Manuel Navarro Luna: poeta de su pueblo


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Manuel Navarro Luna: poeta de su pueblo

En la lírica de inicios de los años 20 del siglo pasado, los vanguardismos recién llegados al Caribe procedentes de Europa o del continente americano, mezclados y confundidos en la particular problemática de cada país y en la singularidad de cada poeta, dieron lugar a un raro experimento que tomó algunos rasgos temáticos y recursos sonoros de las vanguardias para mezclarlos con sus tradiciones. Ha resultado curioso que tengamos que aceptar como vanguardias literarias caribeñas, algunos discursos muy separados del referente europeo, en una época en que América ya había generado un paradigma: el Modernismo. El espíritu vanguardista tomó su propio acomodo temático y su propuesta estilística en países y poetas americanos; las diversas versiones de vanguardias, que en el Caribe adquirieron una fisonomía más desdibujada de sus modelos de origen, y más tardía, pronto se acercaron a la realidad social en que vivieron sus poetas, quienes, por lo general, tuvieron una participación política. Cuba no fue una excepción: el primer libro de poesía vanguardista de la Isla, Surco, de Manuel Navarro Luna, inauguró algunos de los más tenues recursos estilísticos vanguardistas —si tomamos como punto de comparación lo estrictamente literario—, aunque no pudiera desentenderse de otras herencias intimistas y románticas presentes en libros anteriores del autor; quizás por ello Francisco Ichaso en la Revista de Avance (Núm. 30, año 1929) afirmó que se trataba de “un libro de tránsito”. También sus mensajes se relacionaban con la poesía social y política de denuncia y combate de esos momentos., y no podía ser de otra manera en la dramática situación social y política cubana: la dislocación de los versos se correspondía artísticamente con el caos y la desesperación por el dolor y el grito de los más humillados de entonces: los campesinos. Surco, como libro, no es solo un hito fundacional para el estilo vanguardista, sino también para la poesía social más radical, que había tenido textos precursores de Francisco Javier Pichardo, Agustín Acosta y Felipe Pichardo Moya, y un poema definitivamente social y vanguardista en 1927: “Salutación fraterna al taller mecánico”, de Regino Pedroso. El cuaderno de Navarro Luna, aparecido apenas un año después, implicaba una acusación a la bochornosa penuria de ciudadanos sumidos en el más patético abandono. Sin ser una obra vanguardista de madurez, Surco, publicado en 1928 en Manzanillo por la Editorial El Arte de Juan Francisco Sariol, inició una transformación en el tradicional diálogo del poeta con su circunstancia, y una renovación lírica dirigida hacia la comunicación del artista con su entorno; más que a participar de innovaciones formales, sus mensajes estaban dirigidos a interactuar e invitar al cambio social, no a hacer gala de estilo o de malabarismos lúdicos con la palabra. El poeta exigía una nueva lectura del legado cultural y social; más que teorías o manifiestos, lo más importante para la participación del intelectual en la sociedad, era su propia creación artística.

Estos rasgos vanguardistas de feliz aparejamiento con la poesía social y política, constituían una respuesta artística a la injerencia norteamericana en los asuntos económicos, comerciales, sociales, políticos, administrativos, financieros, diplomáticos y militares de Cuba. La llegada de las vanguardias a la Isla fue muy oportuna para revolucionar los procedimientos ficcionales del arte y la literatura, y coincidió con un contexto de revuelta ideológica que implicaba más bien una rebelión civil, reclamada por Rubén Martínez Villena en su “Mensaje lírico-civil” y por los textos de Julio Antonio Mella en Alma Mater. Y aunque estaban apareciendo poemas en las publicaciones periódicas, incluso los de Martínez Villena, que tenían rasgos del estilo vanguardista, todavía no existía un poemario que respondiera a este sistema forma-contenido, hasta que vio la luz en Manzanillo el de Navarro Luna, una noticia tardía para algunos críticos habaneros o radicados en la capital. Surco no siempre ha sido reconocido amplia y plenamente en su integración; en ocasiones, los estudiosos literarios han enfatizado solamente la “dislocación de la disposición tipográfica”, el “abandono de la mayúscula”, o la “extrema libertad de metáforas”, y esos aspectos pocas veces se han colocado en su justo vínculo orgánico con los contextos y sus respectivos mensajes. En otros estudios de marcada intención política, solamente se alude a su eficacia propagandística, sin mencionar los recursos literarios que la sustentaron y que contribuyeron a ella. Otras lecturas se quedan en la mención a la “sinceridad y fuerza de expresión clara y directa”, sin remitirse a las dramáticas circunstancias en que nacieron los versos. Es cierto que no hay grandes hallazgos formales, ni audacias en el lenguaje o experimentaciones iconográficas, no ya en relación con los poetas franceses, sino tampoco con los de Argentina, Chile o México de su época; los procedimientos vanguardistas adoptados por Navarro Luna fueron discretos, y pusieron en primer plano los mensajes de carácter ideológico y político frente a la crisis del gobierno de Machado y ante la imperiosa necesidad de una revolución social apremiada por el descontento y desconcierto de la frustración republicana. Las formas libres se traducían en una rebelión contra la retórica de la hipocresía burguesa y su almibarado gusto poético de entonces. El argentino Enrique Anderson Imbert, al evaluar estos textos, solo vio en el poeta cubano un creador que “hilvanó metáforas en diminutas alegorías y dibujó caligramas”; sin embargo, el dominicano Max Henríquez Ureña, más cercano a nuestra historia y cultura, apuntó que Navarro Luna llevaba a la poesía “inquietudes sociales”, a veces con “viril emoción patriótica”: “poesía de grito y de reto”, “vibrantes poemas de combate”.

