Oposiciones, contrapuestos, paranormalidad, desafueros, ilustración, descomedimiento. Pasión intrínseca. El XIX era la rémora de una comarca en la que nacería Gertrudis Gómez de Avellaneda. Se liberaban otros países. Cuba abortaba. Cuba sería la perla de occidente. Como si fuera un trozo de madera de El Escorial, los dibujos de la rebelión eran síntomas cerebrales. Solo cerebrales. Y la larga fila de negros esclavos tanteaba la oscuridad de un cielo silencioso para sus ataduras.
Gertrudis nació en buena familia, y desde joven escribiría sus primeros versos. Pero la dimensión iría in crescendo por el hábitat de su peregrinaje. Untada de mar cubano marcharía a España a buscar la diferencia entre libertad y libertinaje. Era una incomprendida por ser mujer y tener el talento emergente para la masculinidad. Era mujer y seguía los pasos de un latir furibundo en el que la obra se agigantaba, no importara el suelo que pisara.
El sitio de su inteligencia la conducía a una rara especie de soledad. Quedaba pequeñita Luisa Pérez de Zambrana. Martí se equivocaba, francamente errado. Gertrudis era mucho más que la señorona de abanico de plumas de Doña Rosita la soltera, de Lorca.
El suelo patrio la concebía, y su sexualidad era totalmente idiosincrática. Se guiaba por el temperamento, y todo era grandes saltos, como las parcas de Goya. Se adelantaba en siglos.
Moderna en todo, se hacían ruinas los llamados monárquicos en sus oídos. Amaba la desnudez de los objetos y, tal vez, su romanticismo pasaba también por un adelanto de lo barroco.
Instaba a la fractura de máscaras. Era como esa fuerza huracanada con la que tanto se ridiculizaba a Lord Byron. Pero marcaba un tiempo por venir. No se ceñía cómodamente a parecerse a su época. Sab, Baltasar, la denuncia otra. Dramaturgia pulsante en la comedida existencia de la opresión.
¿Es que no había opresión en España? ¿Y la pobreza? ¿Y el oro de América yéndose por las venas de Iberia que no le ponía cauce ni presa? También España estaba plena de oprimidos.
Vio mucho Gertrudis. Contempló la gracia del mundo de entre sus desperdicios. Contradicción en vida. La letra la salvaba y Cepeda era el causante de un género epistolar en ella que no era solo que subiera el tono, sino que despejaba la noche.
Lo moderno en lo romántico: un hilo que se expande a favor del traspaso de los movimientos. No cabe la casilla. Es el misterio de la creación de Miguel Ángel. Un instante para la imagen contundente.
No era un bosque para volver, era el laberinto del bosque que como una centrífuga ponía la imposibilidad del loto en la realidad. Heredia le dio la mano: salvajes sensaciones de versos altamente líricos; pero sin el desborde, sino más contenido, encabalgamiento que daba forma a la idea, paso a la noción romántica.
Como se ha dicho en algún momento, Tula y Heredia son reveladores de la libertad en el refinamiento de la Isla. La unidad estaba dada en la cultura y la perfección del reflejo en el bello lenguaje. Pero tracemos una parábola imaginaria entre Tula y Dulce María Loynaz. A Dulce María le criticaban su emoción floral, su honda aristocracia. ¿Y qué hace la poeta ante Tutankamen? Soltar amarras hacia el sueño pasional, como cala también de estirpe avellanense.
No hay que canonizar a Tula porque abriese su vida a la articulación del amor. La gota temblorosa a punto de caer en el agua. Implosión que se desmarca hasta el éxtasis. Flor-dromedario. Cuando vino a Cuba, restaurará todos los retablos de la iglesia camagüeyana.
Era consciente de un talento abrasador que no le hacía ocultarse, sino revelar lo idiosincrático. En un momento en que se reducía el mundo femenino, vemos que ella desplaza rápido, con voluntad escritural, las gestiones por el desarrollo del papel, no solo “natural” sino intelectivo de la mujer. Como que llevaba luz, creaba envidia.
¿Cuál era el paliativo para su zozobra? Era reconocida, pero desconocida. Medirla era difícil en las trampas mentales de la época. Sobresaliente en la escritura derivaba a una sabiduría de rango iberoamericano. Cruzaba las fronteras. Cuba con la conocida “circunstancia del agua” a su alrededor, no constituyó un cajón sueco que Tula no pudiera saltar.
Expandía su mente hacia las búsquedas más consecuentes, y terminaba haciendo poemas en los que la palabra límpida y humanizada proyectaba una sensibilidad enorme y polifacética. Tenía el sentido de la liberación. Era como las mieses matutinas que sueltan bienes a quien las recoge. Podía también ser clásica, porque el carácter intuitivo de librepensadora, fortalecía la proyección de sus actos y pensamientos.
Personalidad de magnetismo inconfundible, la Avellaneda no fue comprendida cabalmente. Esplendió, pero su esencia era de múltiples fuentes y captarlas no significaba solo colocarle una corona, sino ver cuánto abrillantó el siglo y en qué lugar colocó a la creación isleña.
A media máquina se le conoció, y no hay dudas que se hace necesario reinterpretar su ubicación en el marco de la historia de la cultura cubana.
