Me crié en sus filas. Mis playmates —los que jugaban conmigo a las bolas— no se llamaban Juan Gutiérrez, ni Pedro Pérez. Eran Henry Barnard, David O’ Sullivan o Johnny Keany.
Desde entonces, no les guardo a los norteños ninguna espacial simpatía.
Ah, pero reciba, cada quien, lo que le corresponda. No me duelen prendas al reconocer las victorias ajenas.
Y sería faltar a la veracidad elementalísima no admitir que nuestros vecinos fueron los fundadores del periodismo moderno.
Ahora mismo me estoy acordando de tres cúspides: Edgar Allan Poe (1809-1849), Ambrose Bierce (1842- ¿1914?) y Mark Twain (pseudónimo de Samuel Langhorne Clemens, 1835-1910).
Entre mis íntimos suelo escuchar expresiones como la siguiente, que se refiere a quien es especialmente corrosivo: “Cheo es… ¡ácido de acumulador!”.
De esa sustancia está constituida la prosa de Mark Twain. Él no forjaba una frase. Lanzaba una pedrada (que es, claro está, como se debe escribir).
¿Ejemplos me pedían ustedes, comadres y compadres? Pues allá van. Es su corrosiva visión, a través de un prisma dinamitero:
“Recoges a un perro que anda muerto de hambre, lo engordas y no te morderá. Esa es la diferencia más notable entre un perro y un hombre”.
“El hombre es el único animal que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir”.
“Es mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido que abrirla y disipar la duda”.
“El 28 de diciembre [Día de los Inocentes] nos recuerda lo que somos durante los otros 364 días del año”.
“¿Por qué nos alegramos en las bodas y lloramos en los funerales? Porque no somos la persona involucrada”.
A veces su prosa se carga, más de lo habitual, con aceite de vitriolo:
“El hombre es un experimento; el tiempo dirá si valía la pena”.
“Y así va el mundo. Hay veces en que deseo sinceramente que Noé y su comitiva hubiesen perdido el barco”.
“El paraíso lo prefiero por el clima; el infierno, por la compañía”.
“El cielo se gana por favores. Si fuera por méritos, usted se quedaría fuera y su perro entraría”.
Una de sus virtudes cardinales estribó en la capacidad para reírse de sí mismo:
“Cuando era más joven podía recordar todo, hubiera sucedido o no”.
“Al cumplir los setenta años me he impuesto la siguiente regla de vida. No fumar mientras duermo, no dejar de fumar mientras estoy despierto y no fumar más de un solo tabaco a la vez”.
Aquí parece vaticinar el panorama que nos muestra la prensa mundial contemporánea:
“Conoce primero los hechos. Después, distorsiónalos”.
Y también resulta un profeta cuando prevé cierta característica del actual inquilino de la Casa Blanca:
“Suelen hacer falta tres semanas para preparar un discurso chambón”.
El poder —el político, el económico, el informativo o el religioso— no iba a quedar a salvo de sus ramalazos inmisericordes:
“Ni la vida, ni la libertad, ni la propiedad de ningún hombre están a salvo cuando el legislativo se encuentra reunido”.
“Suponga que usted fuese un idiota y suponga que usted fuese un miembro del congreso. Vaya, pero si estoy siendo reiterativo”.
“Un banquero es un señor que nos presta un paraguas cuando hace sol y nos lo exige cuando comienza a llover”.
“Hay tres clases de mentiras: la mentira, la maldita mentira y las estadísticas”.
“Si es un milagro, cualquier testimonio es suficiente, pero si es un hecho, es necesario probarlo”.
Miren estas desgarradas palabras, increíblemente, en boca de un hombre de éxito:
“La fama es vapor; la popularidad, un accidente: la única certeza terrenal es el olvido”.
Aquel tipógrafo, minero buscador de plata, piloto de barcos, fue un combatiente contra la opresión y la hipocresía. Y perenne cultivador de un estilo agresivísimo. Sin embargo, la ternura no le era ajena a su espíritu:
“El perdón es la fragancia que derrama la violeta en el talón que la aplastó”.
“Para Adán, el paraíso era donde estaba Eva”.
Gracias a esa amable y poco comentada arista de su alma, nos legó dos consejos como para recordar:
“El arte de vivir consiste en lograr que hasta los sepultureros lamenten tu muerte”.
“La raza humana tiene un arma verdaderamente eficaz: la risa”.
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