El primer día de la semana fue un día triste para las letras, no cabe duda. Primero por la muerte del Premio Nobel Gunter Grass, y apenas unas horas más tarde se hacía pública la muerte del escritor uruguayo Eduardo Galeano.
Sin embargo, aunque ambos fueron dos grandes de la literatura mundial, comprometidos con su tiempo, y con las causas justas del mundo, la partida del último nos llegó más de cerca; como cuando se pierde a un amigo entrañable.
A veces me angustia. A veces le tengo miedo. A veces me resulta indiferente, y otras veces, las más frecuentes, creo que la muerte y el nacimiento son hermanos. Que la muerte ocurre para que el nacimiento sea posible. Y que hay nacimientos para confirmar que la muerte nunca mata del todo.
Eso me sucede con Eduardo Galeano, porque como él mismo dijera en El Libro de los Abrazos: “Hay fuegos que arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”.
Siempre acostumbrada a leerlo, nunca percibí su hablar despacio, como sopesando cada palabra. Fue hoy, entre la incredulidad de la noticia, y las hermosas imágenes que transmitió Telesur, que descubrí cómo manejaba primorosamente las pausas; cómo buscaba la complicidad de sus interlocutores con la mirada; cómo subrayaba sus expresiones con gestos mínimos y sonrisas sutiles que las hacían más seductoras.
Acostumbrado a corregirse sin piedad y a reescribir sus textos casi obsesivamente, nos motiva a estudiar, a investigar, a nunca estar conformes, a aprehender de la historia y a vivir sin miedo; no sólo a todo aquel que lo lea, sino a los que escogimos la hermosa labor de construir historias a través del periodismo.
Por eso no te digo adiós, sino hasta luego, porque ambos sabemos que seguirás vivo mientras en cada paso de mi vida y mi carrera recurra a una frase tuya, a un libro tuyo, o a una historia tuya, para intentar penetrar – como tu lo hiciste magistralmente – en las fibras más sensibles de los seres humanos; en la venas abiertas de América.
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