No me pinches con cuchillo.


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La frase forma parte de una de aquellas rondas infantiles que aprendí en mi hoy ya lejana infancia, y que era obligada cuando nos reuníamos todos los chiquillos del barrio en las tardes noche de las vacaciones a mataperrear hasta altas horas de la noche. Aclaro que, para nosotros, en ese entonces altas horas de la noche era poder estar “en la calle” hasta más o menos las once u once y media. Aquellos de nosotros cuyos padres les permitían estar una media hora más eran nuestros héroes en materia de trasnochar.

No me avergüenza decir que yo militaba en el grupo que a las diez de la noche o un poco más tarde, digamos que unos treinta minutos más o menos, debía recogerse y abandonar el juego. Y esa extensión del plazo del tiempo para jugar era, en consideración a que era yo quien debía servir como castigo, sobre todo si jugábamos al escondite o a los escondidos.

Esa media hora extra pasaba volando, a velocidad crucero, y como todo buen hijo apelaba a la frase manida de “…un ratico más… si estoy de vacaciones…”; o apelaba aquello de “…espérate…”; frase que repetía una y otra vez hasta que mi madre con todo el derecho que le asistía pegaba cuatro gritos con mi nombre y lanzaba la amenaza que más temía: “…mañana no sales…”. Fin del juego.

Debo admitir que la frase también era, y es extensiva, al acto de comer. Usar el cuchillo, pinchar con el cuchillo, los platanitos fritos o una rodaja de tomates era uno de los métodos que empleaba en aquellos años para a hurtadillas, manosear la comida que mi madre preparaba, sobre todo los domingos, una vez que se fue perdiendo el hábito de reunirnos, en ese día, en casa de los abuelos.

Debo admitir que aquello de usar un cuchillo para trinchar los alimentos justo en el momento que salían de la sartén o eran depositados en un plato lo aprendí de mis abuelas, que imagino lo aprendieron de las suyas.

Aquellas comelatas dominicales o las que se realizaban en alguna fecha señalada; es decir fin de año, noche buena o cumpleaños de algún miembro relevante de la familia; era uno de los mejores momentos de mi infancia y adolescencia. Sobre todo, por el placer de encontrarme con mis primos y hacer planes para un futuro –es decir vacaciones escolares—que muy pocas veces se llegaron a cumplir. Fue en esos años que descubrí la importancia del cuchillo de mesa como sustituto del tenedor en determinado momento del acto de comer. No olvido que mis abuelos se esforzaron por comprar a cada uno de nosotros un juego de cubiertos “personalizados” que debíamos emplear en cada reunión, a pesar de que disponían de una gaveta en la que se acumulaban cubiertos de diferentes diseños. Mi abuela solo de tocarlos identificaba el que pertenecía a cada uno de nosotros.

Pero había más en aquel acto de comer en familia: la distribución de las tareas anteriores y posteriores al acto de comer. Personalmente buscaba la forma de estar entre los que debían preparar la mesa que era toda una ceremonia. Primero se debía extender el mantel de las comidas familiares que era de algodón blanco y en sus extremos tenía unas figuras geométricas hechas de la misma tela y que habían sido bordadas a mano. Aquella pieza sobre la que se habían derramado anteriormente salsas y tuvo manchas de cualquier cosa que se sirviera inadecuadamente siempre estaba pulcro y además planchado. El secreto estaba en lavarlo con agua bien caliente y una mezcla de bicarbonato de sodio con unas gotas de zumo de limón; y si era criollo mucho mejor. Después se debían poner los platos y los cubiertos en el orden que marcan las buenas costumbres; y por último los vasos.

Una vez que estaba servida toda la comida, mi abuelo, en su condición de cabeza de la familia, ocupaba su lugar; pero no se podía servir nada hasta que ella, mi abuela, no se sentara; y es en ese entonces que descubrí la importancia del cuchillo como anticipador de ese momento. El viejo, apelando a su derecho, cataba con la punta del cuchillo pedazos pequeños de cada cosa servida. Era para evitar un envenenamiento masivo.

Aquellas reuniones familiares fueron languideciendo con los años y desaparecieron una vez que ellos ya no estaban; aunque alguna que otra vez mi madre y sus hermanos se reunían; pero no era lo mismo; faltaba aquella magia que ellos le impregnaban. Nosotros, los primos, crecimos y cada uno comenzó a tener sus propias prioridades e intereses; lo que puso fin a aquella idea de planes a futuro; y por último, las urgencias de la vida pasaron factura al acto de sentarnos a la mesa en esas pocas oportunidades. Ahora el asunto era plato en mano; y en mi caso que siempre he sido de buen comer—no era el único en la familia—el acto de hacer una segunda ronda quedó suspendido. Ni siquiera tenía derecho a la raspa.

Eso sí; logré que mi abuela me diera en herencia mi juego de cubiertos. Un juego de cuchara sopera, cuchara de dulce, tenedor y cuchillo que me ha acompañado a lo largo de los años. Y no lo voy a negar es posiblemente el eslabón que me ata al pasado familiar.

Con el paso de los años formé mi familia, lo mismo que mi hermano, y mi madre impuso como norma que los domingos, al menos una vez al mes nos reuniéramos en su casa. Solo que a diferencia de sus antepasados ella distribuía las tareas y lo que cada uno debía aportar,  debía estar en su poder a más tardar el viernes en la noche. Cosas del matriarcado.

Llegado el día su función principal era supervisar; a menos que el sábado hubiera adelantado o el congrí o el potaje de frijoles negros dormidos (que era su especialidad). Y como un sargento emitía órdenes a los que debíamos cocinar; es decir mi hermano y yo; hasta que llegaba el momento de dar el toque mágico al resultado final.

Por cierto, que en esa repartición de tarea tocaba a sus nueras el sublime acto de fregar toda la loza y dejar impecable la cocina. Tarea que estas aceptaban unas veces a gusto y otra entre dientes en dependencia de la cantidad de trastos a fregar.

Mi madre no está ya y aún no soy abuelo, por lo que el papel de cabeza de familia no he podido asumirlo; eso sí he logrado mantener esa costumbre de los domingos sentarnos todos a la mesa. Mi esposa, por su parte le tomó el gusto a esa costumbre de que “las nueras frieguen toda la loza después de comida”. Yo me limito a usar mi cuchillo; ese que mi abuela me regalara y que pretendo dejar en herencia a uno de mis hijos; para probar porciones de alimentos pensando que es mejor con tenedor.

En cuanto a la frase, recuérdela y repítala: “… no me pinches con cuchillo, pínchame con tenedor…”; y si quiere haga la ronda completa. Eso le regresará a los mejores años de su vida. Esos que necesita despertar en estos tiempos.


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