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Mi amigo Tallet


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Tallet.

Nos conocimos una noche que fue larga, muy larga por los años setenta del pasado siglo. Yo andaba buscando ciertos datos sobre el periodismo cubano pre revolucionario, y Ana Cairo, que ya lo tenía como uno de sus principales informantes y consejeros sobre aquella época, me abrió las puertas de su hogar en un alto primer piso de la calle San Lázaro, a pocas cuadras de la colina universitaria. Ella me dijo: “Él lo sabe todo y tiene una memoria privilegiada.” 

Aida Mesa, la esposa de Tallet, me hizo pasar y poco después salió del cuarto a la sala aquel anciano de canas algo amarillentas  e imponentes bigotes. Me pareció un mosquetero con cierto aire de Mefistófeles, comparaciones que siempre le divirtieron mucho cuando se lo dije mucho después, ya en confianza.

Se acomodó en su sillón y hablamos sin parar desde las nueve de la noche hasta las dos y pico de la madrugada. Mientras yo sentía el peso de la hora, él se animaba cada vez más a la gente del 30, sus andanzas por las publicaciones cubanas  y por su poesía. Esa noche quedé enganchado para siempre con quien sería mi amigo más viejo.

Desde entonces fueron frecuentes aquellos largos encuentros en que personajes y acontecimientos de más de sesenta años de la vida cubana desfilaron ante mí. Creo que fue mi mejor escuela para entender la república, y por extensión, hasta ciertos rasgos de la herencia colonial. Tallet me resultó historia viva, tanto en su sentido de proceso como en su escala de cotidianidad e individualidad. Con él siempre estaban los muertos queridos: Judith, su primera esposa; el hermano de ella,  Rubén Martínez Villena; Pablo de la Torriente Brau, criollo, valiente, indómito, escritor pleno; José Manuel Acosta, de fino humor. Por él conocí personalmente a Regino Pedroso, discreto y enigmático; a Enrique de la Osa, locuaz al extremo y de semejante memoria de elefante; a Raúl Roa, el “más simpático” de su generación, como él mismo se calificó; a la cosmopolita Loló de la Torriente, que arrebató las pasiones de muchos de su grupo.

Siempre tendré que agradecerle a Tallet cuánto me enriqueció mi perspectiva de historiador. Sin proponérselo, sin tonos preceptivos ni pretensiones de dómine, de modo natural, aquel hombre de trato sencillo, cariñoso, campechano; de cultura libresca sabiamente aderezada con la cultura popular; de plena espiritualidad cubana me hizo comprender cuánto hay que vivir dentro de nuestro tiempo y  de nuestro pueblo  para entender y explicar la historia. Esa fue una de las mayores lecciones que extraje de nuestras intensas, frecuentes y continuada conversaciones por más de veinte años.

Hubo otros aprendizajes: el arte de conversar fue de los más destacados. Nuestros encuentros solían durar  varias horas, como en la primera ocasión. Muchas veces los tuvimos con un grupo de otros amigos, como Fernando Carr, su editor, a quien conocí en esas tertulias; como los poetas del primer Caimán Barbudo, sobre todo Guillermo Rodríguez Rivera, Félix Contreras y Víctor Casáus, que nos descubrieron la poesía de Talleta a los jóvenes de entonces.

Lo mismo en el tête a tête que en la reunión grupal Tallet conducía el curso del intercambio sin imponer su voz, ni siquiera los temas. La anécdota, el recuerdo, solían ser sus puntos fuertes. Es verdad que vivió tan intensamente su larga existencia de noventa y seis años, que tenía una cantidad tal de cuentos para narrar inalcanzable por los demás contertulios. Mas en esos relatos —jocosos, tristes y hasta solemnes alguna que otra vez— surgía la alusión o la reflexión elaborada acerca de la conducta humana. Conducía sin fijar el tema, con la espontánea ocurrencia que impedía la languidez del intercambio. A  veces, muy pocas, asaeteaba con un juicio de valor; su comentario llevaba a la propia conclusión del que le escuchaba. Jamás me habló mal de nadie, ni siquiera de aquellos que sabía fueron sus enemigos, por más que disfrutara el detalle pícaro. Sabía bordar de encanto el tema escabroso, de sostener el interés del oyente y, además —escasa virtud mayor— de incitarlo a uno a entregar su palabra.

Su único temor era repetirse y por eso advertía con su sonrisa maliciosa y retorciéndose los bigotazos: “Párame cuando te hable de algo que ya te dije.” No recuerdo que tuviera que pararlo en momento alguno.

Qué gran conversador que sabía escuchar. Qué ánimo para trabajar sin descanso y entregarle a la revista Bohemia su último “Gazapo” antes de morir. Qué capacidad para entregar en el texto escrito de esas notas sobre el lenguaje el atractivo encanto de la oralidad, de la conversación. Esa fue, por cierto, una cualidad que ha de estudiarse y de asimilarse de buena parte de su periodismo.

Un día me dijo: “Todos mis amigos han muerto y sentía que ya la vida no tenía sentido para mí. Tú y otros jóvenes más son hoy mis amigos y me han dado de nuevo interés por vivir y por escribir hasta poesía.”

Tengo entre mis más cálidos recuerdos esa amistad con un viejo amigo que fue el amigo más viejo que he tenido.


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