adulación, lisonja o alabanza gratuita, eran análisis sobre temas prácticos y criterios en torno a la proyección cultural de la lucha revolucionaria, que no pocas veces se entrecruzaban inevitablemente con la ideología, intersecciones entre política y literatura que le interesaban como intelectual y escritor. Una de las herramientas preferidas en sus críticas era la ironía porteña, que en su caso se transformaba en “autoironía”, pues sostenía el contrapunto hasta con él mismo, como combustible para la perfectibilidad, y sabía que cuando se desconocía o cesaba esta polifonía, comenzaba a morir cualquier proceso o proyecto. Siempre tuvo presente que la revolución no la hacían abejas u hormigas, sino seres humanos con formación cultural e historias singulares, sin los dones de Dios, por mucho liderazgo con que contaran sus jefes; estaba convencido de que la conciencia política debía ser movilizada con el acompañamiento de la estética para las mejores causas. Confiaba en que, si se era sincero, era normal la defensa de posiciones encontradas, y a veces sectarias, bajo patrones dogmáticos o erráticos, y además sabía que se podía comenzar a ser contrarrevolucionario cuando predominaban intereses personales o privados por encima de los compromisos colectivos y públicos, tal y como estaba sucediendo en el bloque socialista, aunque muchos no lo quisieran ver. Porque en Europa se habían vivido esas desviaciones y las conocía, estaba convencido de que el elemento integrador de la cultura era decisivo para la auténtica formación de ideas libertarias y emancipatorias de profundo humanismo, más allá de lo declarado por la política. Meses antes de morir, en 1983, visitó a su madre en Buenos Aires, cuando tomaba posesión Raúl Alfonsín, el presidente que retornó la democracia al país; allí declaró que lo más urgente era resolver la cuestión de los derechos humanos, pues de lo contrario, la democracia estaría condenada al fracaso; quizás por eso apenas fue atendido por el nuevo gobierno, que no tenía tales reivindicaciones entre sus prioridades.

El escritor argentino rechazaba asimismo una subordinación aristotélica a los “géneros legales” y refutaba la sujeción tradicional al realismo. Como había expresado Adoum en el poema “Desencuentros con Julio”, “le había quitado todas las cáscaras a la realidad hasta encontrar en ella las semillas de lo imaginario”; lo poético de la narración o lo narrativo de la poesía constituían apenas un punto de vista relativo; lo real o lo fantástico ?expresión que no le molestaba a pesar de que en aquella época el vocablo no gozaba del “prestigio” que tuvo después del Boom? se imbricaban en una fusión que no valía la pena delimitar; poesía y relato, incluso periodismo y ensayo, fantasía y realidad, se confundían en su escritura, porque las leyes de la vida no los dividían; su arte literario consistía en insistir en los recursos excepcionales y no aceptar la falsa separación de forma y contenido, otra dicotomía marcada por la civilización occidental, que condicionó la naturaleza interna de la literatura hasta límites excluyentes. Uno de los primeros grandes ejemplos de esta poética impresionó a Jorge Luis Borges, quien en 1946 le publicó su primer relato, “Casa tomada” ?leída por algunos críticos como una parábola del peronismo invasivo?, luego incluido en su primera gran obra: Bestiario, de 1951. Se sentía con derechos y licencias para romper con la tradición de los géneros y con el realismo ortodoxo, mientras académicos estructurados catalogaban este cuerpo literario bajo la etiqueta de “realismo mágico”. Mezclaba temas en sus obras con un dominio y perspectiva de la realidad diferente a como la tradición los había abordado: historias personales confundidas con las colectivas, dispares y contradictorias, complementarias o suplementarias; fragmentos relampagueantes y leyendas de jazzistas, boxeadores, pianistas, actrices, fotógrafos o pensadores, desde Jack el Destripador hasta Dylan Thomas… “El perseguidor”, cuento basado en la vida de Charlie Parker y recogido en Las armas secretas, 1959, desarrolla la tragedia de un personaje mágico, pero a la vez real. Historias de cronopios y famas, de 1962, inauguraba breves narraciones indefinidas entre el relato imaginativo y el ensayo especulativo, que además, giraban entre el humor y la fantasía. A Rayuela, publicada en 1963, se le llamó “contranovela de lectura variable”, por la sencilla razón de no narrar en sentido lineal y sugerir al menos dos posibilidades en el orden de lectura de los epígrafes, que funcionaban como capítulos ?y posiblemente en la nueva realidad virtual, como hipertextos, aspecto desconcertante para quienes no podían intuir la digitalización que vendría después. La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round (1969) fueron textos-misceláneas en que se mezclaron poemas, narraciones, periodismo… Otros libros han sido “raros” para cualquier clasificación de la modernidad. En Todos los fuegos el fuego, de1966, se incluía una extraordinaria parábola de la sociedad moderna en su fase terminal: “Autopista del sur”; Queremos tanto a Glenda,de1981, es un verdadero pastiche o collage en que figura un extraño homenaje a la actriz Glenda Garson.  

