Hoy, después de haber transcurrido casi treinta años he vuelto a sentarme en el muro de la esquina de aquella calle en la que transcurrió parte importante de mi infancia y mi juventud. El muro ya no es el mismo. Tampoco lo son la calle y el barrio. En treinta años todo ha cambiado.
No recuerdo exactamente el momento en que por vez primera me senté en esa esquina. Podría tener al menos unos seis años, debe ser porque en lo que era el jardín del edificio que hace esquina en esa intersección ─es el cruce de las calles 17 e I, en El Vedado— jugábamos a las bolas. Poco tiempo después el jardín volvió a ganar su brillo y un muro de tamaño discreto nos alejó del espacio de juego, pero sirvió de banca para nuestras charlas vespertinas o nocturnas.
Curiosamente hay una edad en la que se necesita de un espacio al aire libre, de un pedazo del barrio en el que coincidir con los conocidos y los que se van sumando. Es el momento, sobre todo en vacaciones, en que perder el tiempo da placer. Y el mejor lugar para perder el tiempo, para dar rienda suelta a las maldades, las ideas y hacer gala de cierto conocimiento es ese muro de la esquina.
Ahora bien, no todo era perfecto en ese entonces. Nuestros padres, en especial las madres, consideraban ese lugar como “…la antesala de las malas compañías…”; y para hacer valer su autoridad moral y social siempre sentenciaban aquello de “… si te vuelvo a ver sentado en el muro de la esquina te vas a acordar de mi…”.
Solo que el horario de nuestra mayor presencia en “el muro de la esquina”, coincidía con el momento en que era transmitida la telenovela.
Realmente era tan malo para nuestra educación social pasar horas –incluso amanecer más de una vez—en el muro de la esquina. Todo depende de como se mire a la luz de los años.
El muro, más que una afición, era una justificación para hacernos presentes en el barrio. Si se necesitaba conocer el paradero de algún amigo bastaba con llegar ahí y preguntar a cualquiera que estuviera allí en ese momento. Qué donde había fiesta el sábado en la noche se sabía con solo llegar al muro. Qué si alguien tiene novia, se hacía público en el muro. Y así sucesivamente se fue definiendo una parte de nuestras vidas.
Con el paso de los años el muro se fue alejando de nuestras vidas. Sobre todo, en ese cruce de adolescente a joven “con fundamento”. Entonces solo se hacía una pausa breve para saludar a los pocos militantes de esa tradición que quedaban y mirar el rostro de los nuevos “asociados”.
Sin embargo; hubo un momento que el papel del muro en muchas de nuestras vidas cambio. Corrían los años ochenta del pasado siglo, su primera mitad. Casi todo los que allí solíamos coincidir comenzamos a estudiar en la universidad, lo que nos alejaba del muro en apariencia. Pero no fue así. Ahora el muro era el espacio en que comenzamos a debatir ideas o a exponer los conocimientos que estábamos adquiriendo.
También fue el centro de intercambio de los primeros libros que leímos de forma clandestina o donde se intercambiaban las películas en formato BETAMAX que estaban de moda en ese entonces y solíamos ver bien tarde en la noche en la casa del que en ese entonces tuviera un reproductor de video.
El cine, el deporte —por ese entonces era la pelota nuestra gran pasión y el futbol no se había convertido en esa dulce droga que a todos sublima─, la filosofía de la vida y los sueños lejanos formaban parte de nuestras conversaciones casi al final del día. Claro si no había que estudiar para algún examen.
Fue en esa esquina que Manolito Mayor se estrenó como cirujano ortopédico una vez que operó el brazo de Eduardo Montalvo, el mismo hijo del fundador y dueño del circo Montalvo y que había sufrido una fractura al caerse de una cuerda haciendo maromas.
Teníamos una esquina universitaria, por llamarla de alguna manera. Doctores, arquitectos, ingenieros, militares, deportistas, abogados, actores y alguna que otra oveja descarriada; en la que además de las burlas se comenzaron a tocar temas más serios de la vida tales como cuándo uno se debe casar, qué hacer cuando se deja una novia de años o a que fiesta iremos este sábado.
Ese cambio de paradigma trajo consigo que en vez de ser los chiquillos de la esquina que no dejan dormir con su gritería ahora fuéramos llamados “los tertulianos”. Así como lo escucha. No faltaba razón a los vecinos, ya no gritábamos como antes, ahora moderábamos la voz y el lenguaje; y sobre todo pasábamos menos tiempo en la esquina, tanto que poco a poco se fue disolviendo nuestro grupo, mientras que otro emergía.
Nuestra tertulia, ahora se llamaba así, festejó el debut como actor de Raúl Ávila, la solución al problema del teléfono de esquina que logró Carlos Munive; probamos en ese mismo lugar los inventos culinarios y en calidad de cantinero del Ñiqui Cervantes, quien con el tiempo era el cantinero de la familia pues curiosamente muchos comenzamos a asediar la barra del bar donde trabajaba, trasladando allí nuestra tertulia.
Poco a poco fuimos abandonando el barrio, la esquina, el muro. Algunos nos mudamos, otros se alejaron por obra y gracia del matrimonio o de la emigración, hubo quienes no llegaron a ver estos años, quedaron por el camino; el muro fue el sitio en que expresamos nuestro luto barrial y la esquina fue el sitio donde dejamos a nuestros muertos esperando una lágrima.
Pero el muro sigue ahí. Tal vez ya se siente el peso de los años y sobre él caen las ramas de un viejo laurel que siempre le dio sombra.
He vuelto a sentarme, treinta y cinco años después en el viejo muro que está en cruce de las calles 17 e I en pleno corazón del Vedado. He visto pasar mi vida. Solo me he animado a hacer una foto, una simple foto y como soy hombre de estos tiempos la compartí con mis amigos de las redes sociales, y estos a su vez con los suyos –el algoritmo tiene el mismo poder de convocatoria que aquel viejo silvido con el que nos comunicábamos en los años setenta y ochenta— que comentaron o simplemente aplaudieron.
De aquellos que fuimos alguna vez solo se hizo presente Carlos Artime, es el único que aún queda en el barrio y a quien podemos considerar el guardián o celador del muro y en esa tarea le acompañan sus hijos que han convertido lo poco que queda de esa esquina en parte de su vida. Ahora discuten acaloradamente sobre futbol, intercambian aplicaciones y sueñan en digital.
Solo que esta vida, estos recuerdos son analógicos y algún día se han de desdibujar en nuestra memoria.
Imagen: Tomada de Internet
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