NADIE ME MATE A ESE MUERTO


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NADIE ME MATE A ESE MUERTO

A la memoria de Onelio Jorge Cardoso.

 

Yo jugué con Mongolote a los soldados de plomo en la víspera del día innombrable en que lo mataron.

   Era una de esas tardes luminosas que sólo se dan en el oriente de la Isla. Sobre la acera, Enriquito y yo diseñábamos estrategias, hacíamos recuentos de bajas y suplíamos la mudez de aquella diminuta batalla imitando el estruendo de la artillería, el silbar de las balas, el clamor de los gritos guerreros.

   De improviso, se nubló el campo de batalla. Sobre el escenario de las hostilidades se había proyectado una sombra descomunal. Levanté los ojos y vi frente a mí, como en una toma cinematográfica de contrapicada, el corpachón de nuestro amigo, más imponente aún por efecto del escorzo.

   Unos segundos después la risa marfileña de Mongolote se mezclaba con nuestras contraofensivas y retiradas. La mole de músculo se había sentado gozosamente a nuestro lado, y disfrutaba las peripecias de un contraataque.

II

   Algún tiempo antes de la tarde memorable en que Mongolote nos sirviera como asesor militar en la batalla de la acera, llegó a nuestro villorrio una novedad capaz de alborotar a la población, siempre ávida de asombros en medio del sopor aldeano.

   — ¡Batista regaló un reloj zangandongo! ¡Parece que lo dio, para limpiarse, del reloj que le robó al viejo Galicia, por lo cual tuvo que salir huyendo de Banes!

   — ¡Lo acaban de instalar en el puente!

  Mongolote compareció esa noche ante el portento. Entre la multitud boquiabierta, un provocador, que bien conocía cómo él pensaba, se aventuró a decirle:

   —Mongolote, ¿no es verdad que está bonito?

   —Sí, pero yo lo voy a dejar mejor.

   Y con una agilidad impropia de su corpulencia trepó al pedestal.

   Patada mayúscula. El estallido del cristal, el chasquido de la esfera, el gemir de la maquinaria, fueron el canto de cisne del reloj batistiano.

   Nuestro héroe se sacudió las astillas de vidrio de las perneras y se fue para su casa con toda la tranquilidad de un recién nacido satisfecho.

   —Mongolote no es comía fácil— comentó uno de los presentes, no sé si temeroso o admirado.

III

   Carrasco, el tendero. Ojo torvo. Mano en garra, ávida de moneda. Sucias entrañas. Lamebotas del tirano.

   Mongolote llegó a la tienda en busca de algunos víveres. Discusión, cuyos motivos aún se ignoran.

   Cuando Mongolote había dado la espalda, una lata de conserva, lanzada por el mercachifle, se estrella elásticamente en un omóplato del gigante.

   —Carrasco, voy a dejar los mandados, pero vuelvo para que me expliques esto— susurró, sonriendo.

   Un rato después el titán se desangraba en el umbral de la tienda, de cuatro balazos que partieron de la pistola 25 mierdera  que aquel microbio todavía aferraba con mano temblequeante.

IV

   El muerto era negro, pobre y, por añadidura, engendrador de conflictos. Los pesos bailaron su danza vil. Se cuenta que hubo gente, muy allegada a la víctima, que testificó por la defensa.

   El homicida, una vez absuelto, se mudó hacia algún punto ignoto, distante de toda ira justiciera.

   Y Mongolote, el digno, se transformó en himno de los sin nada. Y Mongolote, el valiente, se tornó zaga del vapuleado. Y ya hecho leyenda, la gente lo puso a andar después de muerto, como el héroe de Onelio.

   —Mongolote está alzao en el cerro de Yaguajay.

   ---Dicen que sonó a los guardias en el entronque.

   —Ayer tomó el cuartel de Cueto.

   Yo sí sé que lo vi en un enero imborrable, durante otra luminosa tarde oriental, descender de su jeep y preguntarme, con la sonrisa manándole entre la barba florida, en qué había parado nuestra vieja batalla ficticia.

   Venía invicto, intocado por La Muerte.

 


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