El nombre de la periodista y narradora cubana Marta Rojas (Santiago de Cuba, 1931), aparece siempre inexorablemente asociado al Asalto al Cuartel Moncada y al posterior juicio donde fueron condenados los jóvenes patriotas de la Generación del Centenario; por supuesto, los extraordinarios sucesos son parte esencial de su vida y sus recuerdos.
Conversar con Marta Rojas de su historia es como leer una buena novela, con todos esos ingredientes narrativos que atrapan al lector —en este caso más bien oyente—, pero además muy bien escrita-contada.
La escritora al parecer nació curiosa, imaginativa y con pocos miedos; decidida y tesonera, y con otras características que en componenda con algunas circunstancias y un poco de azar, la ayudaron a conformar una personalidad que al cabo de sus 82 años preserva una alegría de haber vivido y de vivir que en otros sería solo memorias.
Se ha recurrido mucho a la frase de «testigo excepcional» para calificarla; pero Marta Rojas, desde el principio, fue mucho más que un testigo.
¿Usted siempre quiso estudiar periodismo?
No, en principio a mí me apasionaba la medicina, no le temía a la sangre, me había leído un libro de anatomía y sabía dónde estaba cada hueso en el cuerpo, pero no la estudié porque era una carrera muy larga.
Por otra parte, siempre en la escuela me gustaba escribir composiciones, y además mis amigos me pedían que les escribiera carticas para los novios y las novias y yo las hacía con gusto, con muchas cursilerías pero eran propias de la edad.
También me gustaba mucho el cine; vi en su estreno Lo que el viento se llevó, y la conté a mi madre, mis tías y primas con un final de mi invención; ellas después fueron a verla y mi mamá me apodó «Julita Verne» y todas dijeron que yo era muy mentirosa, pero coincidieron en que tenía mucha imaginación.
Ya en el instituto, yo tenía un noviecito que un día me dijo que la novela Buenos días tristeza, de Françoise Sagan, estaba a la venta en la librería El Renacimiento, y me retó a escribir una, y para mí que me reten es algo… entonces compré una pluma de fuente Esterbrook y comencé mi primera novela que se llamó El dulce enigma, que trataba sobre la adolescencia. No he tenido el valor de volverla a leer, un día lo haré.
Una noche, mientras comíamos en familia, en la radio anunciaron que se abriría la matrícula para la Escuela Nacional de Periodismo Márquez Sterling, que costaba seis pesos y eran cuatro años de estudios; ahí mismo lo decidí, pero mis padres dejaron claro que si desaprobaba una asignatura debía regresar y ser costurera, porque mi padre era un sastre de alta costura y mi mamá, mis tías y mis primas, todas eran modistas; acepté esa condición segura de que no sería costurera, aunque había aprendido.
Vine para La Habana a vivir a una casa de huéspedes que unos amigos de mi familia tenían en Marianao y me preparé para los exámenes de ingreso; nos presentamos como cincuenta y solo había veinte plazas, pero yo aprobé y entré a la carrera con diecisiete años.
¿Fue una estudiante brillante y consagrada?
No, nunca fui lo que llamaban «filomática», casi todas mis calificaciones eran “Notable”, aunque saqué varias veces “Sobresaliente” en Redacción, Geografía e Historia. Yo estudiaba para aprobar, realmente. Me gustaba más descubrir cosas. Había un premio de la Alianza Francesa para el primer expediente de graduado, consistía en una beca de dos años en París para estudiar periodismo y francés, jamás me interesó, siempre me importó más vivir que sacar la máxima nota. Si me hubiera aplicado para ganar la beca no hubiera estado el 26 de julio en Santiago de Cuba, sino en París.
¿Cómo llega al Canal de Televisión de Gaspar Pumarejo?