Manuel Navarro Luna, desde el fecundo Manzanillo adoptado, estaba decidido a una búsqueda de estilo y orientación diferente a la que había experimentado hasta ese momento en el intimismo de Ritmos dolientes, 1919; Corazón adentro, 1920, y Refugio, 1927, sus  tres primeros libros, todavía con muchos rasgos de reacción romántica contra el Modernismo del primer Darío, y bajo el influjo de las recientes huellas del mexicano Enrique González Martínez y del primer Juan Ramón Jiménez. Surco fue una ruptura violenta con su poesía anterior, y de cierta manera labró a contracorriente de lo que José Antonio Fernández de Castro y Félix Lizaso habían asegurado que sucedía en la lírica insular en su célebre ensayo de  1925 “La poesía contemporánea en Cuba”, pues a partir de este cuaderno el poeta abandonó definitivamente lo que se ha denominado posmodernismo. De todos los que quisieron abandonar el barco rubendariano de su primera poesía de bazar, nadie llegó más lejos que Navarro Luna con este libro, y la violencia de sus imágenes se orientaba en correspondencia con un destino nacional. Pulso y onda, 1929, se acercó más a este puerto, pues la exposición de la angustia del ser humano ante el desamparo, ya esperaba recibir una respuesta del lector. La ruta que trazaron estos mensajes poéticos, halló continuidad de manera más directa y fuera ya de la órbita vanguardista años después, incluso con publicaciones en el extranjero, como en Poemas mambises, edición fechada en París en 1935 con prólogo de Henri Barbusse. Al año siguiente, en La tierra herida, prosiguió la denuncia ardiente de la injusticia sufrida por los campesinos. El resultado de este itinerario estético maduró en Odas mambisas, dedicadas a la lucha de los cubanos por su emancipación, publicada en los primeros años de la Revolución. Este derrotero confirmaría que lo emprendido por el poeta conducía a una meta vislumbrada. 

La estructura por secciones de sus cuadernos no es esencial, porque sus poemas participan de tono y tema comunes. El estilo es siempre provocador y se mueve entre la solemnidad y la arenga; los argumentos sociales manejados conservan frescas las intimidades, y se adentran en una indagación ética, en la cual la especulación y la intuición se desbordan para mostrar no pocas aristas de la formación anárquica y autodidacta del poeta. Algunas zonas morbosas de su obra casi siempre se aproximan a una sutil denuncia social, y junto a un nuevo tipo de comunicación con el lector, hay un estado subjetivo cercano al surrealismo. En sus versos de proyección típicamente moderna, a partir de un lenguaje que ha asimilado el asombro por el maquinismo y la lucha revolucionaria, se va adquiriendo un nivel de compromiso de la intimidad con lo simbólico, para integrarse en un quehacer muy relacionado con las preocupaciones sociales y políticas de la gente común: el poeta se convierte en voz de muchos silencios. Sus imágenes se van cargando de  impresiones con alta dosis de subjetividad, a veces tremendistas, como el propio temperamento y personalidad del creador, pero sin pretender jugar con las palabras ni cambiar la tradición retórica; sus intenciones, más que estrictamente literarias, aunque utilizara el lenguaje de la poesía, se encaminaban a revelar la tragedia de seres abandonados a su suerte; el propósito fue conminar a la reflexión sobre el entorno, con la explícita voluntad de conmover, y si es posible, convencer y movilizar: una bomba de ideas para intentar sacudir y aportar una nueva sensibilidad que cambiara el moroso panorama intelectual de la republiquita. Su obra nunca aspiró a una proyección lúdica de desenfado y acento gracioso que tomaron otras poéticas vanguardistas; si bien aquí los versos escalonados juegan, el objetivo es mostrar el caos; las prosopopeyas o la personificación de los versos que los hacen majestuosos y de tono grave, sirven para que el Yo poético actúe como líder y pueda proponer un constante diálogo para la comunicación, semejante a la oralidad de la arenga; y entre admiraciones y suspensivos, se reproduce cierto estado de desasosiego o incertidumbre, correspondiente a los procedimientos del momento para mostrar la emoción y el dramatismo en que se inscribía el asunto tratado. 

