El segundo momento relevante de mi relación con Cintio Vitier ocurrió apenas dos días después de la conversación en el parque vedadense ya mencionado, de visita quien esto escribe en casa de Eliseo Diego, para recoger los poemas suyos para un libro que preparaba en la Biblioteca Nacional con vistas al aniversario noventa de la institución[1]. Le había pedido a Eliseo, además, que fuera el autor del prólogo. Conversando con el gran poeta sobre libro y prólogo, llegaron a la casa Fina y Cintio (a quienes había visto en la mañana en la Biblioteca Nacional, pues habían ido a entregarme los poemas de ambos para el libro), y Cintio se sumó a la tertulia, ya que Fina se movió con Bella al interior de la casa.
La charla se extendió por dos horas, comenzó por el libro que yo estaba armando y cuando me preguntaron por el título que le pensaba poner, les respondí que realmente no lo tenía muy claro todavía, fue Cintio, entonces, quien lo bautizó: “Poesía en la Biblioteca”, dijo, “es sencillo y más explícito sería imposible, además, contiene los dos términos más importantes”. Así quedó aprobado el título entre los tres.
Continuamos hablando de los trabajadores de la BN que eran poetas y me preguntaron si los había convocado a participar del libro; mencionaron a Octavio Smith, María Villar Buceta, René Friol y Reneé Méndez Capote (todos ya incluidos). De esta última, Cintio sugirió se publicase una cuartilla de su libro más conocido, Una cubanita que nació con el siglo, cosa que así se hizo, mientras que Eliseo sugirió a Reinaldo Arenas, “sería una respuesta ética a su conducta”, dijo, y así se prosiguió con el análisis del libro en gestación.
Prometí trasladar a la dirección de la BN esos criterios y propuestas, cosa que hice, pero que, en el caso de la inclusión de Arenas, recibió la negativa rotunda de la directora, Martha Terry. No faltó aquella tarde el instante simpático, pues tanto Cintio como Eliseo bromearon sobre la “tremenda tarea” de Cleva, quien era la encargada de pedirle los dos poemas a Friol (la chanza se basaba en el conocido mal carácter de este).
Otro buen rato lo dedicamos a hablar sobre Carlos Manuel de Céspedes. Cintio estaba escribiendo un prólogo para el libro que preparaba Eusebio Leal con el diario último del gran bayamés y que después se publicaría como El diario perdido. Comenté que Eusebio me había prometido dar a leer el libro antes de que fuera publicado, pero que esa promesa aún no había sido cumplida (lo cierto fue que Eusebio nos envió, a Hortensia Pichardo y a mí, un ejemplar apenas salió de imprenta el volumen).
Entonces Cintio introdujo la tesis de Eusebio sobre el suicidio de Céspedes (Leal creyó siempre en esa posibilidad) y me atreví a comentar el resultado de mis investigaciones sobre el tema, las que diferían por completo con la opinión del querido y respetado amigo en cuanto a la muerte del prócer. Ahí Eliseo conoció de mi libro en proceso sobre el bayamés y me pidió leerlo cuando saliera publicado. Para Cintio (también para Eliseo, que le había dedicado dos poemas al Padre de la Patria), Céspedes era parte de la savia natural que nutría la esencia de la cultura y la nación cubana, y su civilidad. Finalmente, acordé con Eliseo entregarle todos los poemas del libro Poesía en la Biblioteca,unos días más tarde, para que él pudiese redactar el prólogo. Fue una tarde excepcional para mí, que se repetiría días después, cuando fui a recoger el prólogo.
Momentos memorables con Cintio
Otro momento sobresaliente de nuestra relación sucedió en mayo de 1992. Cintio había dado una conferencia magistral en el evento internacional “José Martí, hombre universal”, celebrado entre el 7 y el 12 de abril de ese año, en e1 Palacio de Convenciones y que después fue publicada por los medios escritos y transmitida por la televisión. Una mañana de finales de abril, la directora de la BNJM Dra. Martha Terry, me llamó para solicitarme una exposición en el Consejo de Dirección de la institución sobre la conferencia de Cintio, pues le parecía que era una pieza fundamental sobre José Martí.
Ahí mismo se planteó un desafío enorme para mí, pues debía interpretar el discurso de Vitier y, a la vez, hacerlo accesible para mis colegas. No me quedó otra alternativa que estudiar el texto de la conferencia y pedirle a Cintio un encuentro para analizar algunos tópicos, a fin de poder redactar mi propio texto.
Esa reunión entre ambos fue deslumbrante para mi experiencia personal. Por un lado, desentrañar las reflexiones de Cintio en su conferencia, por el otro, escucharlo hablar sobre su tema preferido y sobre el cual estaba mejor dotado que cualquier otro estudioso de la obra martiana en el mundo. Atravesé aquel trance muy renovado intelectualmente y pude entonces redactar mi propia charla, la que solté a mis colegas del Consejo de Dirección en el siguiente mes de junio, con las digresiones y anécdotas de mi diálogo con Vitier.
Hubo un instante de la conferencia de Cintio que fue particularmente complejo para mí, cuando dio a sugerir que Carlos Marx pudo ser (o fue) un cristiano creyente no asumido. Decir eso en Cuba en aquel año terrible para la idea socialista, internacionalmente hablando (ya todo se había derrumbado en el llamado “Campo Socialista”), no era tarea fácil, sobre todo cuando mentes dogmáticas (que las había en aquella dirección) podían malinterpretar la cuestión. Creo que algún día debiera publicar esa conferencia, pues considero que puede ser interesante aún, a pesar de que han transcurrido casi treinta años de redactada. Sin embargo, quedó la experiencia del encuentro martiano privado con Cintio y eso fue sencillamente fascinante.
De la poesía de Cintio Vitier citamos estos versos
El aire
Estoy despierto, sí, estoy mirando
fríamente algunas cosas
que van dejando ya de ser secretas.
Están ahí, como los árboles
en el desnudo aire. Sí, estoy despierto.
Hasta la casa de mi infancia es de los otros:
la han pintado de un color chillón,
entran y salen por los cuartos de mi alma,
hablando de otro asunto. La luz invade el patio
de mis ocultas nadas. También miro
con deseo ese rostro que es ninguno
y que viene como un ave malherida
de los que sufren y sonríen.
¡Oh pueblo innumerable! Estoy despierto.
Estoy mirando el polvo bañado por la luz,
las tinieblas disueltas en el aire
cuando empieza a dibujarse la verdad:
el árbol, la alegría, el sacrificio.
Y sé que aún tengo más recuerdos en la sangre
de los que puedo recordar, y más olvido
del que puede olvidarse en este mundo.
Pero qué importa, al fin, si la mitad
de aquella vida se me desprende y cae,
si tanto sueño, al fin, ha despertado,
si no hay sitio que no me esté mirando
ni instante en que el azar no me visite.
Quiero ser como tú, ¡oh rostro de los pobres!,
misterio del dolor y la sonrisa, porque el aire,
el simple aire límpido y vacío,
llenará nuestras voces y esperanzas.
[1]Ya narré en detalle los pormenores de la gestación de ese poemario en otro texto testimonial, “Un amable recuerdo que dura tres décadas”, en el número anterior de la Revista.
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