Pumarejo solicitó a la escuela que algunos estudiantes hicieran las prácticas en su canal de televisión; allí yo comencé a trabajar en la sección de deportes con una compañera, Lucy, que practicaba clavado y cuando después de dos años de práctica nos graduáramos, teníamos la posibilidad de quedarnos allí. Además, había una campaña desde el gobierno de Prío para que mulatas y negras fueran a trabajar a las tiendas, a los bancos y a la televisión. Pumarejo me hizo una prueba para que yo fuera presentadora en ese canal de Mazón y San Miguel; me iba a pagar cien pesos semanales, que en aquella época eran una fortuna.
¿Su trabajo final de curso fue sobre la Fragua Martiana?
Si. Fue sugerido por Juan Luís Martín, un erudito profesor de Historia; Lucy y yo hicimos este trabajo con vistas a la cercana conmemoración del centenario de Martí. Yo había leído al Apóstol, sus poemas, sobre todo; en mi escuela en Santiago se le tenía muy en cuenta y hacían actividades patrióticas, o sea era un tema que me agradaba; nuestro reportaje de aprendizaje salió en televisión.
¿Después es que viaja a Santiago?
Sí, al año siguiente. Por cierto, me había gastado casi todo el dinero del pasaje en una rebaja «Don Julio» de la tienda El Encanto; yo tenía mucho gusto para vestirme, sin boato, pero aprendí a combinarme en mi casa por la profesión de mis padres y mis tías, a los que también compré regalos, pero quería ir de todas maneras a los carnavales, como siempre en las vacaciones.
Entonces pedí ayuda a un amigo de mi padre que trabajaba en el Ministerio de Salubridad y me consiguió una boleta para un pasaje en tren que allí daban a los familiares de enfermos pobres del interior que estaban ingresados en el Calixto García.
Llegué a Santiago el 24 de julio de 1953 y en poco tiempo se habrían de desencadenar los hechos del asalto al Moncada. Panchito Cano, corresponsal gráfico de Bohemia, que era un magnífico fotógrafo, me propuso que le redactara los pies de fotos del reportaje que él debía hacer de los carnavales. Yo acepté; me iban a pagar cincuenta pesos.
De todos modos, estaba participando de los carnavales con mis amigos el Día de Santiago, que era el 25; como a la una de la madrugada del 26 se fueron mis amigos y me dejaron con Panchito porque ellos querían descansar para ir a la premiación al día siguiente. Los carnavales eran hasta el amanecer. Como a las cinco, al escuchar el tiroteo— que yo pensé que eran cohetes chinos—, el fotógrafo me dice «se nos fastidió el reportaje», y yo le dije «pues vamos a hacer el de los tiros», sin saber lo que estaba ocurriendo, y él estuvo de acuerdo.
¿En este momento usted tenía conciencia de la situación del país? ¿Sabía quién era Fidel Castro?
No te puedo decir que tenía conciencia clara, pero no era ajena a lo que sucedía, pues un año antes fue el golpe de estado y quizás también por lo que oía en mi casa desde niña; yo tenía una formación patriótica que me permitió una percepción de lo que estaba ocurriendo y aunque no estaba involucrada con ningún partido político, simpatizaba con la Juventud Ortodoxa y conocía a Max Lesnik, su presidente.
A Fidel Castro no lo conocía físicamente, solo sabía de él lo que se publicaba en los periódicos o se oía en la radio. Un día yo me encontré con Lesnik y su carro lo iba manejando un joven alto que resultó ser Fidel; esa fue la primera vez que lo vi, sería en el año1951.
¿Conserva aún la imagen de cuando vio por primera vez a Haydee Santamaría y a Melba Hernández en el Cuartel Moncada?
Sí. Cuando estábamos esperando que comenzara la conferencia de prensa que ofrecería el coronel Chaviano —en el cuartel, luego del asalto—, Panchito Cano les pide permiso a los soldados para que yo pasara al baño y me dijo que mirara a la izquierda para que viera a dos mujeres que estaban siendo interrogadas. Al regreso las vi; Haydee se mecía en un sillón y Melba estaba sentada en una silla frente a un mecanógrafo que tecleaba en una máquina de escribir. Cuando yo paso, Haydee me mira fijamente, era una mirada dura, yo no sabía nada de lo que le había pasado, pero sentí esa mirada dura.
