Recordaba Fidel que durante los años noventa, en las Cumbres Iberoamericanas, amistosos jefes de Estado se le acercaban con espíritu fúnebre, dando por hecho que los días de la Revolución Cubana estaban contados. Nadie apostaba un centavo por su sobrevivencia, y ni siquiera por la viabilidad de alguna opción más o menos progresista. Pero en 1999 llegó al poder Hugo Chávez; su juramento al cargo de presidente de Venezuela, sobre la “moribunda constitución” de la Cuarta República, resultó ser un desafío al entusiasmo neoliberal e inició la gran ola izquierdista de la primera década del siglo XXI, que él encabezó en la variante más radical. Su impetuosa aparición hizo cierto el vaticinio del Bolívar cantado por Neruda: “Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo”.
Heredero de la más legitima tradición revolucionaria, Chávez promovió profundas transformaciones en su país, conquistó el alma de millones de personas, y su papel fue decisivo en la creación de espacios y mecanismos de integración regional como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba) y la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Fue esencial, también, en un definitivo gesto de independencia como el rechazo al Alca en la Cumbre de Mar del Plata, donde aglutinó a los presidentes que descarrilaron el perverso plan impulsado por el gobierno de George Bush. Su postura lo llevó a soportar las más desenfrenadas arremetidas de la derecha, incluido un golpe de Estado del que regresó en hombros del pueblo.
Como Fidel, a quien lo unieron lazos entrañables que desbordaban las afinidades políticas, Chávez fue un líder auténtico que se ganó el respeto y cariño de las masas por su capacidad de interpretar las necesidades y deseos de las mayorías. En su torrencial y embriagadora oratoria era capaz de mezclar las voces de los grandes próceres con la cultura popular; sabía pasar, casi sin transición, de alguna frase para la historia a una canción llanera, y apelaba sin titubeos a los mitos populares. “Aquí huele a azufre”, dijo –ocurrente y cáustico– en el estrado de la Asamblea General de la ONU, para desconcierto de los bienpensantes y regocijo de los condenados de la tierra.
A diez años de su desaparición física y a punto de cumplirse el bicentenario de ese monumento al evangelio imperialista que es la Doctrina Monroe, el pensamiento y la acción de Hugo Chávez siguen siendo imprescindibles. No hubo nada azaroso, por parte suya, en consagrar como Bolivariana a la República nacida de la Revolución que lideró, en genuina declaración de principios y de propósitos. Y valen para Chávez –sobre todo ahora, cuando tantos retos tenemos por delante– las palabras que, a propósito del Libertador, pronunció José Martí: “lo que él no dejó hecho sin hacer está hasta hoy, porque Bolívar tiene que hacer en América todavía”. Como cantó Alí Primera, ese grande de la cultura nuestroamericana de resistencia, cuyos temas citaba a menudo: «Los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos".
La Habana, 3 de marzo de 2023.
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