Y retomo a Dulce María Loynaz otra vez. Fue la gran defensora de Gertrudis cuando se debatió ponerle el nombre de Avellaneda a una sala del Teatro Nacional. La exposición de Dulce María habla de una mirada profunda hacia la personalidad conflictual de la poeta. Exégesis superficiales posteriores la masificarían fríamente. Pero el diamante es otro: en ella hay que detenerse.
Asunción Horno Delgado afirma que la Avellaneda resultó ser, por su espiritualidad, “una escritora más vivible, más carnal y espiritual a un tiempo, más dinámica, menos figurativa y académica”.
Y ya Max Henríquez Ureña constataba su entrada a la modernidad con versos como “Yo a un marino debo la vida/ y por patria le debo al azar/ una perla en el golfo nacida/ al bramar/sin cesar/ de la mar.
¿Quién puede negar que se adelantaba Gertrudis a las cancioncillas de Rafael Alberti, hombre del 27? ¿Y quién puede negar en nuestro propio milenio que todavía Alberti sigue predominante y dominante en cualquier museo contemporáneo del mundo?
La escritura de Gertrudis, que era la antípoda de la de Luisa Pérez de Zambrana, tendría metas superiores que vivificándola en los extremos convertía su poética en especies de álbumenes impactantes para un tiempo otro. En ella hay tenues resonancias de Kierkergard, y sobre todo en el ímpetu del aliento es donde más se renueva su pensamiento antinómico y profundo.
No bastó a la Avellaneda una poética novedosa sino que con tendencia nostálgica apreciaba las calificaciones de lo isleño, bordeando la temática semitrágica.
Pensamiento precursor, la temática del abolicionismo habla de su humanidad y de su formación filosófica. ¿Y acaso podía una mujer del XIX acercarse a la filosofía?
La superioridad escritural la sitúa en algo no imitable. Porque teniendo inteligencia privilegiada y el ímpetu creador, su poética renovaba al propio romanticismo, algo claro para ella misma.
La medida de su emoción ganaba en laberintos poéticos que aunaban virtud con humanidad. El temperamento idiosincrático vertió a ríos plenos su gran belleza a las cartas a Cepeda: “Cepeda, Cepeda. Qué frío de muerte cae en mi corazón a esta idea”. Así, sin ambages, como conversaciones incandescentes se reitera la exacerbada líbido trasladada a lo poético.
Y la ganancia fue para la escritura, que moldeada no solo en combinaciones métricas del momento, abrían cauces a una inusual sensibilidad que venía como lo haría posteriormente Virginia Woolf, a saturar el plano de la mojigatería dándonos mitos esplendentes para los que la leyeron en su tiempo y espacio. Hoy podemos recoger las mieses.
Figura vital para la paradoja de la apariencia y de la realidad, la vemos cargada del humanismo creador que mantiene y puede mantener en carne viva la sensibilidad transgresora de nuestro milenio.
Aceptarla a ella, y a sus escritos, es una aventura fascinante que como toda elección, en este caso, creemos que nos vamos por el rumbo de la nación.
La razón es que ella es una contemporánea y desde sus dramas, sus novelas, su poesía, su diario, vemos que su fantasía sigue siendo la de hoy día: es una fantasía la de la Avellaneda sostenida en el captar de la naturaleza humana diversa e infinita.
No resulta contraproducente que Iberoamérica la reclame. Teniendo un discurso heterogéneo siempre la fluencia de una escritura conmovida, y siempre por condición exaltante, vemos que no hay tábula rasa en sus enfáticas elaboraciones que reflejan un uso adelantado de pensamiento trasgresor.
En esta etapa de crisis cibernética, el rango de su poesía contenidista supera la comunión de rima y prosa a conocimiento público. Y nos muestra una inteligencia que, surgente desde muy temprana edad, se fue formando en las influencias españolas, que la acabaron de convertir en cumbre de sapiencias, en mujer de entonces y de ahora.
Por algo dice: “llegóme un canto de inmortal dulzura, / y despertó mi mente la insólita armonía / que de tus hados al rigor temía: / virgen del mundo, América inocente”.
Sus símiles a veces constituyen la búsqueda de una religiosidad que no era traslaticia a fórmulas comunes. Se trata de una religiosidad interiorizada desde cánones que nos pueden recordar algunas letras de las canciones actuales de Mercedes Sosa.
Brota su fe como por arte de revelación y en este caso el mundo que actualmente se acomoda en múltiples creencias y filosofías, condona al menos la necesidad de Dios, que para la Avellaneda constituía un puerto seguro.
Queremos buscar en la gran Tula, las esquinas pocos rutinarias de una escritora cuya comparativa se mezcla a la avezada Sor Juana Inés de la Cruz. Mujeres que no eran de sus tiempos, hoy estamos a la búsqueda de quien actúe, filosóficamente hablando, de modo perspectivo, y resulta difícil encontrarlo.
Por ello estudiar a la camagüeyana resulta para mi distinguirla del resto del conjunto. No fue grupo, fue individualidad, y como tal la desagrego de la inercia con que se le juzga a veces.
Adelantada, miró con savia deslumbrante los saltos de la historia. Era grande, y en su grandeza se guarda una obra no perecedera que aún hoy nos asombra, no por la sombra o la luz, sino por la combinación de ambas que la definen como abarcadora, plural, y realmente especial en este siglo de guerras.
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