Ortodoxos, Heterodoxos y Conversos


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No resultan pocas las categorías provenientes de la religión que, con mayor o menor suerte, se han adaptado a las doctrinas políticas. Ortodoxos son los apegados a dogmas, fundamentos, sistemas o prácticas de una religión, pero muchas veces el significado del término se extiende a quienes se mantienen fieles a las formas originales de una política, sin variaciones en sus procederes, aunque haya cambiado definitivamente el escenario real de esa práctica. Los heterodoxos, por el contrario, disconformes con esos dogmas, pretenden enriquecer la doctrina con otros fundamentos, e intentan modificar sistemas y prácticas religiosas en otro teatro de operaciones; esta definición de heterodoxia se ensancha hacia los inconformes con inamovibles maneras de hacer la política, ante cambios sustanciales de la realidad, y aspiran a adaptar nuevos métodos para un mismo fin. El término converso se ha reservado para aquellos que han abandonado una religión o un credo para abrazar otro, algo que también puede ocurrir, por muchas causas, en la vida política de cualquier persona.

No me interesa calificar estas actitudes o posiciones, pues en cualquier parte del mundo, y en cualquier grupo de políticos, pueden estar presentes. Se trata de opiniones frente a modos, métodos o procedimientos de entender la política; sin embargo, lo que puede descalificar a cualquiera de ellos es su ignorancia o su insensatez, su intención de manipular a presuntos adeptos y electores, o su demagogia, pues lo principal para creerles o no su discurso es situarlos frente a los múltiples conocimientos de la sociedad, comprobar si su verbo y quehacer se sustenten en un conjunto de nociones imprescindibles para desarrollar un juicio acertado o lúcido, con su carga crítica y su paquete de soluciones, y, sobre todo, que ese sea realmente su pensar y acción, pues no hay que argumentar mucho sobre el descrédito sufrido por la política y los políticos en los últimos años.

Conozco a respetables políticos ortodoxos cultos, situados a la izquierda o a la derecha ?repito que no es mi interés analizar la validez o no de sus razones, me detengo en la manera en que argumentan sus juicios en los debates. Su coherencia e integrabilidad, tanto en los contenidos y objetivos de sus declaraciones, como en la claridad y manera de explicar sus procedimientos y métodos para llevarlos a cabo, están sustentadas por la larga práctica de las doctrinas que custodian, y si su cultura les permite argumentar lo que están defendiendo, el debate con ellos puede constituir un intercambio enriquecedor, que vale la pena sostener, con el respeto a determinados límites, pues hay ciertas fronteras establecidas más por las convicciones que por las razones. El diálogo con los ortodoxos debe siempre tener en cuenta que ellos, llamados también conservadores, siempre inician su discurso dejando por sentado algunas cuestiones que no se discuten ni negocian, pues nunca revalorizan principios. Por supuesto que hay ortodoxos por ideales y otros por conveniencia, y las formas cultas de expresarse pueden contribuir a disfrazar la verdadera naturaleza de su ortodoxia. Un ortodoxo sin argumentaciones, es decir, sin cultura, hace de cualquier cuestión un problema de principios por la falta de conocimientos para indagar o profundizar en las raíces de sus proposiciones, y por ello se descalifica muy pronto ante la vista de todos. Lo más saludable es intercambiar con los ortodoxos cultos que tienen a los ideales como su guía para defender su objetivo, e interrumpir cualquier conversación con quienes no quieren que cambie nada para no perjudicarse individualmente.

Posiblemente los heterodoxos son los más abundantes en nuestra cultura occidental y liberal. Suelen ser agresivos o irónicos y cuentan con la colaboración de una realidad cambiante que marca un ritmo vertiginoso. Las experiencias que hasta hace poco habían sido útiles, en un momento determinado no funcionan y envejecieron ante nuestra vista, de forma arrolladora, casi sin darnos cuenta, y soluciones que en un tiempo fueron salvadoras, de repente no sirven para nada; por esta razón los heterodoxos casi siempre proponen algo nuevo o creativo, transformador pero desconocido en sus posibles resultados. Hay que saber de qué fundamentos parten para su discurso, pues por muy heterodoxos que sean, siempre mantendrán principios inamovibles que constituyen parte de su formación, aunque no pocas veces lo quieran negar o lo disimulen. También hay que identificar adónde quieren llegar, pues a veces, con tantas objeciones, no se pone en claro la orientación última que desean defender. Algunos se impacientan por no ver los resultados inmediatos de la aplicación de ciertas políticas, y exigen explorar con mayor celeridad caminos casi siempre inéditos, para problemas que no pocas veces son muy viejos pero están enmascarados de novedad. Si heterodoxos o liberales tienen la cultura suficiente para explicar sus razonamientos, convencen rápido, pues la dictadura de lo “nuevo” suele ser muy atractiva, pero si prevalecen la improvisación, la incoherencia y la falta de profundidad en los planteamientos, se anulan por anárquicos, poco fiables, inseguros e idealistas. La cultura de los heterodoxos es fundamental para aceptar su audacia, de lo contrario, se convierten en personajes pintorescos. Como ocurre con sus antagonistas ortodoxos, los hay de ideales y de conveniencia, pero es más fácil descubrir en ellos sus verdaderas intenciones, pues en quienes reclaman un cambio fácil, “acercando la brasa a su sardina”, cualquiera descubre las verdaderas intenciones y son detectables con relativa facilidad. Por supuesto, es preferible escuchar a los heterodoxos cultos y sinceros, y sonreír con los otros.

