Los silencios de “La última estación”


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Poster del filme chileno La última estación.

La cámara, tomadora de monólogos y quebrados silencios, persiste anclada por ese degustar del tiempo donde los diálogos sordos y la luz comparten un mismo espacio desde la altitud de las horas. En esos habitáculos de sórdidos pasillos y lámparas necias perduran las sombras de hombres y mujeres que han vivido, y viven, la hornaza del tiempo tardío. De esas muchas horas de andar por la vida, cuando toca la hora del recuento, se avistan memorias. Pero estas, en La última estación no afloran en versos. Se exhiben como metáforas desde las exuberantes simbologías que encumbran los saberes y las emociones, vitales para encender los monólogos que narran esta puesta cinematográfica, poblada de texturas.

En esta entrega documental no se retrata un espacio cualquiera. En él moran las huellas de abultadas vidas, los silencios que persisten aferrados a quedarse como soliloquios y las miradas truncas de quienes gravitan en sórdidas nostalgias. Esas que dibujan la quietud o las preguntas engullidas en fuga, en medio de la nada.

Son ancianos con historias, con muchas historias que nos toca tomar mediados por una pantalla virtuosa pintada de luz y sabia. Son humanidades que exhiben enconados trazos de pliegues curtidos por el transitar de los años dibujados como apuntes de plumillas y tintas de acuarelas envejecidas; caducadas por el castigo de las noches y los golpes del alba, que no distinguen ideologías, culturas, religiones o crónicas vagas.

El tomavistas de esta pieza documental discrimina ángulos, palabras en fuga, ventanas enteras o detalles que clavan los sentidos de la aurora. Incursiona en relatos surgidos por el azar o ese espontáneo devenir de una tarde cualquiera, que tras las esperadas mutaciones adquiere significados, verdades, certezas y nuevas preguntas. Todas ellas escritas para un lector que ha de estar atento a los vericuetos del sonido, a los poderes de una noche en veda o a los apacibles refugios de un árbol sembrado en medio de la lluvia, el frío que cala los huesos y la curtida neblina. Ese árbol traslúcido y voraz que, sin saber cómo, avista colores, humedades o frescos de pátinas ciegas.

La filmadora de esta ejemplar obra se revela poseída por sustantivos ojos que hurgan en las intimidades de un lugar varado, en la que habitan los personajes de un relato trenzado. Dibuja con paciencia materialidades de un aposento sembrado, herido y sin faldas. Es en verdad la nueva patria de mortales subyugados por el silencio, la soledad y el recuento.

Ella toma el preguntar de un anciano que explora interminables pliegos de números telefónicos impresos que al final de cada día tacha, como símbolo y evidencia de la pérdida. Discrimina en ángulo ancho y distanciada curvatura los empeños de un hombre que se resiste a dejarse doblegar por los dolores de su espalda tullida, recogiendo hojas secas de texturas inversas, vertidas en los grises de un patio colindante donde las sombras no tienen espacio ni claro aposento.

Son sucesivas fotos que encuadran los cercos de una habitación de sobrias posesiones, ocupados por camastros vestidos con mantas de aspecto grueso, que asumen la encomienda de desterrar los abultados fríos, los diálogos vedados, las noches de llantos discretos. Todo ello, ante la soledad que lo absorbe, emerge erigida como esa posesiva señora de pelos largos y grandes follajes que transita en los altares del silencio.

El retrato forma parte de ese tomar impresiones, pertinente para edificar con sabia y declaradas emociones los marcos de esta obra fílmica. Son rostros callados, balbuceantes, absortos en alguna estación o estratosfera finisecular, cuya simbología transciende en nuestro presente como parte de esas miradas que no percibimos o apenas notamos.

Para justificarlo, diría que nos atrapa ese andar de prisa pues parece que estamos dispuestos a tomar el mundo para nosotros y no para los otros. A esos rostros de luz y sombras los vemos en las portadas de las novelas de éxito, en alguna revista tomada de ocasión o en los derroteros de los telediarios que pintan delgados reportajes o crónicas inconclusas teñidas de mediocridad y caminatas con sabor a sal gruesa después de un largo aguacero.

Con La última estación, las piedras de sus ojos se clavan en los sonidos de la tristeza, en la sentida nostalgia, destrabando las esenciales preguntas de una verdad que no siempre queremos reconocer. Sobre todo, cuando se trata de escuchar con atención a los que hicieron la noche, los amaneceres tardíos y las tardes de domingo. Estos también son nuestros ancianos, aunque no los conozcamos, no sepamos sus nombres y apenas se nos haya revelado escuetas evidencias de sus relatos quebrados.

Cristian Soto Hermosilla y Catalina Vergara, los autores de esta excepcional pieza documental, enfilan las grietas de sus miradas hacia el cobertizo de un entierro, hacia el espacio luctuoso de una funeraria. Dejan en soledad su cámara de improntas saliéndose de ese marco estrecho que predomina en la obra, para retratar el sentido de la pérdida, la luz que le acompaña y los pocos testigos que le asisten. Es un plano incólume, impasible, empeñado en tomar los sonidos destronados y las fuerzas que le amordazan. Entonces se revela, tal vez, la ausencia de muchos amigos, los abrazos de un familiar que asiste desprovisto de adjetivaciones rocosas tras el precio del tiempo, del más enardecido tiempo que no permite que le detengan su amotinada ruta.

Esta obra documental, de gran altura cinematográfica, toma de las energías que distinguen a la escritura de un diario por ese empeño de registrar lo que allí sucede. Resuelto con cerradas narrativas sin intervenciones floridas y tecnologías al uso, despojada de la letra muerta que define al glamour insulso, descorchado, vestido de vago nihilismo. Con este texto se imprimen preguntas, aciertos, desvelos, verdades y ese esencial cometido que le asiste al género: cultivar los sabores de la vida en nota fílmica.


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