Para implementar una política investigativa


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El tema de nuestra identidad cultural reaparece de manera recurrente. Hay un modo ingenuo de definirla que, con frecuencia permea el sistema de educación, los medios de difusión y alcanza aún debates de pretendido rigor intelectual. Ocurre entonces que somos bullangueros, exuberantes, bailadores, dados a la guapería y al choteo, además de gustadores de lechón asado y frijoles negros. Resulta, entonces, que no soy cubana. Prefiero comer frutas, no soporto la gritería y la naturaleza me privó del ritmo. Esta visión simplificada de nosotros mismo, como lo que pudiera apreciar la mirada de un turista, congela cualquier intento de investigar lo que somos.

Pueblo nuevo, más que ningún otro, nuestra identidad se construye y reconstruye permanentemente, porque la historia se va descubriendo a través de relecturas sucesivas, de contextos específicos y de complejas relaciones con el resto del mundo. A pesar de Virgilio Piñera, no estamos sometidos a “la maldita circunstancia del agua por todas partes”. Hemos formado a centenares de investigadores, pero no hemos sabido articular lineamientos generales, comprometer voluntades y divulgar ampliamente los resultados del trabajo hecho. Temas de primordial interés se diluyen en la oralidad de un taller. Si logran convertirse en libros, su difusión alcanza apenas a unos pocos entendidos. La situación es particularmente grave en campos tan interconectados como la economía, las ciencias sociales —historia incluida— y la cultura artístico-literaria. Admira hoy, en cambio, la inmensa labor llevada a cabo por los grandes solitarios de los siglos XIX y XX, poco leídos ahora y solo recordados en actos formales de solemnidad asnal. En los pueblos nuevos, como el nuestro, salidos de la conquista, la colonización y el neocolonialismo, la identidad es un proceso en permanente construcción. Se va forjando en una memoria hecha de momentos deslumbrantes y de experiencias dolorosas, de complejos fenómenos de transculturación, de enfrentamientos de ideas, de un imaginario de diversos orígenes con modelos impuestos por el poder hegemónico y por formas de resistencia popular. De ahí surge una narrativa hecha de continuidades y rupturas.

Bajo el manto de una posmodernidad en declive, se fragmentaron los metarelatos y se decretó la muerte de las ideologías. Ambos conceptos, vulgarizados hasta la saciedad, estaban destinados al consumo del mundo periférico, avalados por la autoridad de la más prestigiosa academia. Estos no prevalecen en el imaginario de los países del primer mundo. El gran metarelato norteamericano se funda en los peregrinos del Mayflower, en el reconocimiento a los padres fundadores, en la vocación misionera por imponer a cualquier precio una concepción del mundo, de la política, encubierto todo con la falsa imagen de una sociedad con igualdad de oportunidades. Es obvio, por lo demás, que nos encontramos con una construcción de franca inspiración ideológica. En ella, el discurso verbal es de baja intensidad respecto a la fuerza de los resortes que mueven en lo fundamental a la sociedad. En el terreno económico y en sus instrumentos –el consumismo, la cautivante modernidad, el diseño de los modelos educativos y la capacidad persuasiva de los medios- el neoliberalismo se impone como verdad científica, universal, ahistórica y descontextualizada. En realidad, el trasfondo tiene un carácter netamente ideológico. “Yo sé quién soy”, afirma Don Quijote de la Mancha al salir en su primer intento de aventura. Los pueblos sometidos al dominio neocolonial hemos padecido —lo seguimos padeciendo— un permanente despojo de ese saber. Así lo percibió, con clara nitidez, Frantz Fanon hace más de medio siglo, cuando los recursos del imperio no alcanzaban el actual grado de sofisticación. Para existir y ser, para consolidar las necesarias alianzas con los países del sur, tenemos que proceder a la permanente relectura de nuestro pasado, a fin de desarrollar las herramientas necesarias para entender el presente y delinear el horizonte futuro.

Desde mi punto de vista, elaborado a partir de una intensa experiencia de vida, de mi vínculo docente con sucesivas generaciones de jóvenes y de mis lecturas dispersas, la política científica debe considerar diversos factores. El primero de ellos se orienta al rescate, potenciación y permanente recalificación de nuestro capital humano, conquista esencial de nuestra Revolución. Por razones de elemental ética intelectual, no me atrevo a opinar sobre el área de las llamadas ciencias duras. Solo me arriesgo a señalar que el énfasis en los estudios conducentes a ofrecer respuestas inmediatas y concretas a problemas de la producción debe ir acompañado de un lineamiento que proteja el desarrollo, en tanto sombrilla protectora ante la marcha de la ciencia contemporánea.

El ámbito de las ciencias sociales y humanísticas requiere un análisis de mayor hondura. En esta zona, las concepciones dogmáticas se tradujeron en subestimación, pérdida de actualización y abandono del campo por especialistas que pasaron a ocupar otras funciones. Cuba perdió el protagonismo en la movilización de ideas alcanzado en los sesenta del pasado siglo. No se concedió el debido interés a los estudios inter y transdisciplinarios, decisivos en el mundo contemporáneo donde se privilegian desde hace muchos años. Sufrimos el embate de la crisis de las izquierdas agravada por el derrumbe del socialismo europeo. Carentes de interconexión, las investigaciones se fragmentaron y, en ocasiones, las ideas generadas en la academia del primer mundo se asimilaron acríticamente.

La sociedad es un cuerpo viviente en constante transformación. La nuestra dejó atrás los rasgos que la caracterizaron cuando Fidel escribió La historia me absolverá. Muchos males de entonces desaparecieron gracias a las conquistas indiscutibles de la Revolución. El combate principal entre el centro y la periferia, entre el norte y el sur, como el dinosaurio del cuento célebre, sigue estando ahí, garrote y zanahoria en mano. Pero, en gran medida gracias a la capacidad de supervivencia de la Revolución cubana, la América Latina es otra, aunque siempre amenazada.

Urge, por tanto, el diagnóstico de lo que somos ahora tomando el pulso a la sociedad en su conjunto y partiendo de un concepto de cultura que incluya la creación artístico-literaria, pero sin circunscribirse a ella. Para delinear un proyecto integral, hay que eliminar los valladares que delimitan la competencia de cada ministerio para articular, con ese propósito, la orientación vertical con la visión transversal, en correspondencia con las demandas de la sociedad, ese universo complejo donde todo se entremezcla, las condiciones objetivas y el poderoso papel de la subjetividad. Porque no hay práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria.


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