Después, en el juicio, Haydee tampoco me quitaba los ojos de encima, con una mirada además inquisitiva. Había mucho calor y ambas se secaban el sudor con un trapito que tenían; yo llevaba en la cartera uno de los pañuelos que había comprado en la rebaja de El Encanto, y en un receso le pedí a un alguacil que se lo diera a Haydee, cuando lo recibió fue la primera vez que la vi sonreír.
Al cabo del tiempo ella me contó que al verme en el Moncada se había preguntado cómo una muchacha tan joven estaba en aquel lugar siniestro, y así supe el porqué de aquella mirada.
¿Era usted valiente en esa época?
Es muy feo que te diga esto, no se trata de valentía, pero sí soy arrestada y hasta un poco temeraria. De niña me tiraba en yaguas loma abajo por lugares del puerto Boniato donde un tío mío tenía una pequeña finca. Las lomas eran muy pendientes, e igual hacía montando en patines por calles empinadas de Santiago. Me sentía segura porque sabía frenar bien y evadir el peligro, aunque a veces me caía.
Todos sentimos miedo, la cuestión está en saberlo superar; supero el miedo. El recorrido por el Moncada fue algo espantoso, pero me preparé para aparentar que lo hacía profesionalmente, aunque se trataba de algo terrible. Yo nunca había visto una muerte trágica, ni algo así de cerca. Lo que más me impresionó fue ver los uniformes nuevos de los jóvenes muertos, sin los huecos de las balas, lo cual demostraba que no habían caído combatiendo, sino que habían sido torturados y asesinados. También me estremeció ver una masa encefálica pegada a la pared: esa imagen jamás se borra de mi mente cuando recuerdo los hechos.
¿Cuál fue el momento de mayor emoción para usted en el juicio del Moncada?
La entrada de Fidel a la sala, que significó un punto de giro en mi actitud, en mi conciencia. Yo esperaba que él y sus compañeros tuvieran la imagen de derrotados, porque había sido una derrota; sin embargo, cuando él llega, en traje oscuro, impecable, y se para y dice que no se puede traer a un hombre a juicio así esposado, fue un momento de tal impacto y fuerza que el corazón me dio un vuelco, pues sentía que estaba presenciando una escena de Carlos Manuel de Céspedes, de los mambises, todo eso voló por mi mente como un aluvión en aquel momento.
Cuando dieron la orden de quitarle las esposas yo me fijé que las manos de los guardias temblaban, y así lo anoté.
Mi primera motivación en cuanto a los hechos del Moncada era eminentemente profesional, pero a partir de este momento y al transcurrir los días, mi interés fue transitando por una reflexión — asociada a los crímenes que vi, a todo lo que supe y se reafirmó en el juicio—, que se convirtió primero en simpatía absoluta, luego en solidaridad y finalmente en comprometimiento político.
¿Cómo llega a Bohemia?
Cuando Panchito se entera que van a requisar los rollos de fotografía sobre las escenas de los asesinatos, se aparta sigilosamente del grupo de periodistas y otros fotógrafos y me hace señas para que lo siga. No tuvo que hablar, comprendí que se proponía cambiar los rollos. Él echó en la mochila del guardia que los estaba recogiendo los rollos de fotos de los carnavales y salimos del cuartel con el grupo de periodistas. Enseguida reveló el material y me lo entregó con veinticinco pesos para que me fuera en avión al día siguiente para La Habana y se los llevara de parte de él a Miguel Quevedo, el director de Bohemia.
¿De qué manera transportó los negativos?
Mi mamá, que era muy inteligente y tenía mucho sentido común, me sugirió que me vistiera bien bonito y que los llevara en la cintura, pegados al cuerpo, y así lo hice. Fíjate que dos o tres negativos, como aún estaban húmedos y porque además había calor, tenían la marca de mi ombligo.