Pero, más que las disquisiciones formales, le importaba el ser humano; a una pregunta de un periodista interesado por el futuro de la novela, respondió: “No me preocupa tanto el futuro de la novela como el futuro del hombre”. (3) Tampoco resultaba extraño que en América Latina los lectores sensibles a la justicia social, disfrutaran lecturas alejadas de la recepción prevista por los estudiosos de los géneros y sus funciones. Fernando Butazzoni encontró en una trinchera sandinista, a pocos metros de la frontera con Honduras y en la primera línea de combate, un gastado ejemplar de Rayuela, y un soldado le aseguró que se leía en voz alta mientras todos escuchaban; Butazzoni, sorprendido, le preguntó por qué estaba el libro en la zanja y no en los dormitorios, y el soldado le respondió que era como si “el tipo que escribió esa novela estuviera con nosotros en la trinchera”. (4) La recepción de Rayuela estuvo en sintonía con los intereses de soldados de la revolución sandinista, la cultura viva se reforzaba en la sensibilidad de aquellos hombres, juntándose las armas de combate con la belleza y la imaginación, lejos de los estudios de recepción de algunos críticos literarios, o de metodólogos o “ideólogos” que habían concebido a los manuales de filosofía marxista leninista como la literatura ideal para el adoctrinamiento de la guerrilla: estos combatientes preferían las peripecias de la Maga a ciertas aburridas papillas. Justamente por los años 60 Cortázar se batía en Francia con algunos muchachos intransigentes que afirmaban que la literatura había muerto, y solamente valían las metralletas para la lucha revolucionaria; tuvo que pasar más de una década para que su literatura, con estos ejemplos concretos, sirviera de alimento cultural en una trinchera nicaragüense. Con el cronopio argentino no acertaron ni académicos estructurados, ni ideólogos de partidos políticos, ni guerrilleros intransigentes, entre otras cosas porque en América Latina y el Caribe, la cultura y la política, la literatura y el periodismo, la ficción y la realidad, han formado parte de un mestizaje permanente y una superposición continuada. En su interés primordial por el ser humano, Cortázar se acercó para conocer lo mejor de la cultura en Cuba y lo que aportaba la Revolución en la transformación cultural emancipatoria, más allá de las informaciones de la propaganda favorable, o de la difusión negativa dominante en Europa; a las fuentes de Cortázar no accedieron muchos de los más importantes intelectuales europeos o latinoamericanos residentes en el viejo continente en esos momentos, por ello tenía informaciones que otros no dominaban. En carta a Roberto Fernández Retamar le había confesado: “No creo en modelos pero sí en ejemplos; no creo en cristalizaciones sociales pero sí en una dialéctica revolucionaria hacia la libertad y la felicidad del hombre. Para mí la Revolución cubana no será nunca la montaña, sino el mar, siempre recomenzando”. (5)          

Su periodismo cultural y político ?o político y cultural, también con una “prioridad variable”, según el lector? se fue haciendo cada vez más sabio, profético y radical ?en el sentido estricto de ir directamente a las raíces?, pues le molestaban mucho las tergiversaciones y manipulaciones de los plumíferos pendientes de la paga del amo, desperdigados por América y Europa, o las opiniones de elementos conservadores que pretendían que alguien les creyese que defendían bienes e intereses públicos. Estuvo dispuesto a colaborar con Life en Español después de que esta revista lo buscara para entrevistarlo, pues creía en la efectividad de los mensajes revolucionarios difundidos en medios que llegaban a lectores con pocas, incompletas y pésimas informaciones, pero fue muy exigente en la revisión de los textos que definitivamente aparecerían, pues también estaba atento a trucos y trampas que le acreditaran criterios no expresados. Gracias a las erráticas políticas de promoción literaria en Cuba a finales de los 60 y en los 70, acompañadas del silencio informativo hacia el exterior ?un elemento que funcionó y ha funcionado para potenciar los errores y resulta no pocas veces fuente de especulaciones?, se manipularon y tergiversaron informaciones alrededor de los Premios UNEAC de 1968, otorgados al poeta Heberto Padilla y al dramaturgo Antón Arrufat. Cortázar se molestó con las “ediciones” de los artículos periodísticos aparecidos en América Latina y Europa, que en realidad constituyeron supresiones o mutilaciones, y al mismo tiempo, se quejaba en cartas de que no recibía ningún argumento por parte de Cuba para defender lo que ni él mismo entendía, a pesar de su inquebrantable confianza. En 1971, a propósito del “caso Padilla”, envió a Haydée Santamaría el poema “Policrítica en la hora de los chacales” ?poema que de inmediato se publicó en la revista Casa y que curiosamente no aparece en Cartas. Julio Cortázar, Editorial Alfaguara, Buenos Aires, 2000, a pesar de incluirse la carta a Haydée que lo acompañaba?, para aclarar la transparencia de su posición, un texto imprescindible al que volveré más adelante. Un año antes había asistido a la toma de posesión de Salvador Allende en Chile, pues siempre estuvo presto a apoyar las mejores causas políticas de América Latina desde su posición personal; sin embargo, su presencia fue tergiversada también por la prensa chilena. Desde que triunfó la revolución sandinista se alineó a su lado, y después de darse cuenta de que al dúo Reagan-Kirkpatrick le interesaba ahogarla en sangre, se preguntaba: “¿Vamos a dejar sola a Nicaragua en esta hora, que es como su Huerto de los Olivos?”, y se sumaba fervientemente a su apoyo con artículos que la defendían, sin otra orientación que su propia conciencia e ideales. Hombre afanado en ocupaciones generosas, fue consciente de los peligros que corría en su defensa a las revoluciones cubana y nicaragüense, pero los asumió desde su visión personal, en su constante bregar con la prensa, que no podía desconocerlo, pero tampoco recogía en la totalidad su pensamiento revolucionario, ni sus relaciones verdaderas con la realización práctica de estos procesos.

