Otra vez, los espacios públicos


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La doctora Graziella Pogolotti publicó el 22 de mayo en el periódico Juventud Rebelde el artículo “Del uso y abuso de los espacios públicos”. Mi intención es ampliar tan complejo tema con otras miradas y experiencias.

Uno de los asuntos en que más abunda la doctora es el ruido ambiente, en el que se destaca el audio a niveles altísimos en cualquier sitio, lo mismo en el barrio, en una plaza escogida para una feria, o en un restaurante, bar o cafetería, donde daña sensiblemente la comunicación. Cuando uno quiere compartir un café, una cerveza o una pizza con un amigo, apenas se puede hablar, pues hay que hacerlo gritando, por encima de la musicanga, y sin quererlo se crea una atmósfera que facilita un escondido tipo de violencia y altera cualquier norma de convivencia; no pocos administradores de estos sitios, quieren convencernos que la bulla en su local atrae al turismo ?posiblemente la justificación ante sus superiores para tener un equipo de audio y usarlo a todo volumen con la “música” que más les gusta?, pero, en realidad, a quienes atrae es a personajes que consumen bajo la simplona “especulación” que adorna su patética apariencia; lamentablemente existen sitios privilegiados por su belleza frente al mar o en un entorno desperdiciado, lo mismo en La Habana que en las provincias, donde no se puede permanecer por ese bullicio absurdo, y pasan los años y esos lugares se identifican como “espacios de especulación”, con un ambiente muy poco propicio para compartir entre amigos; quizás por esa razón cada día se prefieren más aquellos establecimientos privados que buscan la singularización, aunque algunos pretendan constituirse en cotos cerrados para un incipiente jet set. ¿Quién regula la invasión sonora? Nadie.

Las plazas, seleccionadas regularmente para las ferias del libro, han resultado una verdadera olla de grillos si se intenta presentar algún título; he librado verdaderas batallas campales contra diversos tipos de estropicios sonoros, rivalizando entre ellos: bullangas de jóvenes que juegan, claxons, vibraciones de martillos neumáticos, motores de camiones que transitan con la correspondiente humareda y todo tipo de pregones. ¿Quién toma nota de esto para el próximo año? Nadie.

La cultura del pregón, que motivó hasta un género musical, ha caído en la agresividad, respaldada ahora por bocinas que anuncian lo mismo “tamales” que “la” galleta de ajonjolí y de mantequilla, helados, percheros, 60 palitos de tender por un “dólar”, espejuelos graduados, o de quien está convencido de que puede vender todos los aguacates que trae en una cuadra y repite el sonsonete con pito duro y carretilla destartalada y ruidosa, o de quienes compran lo mismo pedacitos de oro que frascos vacíos de perfumes “de marca”. ¿Quién evita que eso ocurra? Nadie.

El contén, que parece no tener dueño, o los tramos de calles transformados por la desidia en caminos vecinales donde los autos evitan entrar porque pueden perder los amortiguadores, se han convertido en solares abiertos; en el contén se cierran los más extraños “negocios”, se grita y se chifla para llamar a alguien, se toma y se fuma, se percuten tumbadoras, se animan peñas improvisadas o tertulias hasta altas horas de la noche, y hasta he visto arreglar colchones, limpiar zapatos y pelar, todo sin camisa y a veces sin zapatos. ¿Quién reprende? Nadie.

En la calle se arreglan autos, en una especie de taller al aire libre, y cuando un vehículo se detiene para recoger a alguna persona, nadie se baja: el chofer aprieta furiosamente el claxon, una y otra vez, y el grito de  “Yerisleydis de la Caridaaaaaaaaa...” se escucha a varios kilómetros, seguido de la respuesta desde el quinto piso: “Vooooooooooy”; compitiendo con rápidos y furiosos, partidos de fútbol con una pelota desinflada, golpea la reja de la casa tomada como portería, y si alguien les pregunta a los muchachos por qué no juegan en el parque, contestan que ahí no se puede hacer porque es para hablar por teléfono… ¿Quién intenta poner orden? Nadie.

Ahora que no pocos espacios privados se han convertido en públicos, pues cada vez con mayor frecuencia algunas mansiones se transforman en restaurantes de lujo, en esas calles agraciadas se marca el pavimento para que los autos de los comensales puedan estacionarse, y en otros lugares han aparecido parqueadores que exigen pago por “cuidar” los carros en plena vía ¿pública? ¿Quién será el propietario de la calle? ¿Nadie?

Si acompañas a algún amigo extranjero, y le llama la atención una escuela o un centro de salud, ni se te ocurra sugerirle tomar una foto, porque en esos establecimientos públicos está prohibido, aunque nadie sepa por qué. ¿Quién será el propietario? ¿Nadie? Incluso, cuando un cliente entra en algún comercio e intenta registrar mediante una foto el precio de un producto, porque desconfía del que le han informado, hasta el administrador de la tienda le asegura que allí tampoco se pueden tirar fotos, porque su organismo se lo tiene terminantemente prohibido, pero tampoco hay quien ofrezca una respuesta razonable. ¿Quién será el “propietario” de esos establecimientos estatales? ¿Nadie?

Las explicaciones del parqueador para convencer de que ese es su espacio, las que brindan el director o directora de los centros de salud y escolares, o el administrador de la tienda, instituciones y establecimientos públicos, nada tienen que ver con la lógica, pues no son zonas militares o lugares de acceso limitado. En esos casos siempre me viene a la mente aquel bolero que cantaba, con desbordada pasión, Moraima Secada: “La razón no valía, / La razón no valía, / La razón no valía… No, no, no, valía…” Y efectivamente, no vale, aunque te golpees las sienes como la inolvidable Mora.