Puede observarse que en sus iniciales Surco, y sobre todo, en Pulso y onda, se hace evidente la repetición de los efectos melodramáticos dentro de un ambiente sombrío, una voluntad elegíaca cada vez más reiterativa y explícita, hasta formar parte de su estilo. Este sentimiento doloroso alrededor de la muerte, proyectado dentro del espíritu élego, va predominando en el balance de su obra frente a los típicos procedimientos vanguardistas que se esbozaron desde los primeros poemas. Le interesó más atender su pasión por continuar describiendo la miseria física que trasvasaba miseria moral. Los elementos de contraste y las figuras patéticas que acentuaban enfáticamente el dolor y el desgarramiento de los seres humanos en sus libros de los años 40 y 50, tienen mayor importancia que ciertas asimilaciones lexicales y externas del más ortodoxo vanguardismo formal de sus primeras propuestas. Es innegable que transparentó escepticismo en una buena parte de sus primeros poemas; por momentos una concepción fatalista rondó algunas páginas o expresiones, y al continuar el diálogo del individuo con una sociedad injusta, algunos de sus versos arrojaron resultados de pesada angustia, cansancio o pesimismo. Ciertas lecturas, a veces demasiado descontextualizadas, prejuiciosas y suspicaces, y con determinados rasgos de búsqueda de lo “políticamente correcto”, condujeron a que a Manuel Navarro Luna no se le haya reconocido tanto por aquella zona inicial de su obra, que le otorgaba el mérito de ser pionero de la vanguardia lírica expresada en un libro, y uno de los primeros cultores de la poesía social moderna en Cuba, y se destacara, casi exclusivamente, su obra patriótica, civil y política posterior, de clamor militante. Pero Navarro Luna es todo: lo uno y lo otro. Por otra parte, no tendría ningún valor, ni constituiría ejemplo para nadie, quien fuera de hierro en todo momento, y,  por falta de sensibilidad, nunca se deprimiera. La poesía no perdona traiciones íntimas, el poeta verdadero no puede cometer esas infidelidades, y Navarro Luna fue siempre un auténtico poeta que nunca jugó con la página en blanco. También fue incomprendido, mal leído, peor interpretado y hasta tergiversado, cuando publicó Doña Martina, en 1951, una desgarradora elegía en décimas escrita a la muerte de su madre, una catarata de dolor dedicada a la mujer que le dio, no solo la luz de la vida, sino también la de la lectura. Si esos estados de ánimo pudieron aflorar en algunas de sus composiciones, es sobresaliente la dignidad con que resisten los humillados en sus versos e innegable el balance final de aliento de una obra en que la lucha revolucionaria se transparenta hasta en las depresiones.

Vanguardia estética y política fue su arte como pocos, pues lo más común es que muchos creadores cumplan solamente con uno de los dos destinos, y a veces, con ninguno de los dos. Juan Marinello lo había destacado en el prólogo a Pulso y onda: “Los versos de este libro son nuevos porque no recuerdan a sus hermanos de ayer y porque –¡nova novarum!– al leerlos hemos oído removerse nuestra tierra escondida”.

Nuestra tierra escondida, ahora develada por la denuncia vanguardista, poemas como hombres, “hijos de iluminadas tormentas”. Tuve la oportunidad de escuchar en una grabación que se amplificaba en el parque de Manzanillo en las Jornadas Navarro Luna, la declamación de su poesía en su propia voz, y no he podido olvidar la devoción de los manzanilleros por uno de sus hijos predilectos, al que escuchaban en impresionante silencio. Comprobé allí el diálogo con el lector que Navarro Luna pretendió al iniciar la ruptura vanguardista en su poesía, y que mantuvo durante toda su vida. Las nutriciones, y también los rechazos, con que el poeta asimiló y negó las vanguardias, fueron condicionamientos para desbrozar un camino nuevo erizado de provocaciones para la poesía cubana en el resto del siglo XX. Hacer lo suyo a tiempo pudo haber sido una iluminación, pero permanecer dialogando con su pueblo, le otorgó un valor extraliterario excepcional que ha trascendido lo puramente poético. El secreto de esta permanencia lo reveló Heberto Padilla en el prólogo a la Obra poética de Navarro Luna publicada por Ediciones Unión en 1963: “Cada una de las vicisitudes de su pueblo, cada uno de los instantes de angustia o alegría, de heroísmo o de cólera, han sido vividos también por el poeta. Y el pueblo cubano se reconoce enteramente en los poemas de Navarro Luna; y yo no sé que haya gloria más alta que ésta para un poeta verdadero”.                                                                                                     


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