Los conversos no siempre fingen. Algunos cambiaron con sinceridad, por convicción, y no necesariamente siguiendo la ruta de los privilegios, o cazando lo que algunos llaman eufemísticamente “recursos asignados”; otros declaran, con impudicia, que cambiaron para perseguir el rumbo del dinero, si eso pudiera aceptarse de manera individual, es inadmisible bajo el discurso de “servidores públicos”. Generalmente se confía menos en ellos, en cualquier sitio del mundo, y de manera histórica son mirados con recelo, quizás por prejuicios ?avalados por una estadística de experiencia y juicios confirmados?, pero es innegable que nadie permanece inalterable durante toda su vida en materia de opiniones y sentires, y cambiar drásticamente de fe, doctrina, dogma o fundamento, es posible, y puede ser legítimo revalorizar principios no solo porque conviene, sino porque se piensa diferente y se produce un viraje sensible en un momento de la vida. No pocas veces los conversos aumentan ante errores o caídas de credibilidad de un proyecto, cuando tiemblan las bases de un sistema; los incultos casi siempre se lo explican por los aparentes motivos del desastre, por lo que comenta la engañosa prensa o tergiversadores políticos e ideólogos; sin embargo, cuando hay cultura, los conversos desmontan el andamiaje en que creyeron, para recomenzar a construir otras bases e iniciar un nuevo camino de fe o esperanza. No parece elegante recordarles su antigua posición en un punto climático en una polémica; con frecuencia es uno de sus flancos más débiles, y por ello se cuidan de no llegar a esa zona de tensión. Pero a los conversos que están “marcando en la cola de los sentados” ?como dice un amigo?, especialmente aquellos que conocimos como ortodoxos y son hoy adalides de la heterodoxia, hay que someterlos a una observación siempre sospechosa, y sería sano, para los que buscan protagonismo, medir bien sus palabras: Cuba es una isla demasiado pequeña y todos nos conocemos.    

Para establecer un verdadero clima de debate positivo, una atmósfera constructiva de discusión política viable, sincera y constructiva ante los retos y desafíos que esperan a los cubanos; para conceptualizar responsablemente el modelo económico dentro de los marcos de una política revolucionaria y desde la posición de defender un socialismo sostenible y próspero, no hay por qué satanizar o “acusar” a ortodoxos, heterodoxos o conversos, cuando mantienen una posición u opinión política consecuente con sus ideales y no están mintiendo o sirviendo a “fuerzas oscuras” o a poderes que no sienten verdadera preocupación por Cuba. Las verdaderas mesas redondas requieren de genuinos intercambios enriquecedores desde diferentes posiciones; ahora como nunca antes, son necesarias las contrapartidas y los diferentes ángulos de miradas y lecturas de una realidad cambiante y compleja, y debatir diferentes posiciones en un ambiente de cultura y respeto, de autenticidad y objetividad. Nos hace falta crear mayores espacios de libertad dentro de la responsabilidad, como se han ido creando en el sector cultural. Hay que sustentar la cultura en las aulas, en los centros de trabajo, en la calle, en cualquier sitio de discusión, apegada a la sinceridad y a lo mejor de la condición humana. Lo más importante es que ortodoxos, heterodoxos y conversos no se encuentren disfrazados de lo que les conviene porque han sacado sus cuentas, y que sean capaces de argumentar con profundidad y lucidez su posición con suficiente cultura, conocimientos integrados e integrales, discernimientos razonados, intencionalidad y realismo, para que puedan revelar esencias no pocas veces ocultas en la realidad cubana de hoy, y que estas puedan emerger en la discusión, no de manera oportunista y simplista para hacer un performance en una manifestación o declaración. No hay que temerles a las diferencias de opiniones, lo que hay que rechazar es la ignorancia, madre de las desgracias, engendradora de prejuicios y provocadora de desorientaciones fatales; lo que hay que desenmascarar es la falsedad y la hipocresía. Las “máscaras políticas” de las que hablaba Félix Varela, pueden dejarnos sin respiración en esta hora decisiva.


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