A veces escuchamos hablar del autor y su obra pero en este caso concreto creo que debemos decir mejor: el autor se parece a su obra. En efecto, Jorge César Sáenz se parece cada vez más a esos santos que surgen de sus manos huesudas y toscas, y a otros seres humanos que ensalza individualmente o convierte en familia cuando los trata y organiza en conjuntos. Su espesa tranquilidad y carácter lo truecan en alguien tranquilo, sosegado, que mira constantemente hacia abajo como hurgando con sus ojos la tierra bendita que lo sustenta en busca de algo más allá del asfalto, piedras y rocas. A ratos se distrae consigo mismo y entonces mira hacia el infinito, y más allá, mientras enciende con parsimonia un habano grueso de marca conocida o el más humilde de todos comprado en una precaria bodega de Trinidad.
Como otros artistas de esa villa colonial, la madera es pasión y devoción en él, y es la musa que le inspira crear: en ella ha tallado no solo obras singulares y únicas sino su propio camino en el maremágnum del arte contemporáneo cubano, alejado de tendencias dominantes, veleidades epocales y la voracidad del mercado.
Aspirando cada día aires de contemporaneidad y el humo de sus habanos, Sáenz simula o esconde muy bien esa pertenencia al medioevo europeo que transpiran su cuerpo y alma. Por eso me asombro siempre al verlo descender entre nosotros llegado desde tan lejos en la historia sin cansarse mucho. Si creen que exagero, entonces prefiero conjeturar que tiene la edad de esas maderas que consigue a precios módicos con los fabulosos campesinos y carpinteros de la región: algo así como 200 años, o poco menos quizás. Gracias a ellas ha logrado producir una iconografía única en el país, apenas celebrada como le ha correspondido en suerte a otros artistas cubanos más cerca quizás de los centros de poder cultural y de las candilejas de museos y galerías, ubicados sobre todo en la capital.
Es otro creador de “provincia” que ha pagado caro su lealtad al origen de esas raíces y tradiciones que circulan por sus venas pues ha preferido realizarse allí entre adoquines, tejidos, montañas y una arquitectura como pocas en esta región del Caribe y Latinoamérica. No conozco precedentes en Cuba aunque vale la pena pensar en algunas pinturas de José Nicolás de la Escalera hacia fines del siglo XVIII o en ciertos autores de la modernidad nuestra que se acercaron a esta temática en pleno siglo XX. De ahí que Sáenz se me antoja uno de los raros ejemplos dentro de la historiografía artística cubana aunque el género del retrato que él explora por momentos sí tiene adeptos suficientes.
Sin sobresaltos ni poses edulcoradas para la fama y los aplausos, este artista se entrega día a día a la instauración de un mundo muy personal en el que la religiosidad y el fervor católico se cruzan de muy diversas maneras para atestiguar la compleja interioridad del ser en cualquier latitud del orbe y circunstancia. Se hunde en las esencias del comportamiento humano para hablarnos del dolor y las angustias íntimas, del control y las restricciones, de los padecimientos universales. Y lo hace mediante una depurada y antiquísima técnica medieval, a ojos vista en cualquiera de las iglesias y catedrales góticas y barrocas que pueblan la mayoría de las naciones europeas y americanas. Desde Miguel Ángel en la Italia renacentista hasta el Aleijandinho en el fabuloso Brasil barroco le llegan influencias sutiles que él incorpora con naturalidad para ofrecernos una imaginería de raíces religiosas y contextualizadas que ha logrado ubicar en el escenario artístico en este siglo XXI.
Es un artista antiguo y moderno, arcaico y contemporáneo, que sortea con elegancia algunas de las paradojas del arte al reconocerse en un mundo desigual, diferente, pleno de tiempos históricos en increíble convivencia. Es de allá, de tan lejos, como de aquí, de ahora. Su sincero realismo en formas y expresiones nos convence tanto como su naturalismo ajeno a conceptos y estilizaciones.
El tratamiento de asuntos actuales bordea con sutilezas aquellos de otros momentos sin que podamos delimitar a ratos su procedencia exacta. Tal es la unidad y coherencia que los une por encima de formatos y dimensiones. De ahí que su obra goce de esa organicidad asentada en el manejo extraordinario que hace de trinchas, gubias, mazas, martillos y yesos hasta culminar en colores pálidos y delicados que sabe ubicar en mejillas, cejas, manos, piernas, uñas y ofrecernos así ese concepto de veracidad tan presente en casi todas sus obras.
A golpes de tantos instrumentos antiguos, Sáenz elabora nuevos rostros de la contemporaneidad con habilidades y oficio impar. Como surgiendo de una nueva fe, de una renovada esperanza que tanto necesitamos en estos tiempos difíciles.
Publicado: 10 de noviembre de 2017.
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