Cuando se los entrego a Quevedo, este me manda a hacer los pies de las fotos, porque no se podía publicar mi reportaje pues había que sacar la información del ejército. Por suerte al censor se le fue uno de los pies de fotos donde hay uno de los combatientes muerto y se ve claramente que tiene puesto un uniforme nuevo y sin encintar los cordones, así lo puse en el pie: «el cadáver viste un uniforme sin encintar los cordones».
Mi reportaje no salió, sino el Parte militar. Mi nombre tampoco apareció dando crédito a los pies de grabado. Solo perseguirían a Panchito, el ejército lo amenazó de muerte, pero el director de Bohemia lo protegió en su finca cuando llegó a La Habana haciendo mil peripecias.
¿Qué hizo entonces con su reportaje?
Quevedo me había indicado que volviera a Santiago e hiciera mi vida normal; me dio quinientos pesos y me dijo que a la primera dificultad regresara a La Habana. En ese dinero estaba incluido el pago por el reportaje que no se publicó, aunque yo lo que quería era que se publicara, pues era mi primer trabajo de gran importancia.
En Santiago me dediqué a ampliarlo para cuando suspendieran la censura, y comencé a investigar. Fui a la Granjita Siboney, al hospital Saturnino Lora y hasta a Bayamo. Contacté con Baudilio Castellanos —abogado de oficio—, para saber cuándo sería el juicio, que empezó el 21 de septiembre. Ya yo había borrado de mi mente el trabajo seguro en la televisión.
El juicio era abierto, pero no se podía publicar aquello que el censor objetara, que era casi todo. Cuando terminó, el 16 de octubre, regresé a La Habana y se lo entregué a Quevedo. Lo leyó, y también Enriquito de la Osa. Unos días después me preguntó si me gustaría trabajar en la famosa sección En Cuba. Acepté, aunque solo iba a ganar cincuenta pesos semanales. Luego me dijo, «pero este mamotreto no lo puedo publicar ni aunque suspendan la censura»; entonces me lo llevé. En una ocasión en que transitoriamente levantaron la censura, hice una síntesis de doce cuartillas para la sección En Cuba; mi texto tenía unas doscientas.
Pasó el tiempo y seguí trabajando en Bohemia. El 31 de diciembre del 58 yo me había quedado a dormir en la primera casa de huéspedes donde viví al llegar a La Habana, y como a las dos de la mañana Quevedo me llama por teléfono y me pregunta si yo tenía «el mamotreto» —él no lo decía peyorativamente, pero así lo llamaba—, y yo le dije que sí, y me dijo que volvía a ser noticia porque Fidel ya estaba en Santiago. Me mandó un automóvil porque consideró peligroso que yo manejara en esas circunstancias, para que lo llevara a casa de Enriquito de la Osa.
En el trayecto vi cómo estaban las calles en esa madrugada del primero de enero; los carros de los que se iban de Cuba andaban como locos, corriendo, transitando hasta en dirección contraria por la avenida que conducía al aeropuerto del campamento militar de Columbia, porque era la estampida de Batista y su gente.
Para la primera Bohemia de 1959, que ya estaba en prensa, hice un reportaje gráfico con fotos que yo había guardado de los principales hechos y asaltantes. Después, en otros números, se publicaron tres reportajes bajo el título “Nacimiento y evolución heroica de un movimiento”.
Un buen día conozco a un joven colombiano llamado Humberto Gaviria que visitaba nuestro país, me pide leer el reportaje completo, y se lo doy. En enero de 1960 él viene a Bohemia y me lo devuelve publicado en tres partes. Así fue como salió mi primer libro, y es la primera edición sobre el juicio y los sucesos del Moncada. Gaviria vendió cien mil ejemplares, a veinte centavos las tres partes, en una feria que se abrió en el Parque Central.
¿Usted le pidió a Alejo Carpentier que lo prologara posteriormente?
No, no se lo pedí, salió de él. Después de la edición de Gaviria en su improvisada editora Tierra Nueva, se publica por Ediciones R una versión con el título La generación del centenario en el juicio del Moncada, a la cual yo le incorporo cómo se formó el movimiento, lo cual conocí en conversaciones con Haydee y Melba, así como datos de los asaltantes y otros antecedentes.