Su voluminosa obra epistolar, sincera y generosa, colmada de cariño y gratitud, constituye una verdadera declaración de principios éticos reiterados cada día de su vida. Polémico y lúcido, defendió la amistad y el amor en su correspondencia, en la que se revelan proyectos, incertidumbres, euforias y agonías de su vida literaria; en ella se comprueba su disposición para colaborar, tender puentes, sin reservas para elogiar y alegrarse de los éxitos de los colegas o para recomendar textos a editores; siempre pendiente para ayudar, comprarles libros a amigos necesitados y equipos a instituciones que lo requerían, película para fotógrafos, bolígrafos o medicamentos para escritores… Interesado con humilde gallardía en conocer sus debilidades para enmendarlas, preguntaba por ellas a sus amigos, sin falsa modestia, pues confesaba que tampoco la tenía. Ávido de lecturas que lo hacían feliz, después opinaba sobre lo leído, escuchado o visto, y también intercambiaba opiniones, o relataba y describía sus peripecias como traductor. Memorioso para determinadas personas que lo habían impresionado, aunque no fueran consideradas “importantes”, las mencionaba con cariño como alimento de sus recuerdos ?en una de sus cartas a Fernández Retamar preguntaba por Conrado Burgado, tramitador del departamento de Relaciones Internacionales de Casa de las Américas fallecido hace apenas dos años, y hombre afectuoso, complaciente y responsable como pocos?; también con especial cariño indagaba por los amigos más entrañables, y podía detallar aspectos olvidados que solo retenía quien pudiera poseer una exquisita sensibilidad. Transparente para sus apasionamientos, mantuvo una singular cautela para acreditar informaciones hasta no estar seguro de que se podían dar por verdaderas, sin ningún interés en especular sobre lo que la prensa influyente en la “opinión pública” buscaba desesperadamente escuchar de él; agudo para detectar con inteligencia y sensibilidad cuando “algo olía mal en Dinamarca”, especialmente en el orden de la justicia, estaba dispuesto a ubicarse en la oposición, sin importar costos, si se trataba de defender derechos, libertades, sueños e ideales. En esta “literatura íntima” se revela su admiración por José Lezama Lima, que comenzó por la lectura de su obra y siguió hacia la búsqueda de su personalidad imantadora; había encontrado en él un ideal de libertad escrituraria, en que géneros y temáticas ?poesía, relato y ensayo; asuntos locales y planetarios; cuestiones ficcionales, históricas, mitológicas…? se confundían. La correspondencia con Fernández Retamar durante los años 60 y 70 ha revelado la importancia que le concedía a las relaciones con la Casa de las Américas y con la cultura cubana, en el sentido de intercambiar opiniones con un interlocutor sensible a su obra, cuya lúcida inteligencia y comprensión de su personalidad le permitían mantener con él una regular comunicación de responsabilidad y afecto; la relación entre ambos se caracterizó por el cariño, el entusiasmo y la generosidad, mientras con Haydée Santamaría se explayaba como si se tratara de una vieja amiga, y se decían cosas al desnudo, como se les dicen a los más entrañables compañeros y aliados.

 

Continuará

Notas

(1) Ver: revista Casa de las Américas, edición dedicada a Julio Cortázar, La Habana, julio-octubre, 1984, año XXV, núms. 145 y 146.

(2) Ibídem.

(3) Ibídem.

(4) Ibídem.

(5) Ibídem.


0 comentarios

Deje un comentario



v5.1 ©2019
Desarrollado por Cubarte