Al fin La Habana, la ciudad capital de Cuba, es oficialmente una de “las siete maravillas modernas”; según votación de personas de diversas latitudes, credos y condición económica. Es posible, y probable, que los que menos hayan contribuido a esta votación hayamos sido sus habitantes, lo que nos coloca en una posición de ventaja ante el resto de las ciudades que concurrieron o que clasificaron en tan prestigiosa lid; y es que los habitantes de otras urbes nos consideraron por encima de sus terruños.
Soy habanero al millón por cien, lo mismo que mis padres; y como habanero he visto la ciudad crecer, caer, levantase y brillar a lo largo de mi medio siglo de vida, que es un tiempo ínfimo si se compara con el medio milenio que pronto cumplirá urbe de haber sido fundada.
La Habana tiene, perdonen mi visión chovinista, un Faro lo mismo que Alejandría (el Morro); un Coloso a la entrada del a bahía (el Cristo de Gilma Madera); su propia pirámide (la Raspadura del monumento a Martí)), sus jardines colgantes (hay en cada barrio al menos una pared donde lo mismo cuelga un árbol que muchas otras especies trepadoras); su Templo de Artemisa (nada más cercano que el Capitolio habanero, donde casi todos alguna vez se han tomado una foto); su estatua a Zeuz (solo que en el caso nuestro está la de José Martí en el Parque Central indicándonos el camino; o podemos usar como referencia la de Antonio Maceo en el parque del mismo nombre) y, por último nuestro propio Mausoleo (no olvidar el Cementerio de Colón tal vez el museo de arte escultural más importante de Cuba).
Si se hace un simple acto de abstracción se podrá concluir que casi todos son puntos referenciales de la ciudad, que a cada uno puede y/o debe corresponder un sonido muy particular.
Yo amo, de esta mi ciudad sus columnas; esas que conmovieron a Alejo Carpentier, tanto que descubrió el ritmo interior que las caracteriza; no se vivir sin al menos una vez a la semana ver el Malecón en toda su extensión, a sabiendas que otras tantas ciudades en el mundo tienen “su malecón” pero el de la Habana es el más universal de todos. Sin embargo lo que más me ata a esta ciudad son sus sonidos, su propia música y las gentes que la hacen.
Cuentan que ha ya algunos años atrás cada zona o barrio de la ciudad tenía su propio ritmo, su propio sonido y hasta sus olores peculiares. Un sonido que creaban sus moradores y que se reflejaba en sus calles y espacios públicos; un sonido que involucraba a los personajes pintorescos de la ciudad que cruzaban de un barrio a otro y ello creaba lo que pudiéramos llamar “la sinfonía urbana”; tarareada por todos y con un director anónimo marcando los tiempos musicales.
Hay espacios en esta ciudad que habitamos que mantienen la tranquilidad armoniosa del barroco y del romanticismo; otros, como los muros de la Fuerza conservan el toque inquieto del redoble de tambores a la hora de convocar a los conscriptos ante la amenaza de corsarios.
Siguiendo la ruta de las calles habaneras están las voces de los pregoneros, los de ayer y los de un hoy inacabable, en otros el golpe de las chancletas en las calles configura ritmos y músicas paganas, que se funden con tambores, claves y zumbidos de ollas y marmitas.
Hay esquinas de esta ciudad que aún mantienen el rimo con que fueron creadas, hay otras que crearon ritmos y músicas que han soportado el paso del tiempo.
Esta era una ciudad de cuarenta y tres barrios en sus comienzos –los del XX--; barrios que se fueron multiplicando. Barrios en los que la llegada de la radio abrió las puertas masivas de la música a todos los habitantes de un sector, de una cuadra, de una esquina. No hubo bodega que no tuviera un radio, el artefacto la prestigiaba. El radio fue, en sus comienzos, lo que hoy es el MP(X) o el teléfono inteligente de aquella época.
Las mujeres de esta ciudad tienen su propia música al andar, al hablar, y al responder a una palabra galante. Palabra que se ha perdido –matando un sonido citadino—y que parece no regresar en tiempos que se enajena la privacidad. Los habaneros hoy ni siquiera nos escuchamos.
En cada barrio o esquina de esta ciudad habitaba o se encontraba a un músico; se escribía música y se hacían canciones; algunas trascendieron, otras no; pero eran las canciones del barrio, y el barrio en su conjunto hace la ciudad y sus habitantes.
Esta ciudad tenía su propia música, sus paseos y su ballet ambulante, que en nada se parece a otros ballets de la isla o del mundo. Incluso los colores de la ciudad tenían su propio sonido. La Habana solo quería parecerse a ella misma. Puro instinto de conservación.
Una ciudad con su música. Música que convergía en fiestas como los carnavales, los “jardines” o los liceos y posteriormente los Círculos Sociales y en las fiestas familiares, donde el carácter gregario del habanero se manifiesta; los vecinos también son parte de la familia.
Hoy la Habana suena, mayormente, a bazuca de fumigación y a reggueton; lo mismo en cada esquina que en autos de alquiler u otro medio de transporte; ello ha convertido a la ciudad en una plaza sitiada por el mal gusto y otros males; cosas que pienso serán transitorias. Hay quienes la quieren bien y quienes la quieren urbe de acero y concreto –demiurgos de la homogeneidad y la modernidad—, esos últimos ignoran que esta ciudad ha sabido reinventarse una y otra vez a lo largo de su historia y generar su propia música.
Tal vez por esa razón haya en el mundo quienes la amen tanto como los habaneros, o como los santiagueros que le han llamado por siempre “la poma”, debe ser porque es auténtica, moderna y antigua a la vez. De todos ellos es esta maravilla, sus ritmos y sonidos… incluso hasta su desafinado silencio.
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