Sorprenden las reacciones que provocan en personas ilustradas el uso de ciertos vocablos, para nada ajenos a los procesos culturales.
Un trabajo publicado con la firma del maestro Arturo Arango catalizó la decisión. Salvando las distancias entre su sabiduría y mi atrevimiento, sentí en sus palabras la provocación que necesitaba para lanzar las mías y aquí van:
Superado el desenfreno que hace unos años desataba, la palabra gestión ha pasado de “prohibida a obligatoria”. No hay en Cuba discurso contemporáneo que la excluya, cuando antes la relacionaban solo con el más reaccionario pensamiento capitalista. Todavía le duelen los “cocotazos” a ciertos precursores de la Gestión cultural…
Afortunadamente ¿aprendimos? de los clásicos que es necesario asimilar todo lo útil de la experiencia precedente para, con visión consciente y crítica, resignificar lo aprovechable a favor de nuestras intenciones.
Así ha sucedido con la gestión, imprescindible ahora al menos desde los discursos, como modo de asumir las dinámicas de transformación que nos deben llevar a mejores condiciones y estilos de vida.
Y la fobia a la gestión alcanzaba a sus esencias: eficacia – eficiencia – efectividad.
Sin embargo, asumidas desde la necesidad, el problema pasó a ser el uso, pues no pocos intercambian alegremente sus significados y otros las emplean como festinados sinónimos.
No toca aquí esclarecer el asunto, pero será importante promover la curiosidad por precisiones sobre el tema, teniendo en cuenta que estos términos configuran la clave de calidad en los procesos de gestión.
Alguien debe haber declarado: “los números son enemigos de los artistas”; solo así puede entenderse que lo cuantitativo en la investigación quedara excluido de los espacios académicos del sector cultural en nuestro país.
Nuestros creadores han quedado así huérfanos de las más clásicas herramientas para el registro e interpretación de los datos engendrados en las dinámicas que protagonizan y resultan mutilados para la elaboración de alternativas que cualifiquen sus aportes.
No imagino cómo pudieron olvidar que “la acumulación de cambios cuantitativos provoca la emergencia de cambios cualitativos”, algo repetido en cualquier manual de dialéctica marxista.
La urgencia de capacitar como gestores culturales a los artistas y a otros actores sociales impone cambiar esta perspectiva reduccionista, para poner a su alcance los recursos que les permitan hacer con mayor calidad su contribución al desarrollo.
Hablando de números, es probable que el miedo que generan haya motivado la satanización que han soportado en el medio cultural y esto conecta con el diabólico mercado, visto como escenario de perversión capitalista, ajeno a los principios que motivan la construcción de sociedades más justas y equitativas…
Puede que la intensidad de El Capital impidió que algunos terminaran su lectura y no lograran hacer lo que proclamaban sus creadores: asumir lo útil de la experiencia anterior y elaborarlo críticamente para ponerlo luego en función de nuestras necesidades, desde nuestras definiciones ideológicas.
Así las cosas, el demoníaco mercado, con sus leyes identificadas por las Ciencias Económicas, resulta en nuestras circunstancias un reto a la investigación, a la superación permanente y a la creatividad sostenible, ¡también en el mundo de la Cultura!
Algún día no lejano, se hablará de él sin temor a miradas que desaprueben, porque será visto como escenario para el intercambio de nuestros productos y servicios culturales, determinados por su calidad reconocida y convenientemente retribuidos como resultado de la efectividad de la gestión que hayamos hecho.
El Marketing todavía provoca estremecimientos cuando se asocia a la producción cultural y pienso que tienen justificación quienes sufren de iguales angustias ante los anteriores componentes de esta colección.
Cabría esperar que este recurso potenciador de la calidad de los productos y servicios que se intercambian para satisfacer demandas humanas sea, luego de una lógica evolución, mucho más que aquello que promulgaban las empresas capitalistas con ánimos de lucro.
Algo de actualización sobre las variantes social y cultural del marketing pudiera dar sosiego a quienes resuelven censurarlo.
Ni ese extremo medieval, ni la devoción acrítica ayudan en estas circunstancias. Se impone la preparación, el análisis de cada situación y proceso, para tomar decisiones creativas que nos ayuden a encontrar caminos nuevos frente a carencias que se acumulan gracias a tanta inercia conservadora.
Pero todo lo que se haga en marketing tiene un fin último: el consumo y aquí llega otra palabra maldita, como si fuera posible la vida sin él.
La idea de asumirnos como consumidores se asocia mecánicamente con el consumismo, cuando no debería ser así. Las antológicas Oficodas – oficinas de atención a consumidores del Mincin – pudieran referirse como ejemplos de flexibilidad al respecto.
Dejo a mis amigas filólogas los análisis semánticos que corresponden, pero apelo a lo humanista que resultaría poner todo el esfuerzo en velar por la calidad de esos servicios y productos culturales que necesitamos y merecemos consumir y expresar en actos el respeto que amerita nuestra condición de beneficiarios.
Otro término conflictivo en el escenario cultural: competencias. Y ¡cuidado!, en el mundo del deporte todos entienden que los atletas deben ser competentes y competitivos, porque solo así podemos esperar –y exigir- que ganen medallas durante las confrontaciones.
Entonces: ¿por qué no podemos aspirar a ser también competentes en los roles que asumimos durante los procesos culturales? ¿Cómo ser competentes si no conocemos cuáles son las competencias profesionales que exige nuestro desempeño? ¿No es competente y competitivo el artista, gestor o promotor que hace su trabajo con excelencia y satisface las demandas de orden espiritual de quienes consumen sus productos o servicios culturales? ¿Por qué no proponernos alcanzar medallas olímpicas en el trabajo cultural?
Debo añadir que en nuestro país está aprobada la gestión por competencias en el sector empresarial, como parte de las Normas ISO vigentes. Valdría la pena hacer un repaso a lo establecido jurídicamente al respecto, para que quienes limitan el efecto de esta familia de palabras al entorno mercantilista renueven sus saberes e incluyan el alcance interdisciplinario de estos términos.
Hace poco tiempo que hablamos de emprendedores, aunque desde siempre se distingue así a quienes no esperan “con la boca abierta” y utilizan sus competencias profesionales y humanas para ser eficaces, eficientes y efectivos en su gestión.
Pero como parte de esa inercia que mencionábamos, los emprendedores empezaron a extinguirse y nos acostumbramos a pasar de la catarsis al choteo, como formas clásicas de ese “cubaneo” que tanto daño económico ¡y cultural! nos ha hecho en los últimos tiempos.
Al aparecer las nuevas formas de gestión económica en nuestro país, quienes asumieron las alternativas no estatales identificadas comenzaron a encontrar criterios de calidad que garantizaran su supervivencia y desarrollo, por lo que la filosofía del emprendimiento emergió de la experiencia que el mundo acumula al respecto.
Lamentablemente el reconocimiento al valor de esta intención y sus potenciales resultados fue algo que dejamos a otros y eso provocó que el término se tiñera de un matiz cuasi-peyorativo, muy semejante al que todavía distingue a su antecesor “cuentapropista”, un cubanismo lamentable diseñado para ser sentido despectivamente.
Y aquí me detengo, porque ya resulta desbordado mi intrusismo.
Albergo la esperanza de que mis amigas filólogas sientan la necesidad de reaccionar ante esta provocación. Les dejo a ellas la tarea de enderezar este entuerto y ponerle ciencia a este humilde ejercicio de sentido común.
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