Este año 2014 estamos conmemorando los cincuenta años de la aparición de Tengo, el primer libro de poemas que Nicolás Guillén publica después del triunfo de la Revolución.
El libro se estuvo esperando casi un par de años antes de su aparición. Ya Fidel había llamado a Nicolás “poeta nacional”, aunque los que conocíamos la obra del poeta y su significación en la cultura nacional sabíamos que antes de ser una condecoración política —que es la que le había otorgado el líder revolucionario—, ese título era una dignidad cultural.
La nación es la consecuencia de un proceso histórico y no algo conseguido de golpe y de una vez.
Mirta Aguirre apuntó la existencia de tres poetas nacionales, en tres momentos diferentes y cruciales de nuestra historia: José María Heredia, en los umbrales del siglo XIX, quien por vez primera y con alta jerarquía estética, testimonia la existencia de la patria y que, incluso más que reflejarlos, imagina, crea, inventa los atributos que habrán de representarla para siempre: la estrella, que canta mucho antes de que Teurbe Tolón la coloque en la bandera; el himno, con las estrofas en verso decasílabo que ideó en el Himno del desterrado; las palmas, que sueña en la caverna del Niágara, y que coloca en el escudo mismo de la nación.
El segundo de esos poetas es José Martí, quien soñó a la nación constituida, la construyó desde el pensamiento y la poesía, y se convirtió el eterno, irremplazable ideólogo de Cuba.
El tercero, detrás de esas enormes montañas, es Nicolás Guillén. Él, que le dio voz al negro, excluido de una patria que le pertenecía, le hizo emplear la mejor de las lenguas y consiguió hacer entrar, con toda dignidad, a la música popular cubana —casi el alma de la nación— en nuestra alta cultura.
Comunista desde los años treinta, en sus poemas, además de denunciar la explotación en Cuba y la subordinación del país a Estados Unidos, Guillén había previsto la que habría de ser la Revolución cubana: lo explicó exhaustivamente en un ensayo Roberto Fernández Retamar.
Cuando aparece Tengo, cinco años después del triunfo revolucionario, Guillén es entrevistado por varios medios cubanos. Dice que toda su obra previa podía titularse “no tengo”.
El nuevo libro supone un cambio esencial no en la poética del autor, pero sí en su manera de asomarse a la vida. La obra previa de Nicolás era la de un poeta elegíaco; Cuba había sido un “palmar vendido, un sueño descuartizado”; “dulce por fuera y muy amarga por dentro”. Una zona esencial de su poesía eran las Elegías, los grandes poemas de la pérdida, acaso sus textos mayores; de la vida en Jesús Menéndez, en Emmet Till, en Jacques Roumain; de la propia identidad del hombre en El apellido.
¿En qué medida, la Revolución cubana, conducida por unos jóvenes que no eran comunistas, fue una sorpresa para el propio Guillén?
Los que entrábamos en la literatura cuando se publicó Tengo acaso consideramos aquel poemario como demasiado acrítico, demasiado satisfecho con su entorno.
La inesperada historia —que es más sorpresiva que toda la literatura— convirtió algunos de esos satisfechos poemas casi en textos subversivos. Guillén había festejado el fin de la discriminación racial:
Tengo, vamos a ver,
que siendo un negro
nadie me puede detener
a la puerta de un dancing o de un bar.
O bien en la carpeta de un hotel
gritarme que no hay pieza,
una mínima pieza y no una pieza colosal,
una pequeña pieza donde yo pueda descansar.
Pero, vaya a saber usted por cuál razón, en un momento dado ningún cubano pudo alojarse en uno de nuestros hoteles.
A cincuenta años de haber sido editado, quienes vivimos esos años leemos Tengo con una inevitable nostalgia porque, a estas alturas, la voz del poeta nos coloca ante una hermosa época —la de la realización misma de la Revolución— que, como ocurre con el tiempo que pasa, es imposible recuperar.
Lo que acaso podamos recuperar es la audacia de los años en que se escribió ese libro.
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