Carpentier lo leyó y me dijo que cuando saliera otra edición le avisara para hacerle un prólogo. A él lo nombraron Ministro Consejero de Cultura de la embajada de Cuba en Francia. Reimprimieron el libro y no tuve tiempo de avisarle, pero en otra edición sí se lo hice saber y él me lo mandó de Francia.
Después que leí su prólogo le pregunté por qué decía que yo era «novelista por instinto», y me contestó que la estructura que yo le había dado desde el primer momento era de novela, que le había incorporado incluso elementos de suspenso y detalles minúsculos muy simbólicos como ese de que por el patio que transitaban los asaltantes un pequeño árbol recién sembrado pugnaba por crecer.
¿Esta apreciación de Carpentier la motivó de alguna manera a seguir por el camino de la narrativa de ficción?
Sí, porque si él decía que yo dominaba la estructura… lo demás era imaginar, buscar información y armar una trama. Empecé a acumular historias como las del paso del ciclón Flora por la Isla y otras, hasta que llegó el «bendito» Período especial.
¡¿Bendito?!
Sí, «bendito» en el sentido de que hasta ese momento yo hacía reportajes de cuatro, tres y dos páginas y al recortarse la tirada de todas las publicaciones me quedé con mucho tiempo libre y comencé a escribir las novelas, porque además coincide que llegan al periódico Granma, mi centro de trabajo, las primeras computadoras, que venían como donación de Alemania; por cierto, que salieron de la RDA por barco y cuando llegaron a Cuba ya se había caído el muro de Berlín.
¿Qué piensa que hubiera pasado si Panchito Cano no le hubiera propuesto redactar los pies de fotos del reportaje gráfico que él debía hacer sobre los Carnavales de Santiago de Cuba?
Eso lo he pensado y te digo que de todas maneras hubiera hecho un reportaje, seguro que yo lo hacía, quizás no hubiera tenido la oportunidad de entrar al cuartel, de hacer el recorrido dramático, pero lo hubiera hecho, porque cuando yo supe que era un asalto al Moncada en lo primero que pensé fue en ir a ver al doctor Fabré, un medico amigo de mi familia, que vivía frente al hospital civil que estaba cerca del Moncada, para que me dijera qué habían visto él o su esposa y qué había pasado.
No creo que hubiera logrado obtener la misma historia, pero que de ese hecho yo escribiría algo, tenlo por seguro.
¿Entonces no fueron los responsables la casualidad y el azar?
No, la casualidad y el azar funcionan cuando las personas se apropian de los sucesos, de los eventos y se dan cuenta de que estos dan para una noticia o para una historia. Estoy segura de que no basta con ser testigo, hay que estar consciente del suceso, interpretar el alcance o importancia de los hechos y eso me lo confirma Carpentier en el prólogo de mi libro El juicio del Moncada.
Sin embargo, hay un elemento que sí es puro azar. Cuando pasa el tiempo, un día conversando con Haydee, ella —que era muy perspicaz—, me pregunta qué día yo viajé a Santiago y yo le digo la fecha y el número del tren, y resulta que yo había viajado el mismo día y en el mismo vagón que ella y Melba rumbo a Santiago de Cuba, sin saberlo, sin que nos conociéramos, con objetivos diferentes, el azar nos había unido. Todavía al cabo de tantos años me impresiona hasta contarlo.
Yo veo que hay una mezcla de cosas; sí hay un poco de azar y casualidad, pero también hay consecuencias de actitudes y de decisiones que yo tomé; por ejemplo: estudié periodismo en vez de medicina, que era lo que tenía pensado; preferí vivir y conocer, a estudiar, y por tanto no me interesó la beca en París; decidí, aunque no tenía dinero, ir a Santiago en las vacaciones y en el momento decisivo le propuse a Panchito hacer el reportaje «de los tiros».
Nota del Editor: Dada la significación histórica de la fecha, el equipo editorial CUBARTE retoma esta entrevista a Marta Rojas publicada en nuestro periódico.
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