Cuba es un país muy raro para la determinación de los espacios públicos, porque no está precisada su verdadera propiedad social o no existe la conciencia jurídica suficiente para ser responsables de ellos; estas cuestiones se encuentran en el limbo, y al menos, si están escritas, son letras completamente muertas y olvidadas. En muchos otros países las áreas colectivas o públicas de los edificios están sometidas a una rigurosa regulación: las azoteas pueden tener un uso colectivo regulado o una demarcación minuciosa para cada apartamento, al igual que los espacios de parqueo, jardinería, entradas, recibidores, escaleras…, entre otras cuestiones, porque hay que limpiarlos y mantenerlos, y se exige esa responsabilidad, bien por el dueño del inmueble o por la municipalidad, y tanto unos como otros chequean y controlan el cumplimiento de sus reglamentos.

Entre nosotros nada de eso parece estar determinado con exactitud ni reglamentado desde el punto de vista jurídico, y los acuerdos prácticos se establecen entre vecinos, con sus correspondientes apropiaciones indebidas que nadie denuncia, porque ¿adónde?, ¿a quién? Generalmente, de la azotea se adueña el propietario del último apartamento, que puede armar allí su tinglado para tomar cerveza y sentirse el cacique de la aldea, con bafles que estremecen los cimientos del edificio; el amo del jardín es el que vive en la planta baja, que bien puede cerrarlo y ganar una habitación o construir la inefable jaula para su garaje-taller, y si no le cabe el almendrón, le toma un pedazo a la acera; ¡total, si son unos centímetros nada más! En los espacios públicos el concepto de propiedad no existe porque nadie conoce a sus representantes: nunca han aparecido.

Los vehículos para el transporte público, que nunca son frecuentados por quienes ostentan alguna responsabilidad de importancia porque en Cuba se defiende “el carro” como los habitantes de Stalingrado defendieron su ciudad en la Segunda Guerra Mundial, son también de confusa responsabilidad social. Recientemente, la respuesta al complejo asunto de la duplicación de la tarifa de los autos de alquiler resultó una positiva experiencia, y posiblemente la estrategia para solucionarlo emule la del duque de Wellington en la batalla de Waterloo para derrotar a Napoleón. Aunque todavía es temprano para evaluar los resultados, acciones como esta hacen falta para poner un mínimo de orden.

Recientemente tomé un ómnibus y el espectáculo que presencié fue para irritar a cualquiera: tres detritus humanos mal acomodados en dos de los asientos destinado a embarazadas y niños, terminaron una botella de vodka y la lanzaron por la ventanilla; fumaron molestando con el humo a los que estaban a su alrededor, vociferaron y retaron a toda la guagua con obscenidades… Obviamente, nadie quería terminar en el hospital, y menos en el cementerio, y la principal autoridad del ómnibus, el chofer, tampoco se dio por enterada ?por cierto, me han comentado jóvenes que suelen hacer la vida nocturna que no hago yo, que es frecuente ver a choferes de ómnibus urbanos “pasaditos de tragos” a altas horas de la noche.  Si en el caso de los autos de alquiler se brindó un teléfono para denunciar la violación del cobro del pasaje, ¿en el caso de los ómnibus existe algún teléfono de emergencia para que la Policía pueda actuar rápidamente? Ese pudiera ser un uso útil y de bien colectivo de los celulares que ya parecen ser inseparables de la mayoría de nuestros ciudadanos.         

Entonces, el asunto del espacio público requiere de una intervención más eficaz de varios “factores” o de representantes de la comunidad y la sociedad civil, pero sobre todo, del Estado y sus legisladores, del gobierno y sus delegados, de la Policía y los tribunales. Si cada uno actúa individualmente, no creo que los problemas se resuelvan, pues tienen que abordarse de manera sistémica y personalizada. ¿Cómo evitar el ruido en los espacios públicos, si las legislaciones en torno a ese tema son letras muertas, porque las instancias de gobierno no las controlan ni la Policía lo reprime, independientemente de la labor que ha de hacer la sociedad civil? ¿Cómo lograr que los representantes y responsables de estos espacios públicos puedan defender y cumplir con lógica las regulaciones, si muchas veces ni siquiera están determinados con precisión sus límites, y cómo se articulan todas estas razones con la presencia y actuación de los agentes del orden y de los aparatos coercitivos y represivos, que cualquier sociedad utiliza contra los que se niegan a cumplir las leyes? Los problemas del uso y abuso del espacio público tienen que ver con estas cruciales respuestas.

Me resulta más decepcionante y preocupante todavía la actuación de algunos servidores públicos que, desde su precaria y posiblemente transitoria altura, no se toman el trabajo de responder las preguntas, quejas o demandas del ciudadano común. Recientemente, un amigo me comentó que alguien le había hecho llegar a Barack Obama unos libros suyos, y casi de inmediato le llegó una tarjeta, firmada (a mano) por el presidente y por su esposa Michelle, agradeciéndole el envío. Nadie tiene que explicarme las intenciones del mandatario norteamericano, como tampoco nadie tiene que precisarme las razones del posible miedo de algunos de nuestros funcionarios a dar una respuesta “equivocada”. Sin embargo, con estos ejemplos, en la defensa de los espacios públicos, pareciera que estamos perdiendo la batalla.


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