—¿Era la primera vez que salía de Cuba?
—Sí, la primera vez.
—¿Fue en avión?
—Sí, en avión.
—¿Usted había viajado en avión alguna vez?
—No, nunca. Jamás en la vida. Deseos tenía muchos. Y de viajar, exactamente igual, pero nunca… Aunque a mí me hubiera gustado mucho viajar. Siempre me hacía la idea de salir del país, un día ir a México, no sé…
Cuando el viernes 24 de julio de 1953 salía al igual que veintisiete compañeros más de la región de Artemisa rumbo a Santiago de Cuba, Severino Leonardo Rosell González no hubiera podido imaginar que tres meses y doce días después se cumplirían esos deseos, solo que en condiciones muy distintas a las que había añorado… Que sobreviviente del asalto al Moncada, que exiliado, que apenas sin dinero, viajaría por primera vez en avión, por primera vez saldría de Cuba, y que una increíble cadena de coincidencias se eslabonarían hasta conformar la circunstancia en que llegó a integrar el grupo de los primeros cubanos que conocieron al Che.
Fue el 6 de noviembre de 1953; pero el 6 de noviembre de 1953 no fue el día en que “Vero” Rosell conoció al Che, fue el día en que salió de Cuba hacia Costa Rica, donde varios días después conocería a Ernesto Guevara de la Serna. “Lo recuerdo porque precisamente el día 6 era mi cumpleaños, cumplía 25 años y los cumplí en San José de Costa Rica”.
De los cinco cubanos participantes en las acciones del 26 de julio de 1953 —entre ellos Calixto García Martínez (1) —, que recibieron asilo político en Costa Rica, el único que pudo conseguir allí trabajo fue Rosell. Pero antes que me diga cómo el dueño de la casa donde lograron hospedarse, que también era cubano, le tomó afecto y lo empleó por 600 colones al mes (unos 100 dólares aproximadamente) para que le lijara una a una las lunetas del teatro que administraba y después las pintara, y pintara también la reja y la fachada del edificio, es bueno recordar que el 26 de julio de 1953, mientras un joven argentino llamado Ernesto Guevara caminaba por las calles de La Paz, Bolivia, Severino Rosell era uno de los diecinueve hombres que formaban parte de la pequeña columna encabezada por Fidel Castro que intentaba ganar la cordillera de la Gran Piedra para después pasar a las primeras estribaciones de la Sierra Maestra. Débilmente armada, era una reducida proporción del contingente protagonista de los sucesos ocurridos en Santiago de Cuba unas horas antes.
Rosell había sido uno de los jefes de las seis células organizadas y adiestradas bajo el mando inmediato de Ramiro Valdés en Artemisa. Así viaja a Santiago de Cuba y así participa en el asalto al cuartel Moncada. ¿Sus imágenes de aquel acontecimiento?
Yo sí le digo a usted y se lo he dicho siempre a los compañeros, que a nosotros nos recibió una lluvia de plomo. Porque nosotros tuvimos que lanzarnos de la máquina, rápidamente abrir las puertas y tirarnos porque si no nos acribillan a balazos dentro del automóvil. Buscamos posición detrás del auto y después en una garita, donde le hicimos frente a un guardia que venía hacia nosotros. Le tiramos varios compañeros, lo tumbamos y allí estuvimos tirando hasta que pudimos. No recuerdo exactamente dónde estábamos ubicados nosotros, pero de acuerdo a mi idea era bastante cerca del Moncada. Y salimos cuando Fidel dio la orden de retirada. Fuimos casi de los últimos. Ninguno de los que estaban en mi grupo sabía manejar, hasta que vino Oscar Alcalde que vio la máquina y se montó como chofer. A su lado yo llevo una escopeta y mi pistola. Detrás iban Mario Collazo, y los hermanos Roberto y Orlando Galán de Artemisa, y Orlando Benítez que a última hora llegó corriendo herido en una pierna.
Aunque no teníamos esa orientación, volvimos al lugar de la partida, a la granjita de Siboney. Y lo primero que hicimos fue quitarnos la ropa de militar y ponernos la nuestra que habíamos dejado colgada. Allí Fidel nos planteó que él iba a seguir combatiendo en las montañas, que el que quisiera seguirlo pues que lo siguiera. De allí salimos diecinueve compañeros con Fidel, pero enseguida quedamos dieciocho pues está el caso de Emilito Hernández que se nos extravió en la primera loma que subimos y más tarde fue capturado y asesinado.
Para Severino Rosell la historia que sigue es la vertiginosa sucesión de acontecimientos que en la memoria y el tiempo confunden sus contornos entre lo real y lo irreal. Fue la sed, el hambre, la marcha continua, el continuo acoso, sol, calor, sudor, los aviones acechando, las montañas y la lluvia y la noche y el frío, y los campesinos que ayudan, y por fin comida, y otra vez el sol, la sed, el hambre y la extenuación, y Benítez herido, y a Mario Lazo que se le escapa un tiro y se hiere en una axila, y la decisión de que bajen e intenten llegar hasta Santiago de Cuba los heridos y Jesús Montané que ha perdido los espejuelos y casi no puede andar por las lomas, acompañados por Rosendo Menéndez, Israel Tápanes y Rosell; seis en total, que se subdividirían en dos grupos, uno de cuatro y la pareja Lazo, que sigue sangrando, y Rosell, que deciden no ir hacia Santiago.
Atravesarán cuatro fincas hasta que les permiten guarecerse durante varios días con algo de leche y de comida. Todo un mes tirados en una loma, y “allí lo curaba, y con un palito le sacaba gusanos de la herida”. Recados, gestiones y un contacto que por fin se establece con gentes revolucionarias del pueblo. Y es el camión de reparto de leche en que son llevados hasta la casa de Alfredo Guerra en el lujoso reparto Vista Alegre de Santiago. Y la separación de los dos combatientes. Y la estancia escondido en la casa de la familia de Vilma Espín, la que tenían en la playa. Y el proyecto de salir clandestino en un barco de carga hacia Honduras, que no se ejecuta. Y el automóvil hasta Palma Soriano. Y de Palma en un ómnibus de la ruta 80 hasta El Cotorro, en La Habana. Y la ida a la Embajada de Guatemala en busca de asilo que no se le concede, y al Nuncio Apostólico, también baldía y, por fin, la protección del Embajador de Uruguay.
El Embajador me planteó que si yo quería salir hacia Santo Domingo, que era más cerca, o hacia Costa Rica, para no tener que viajar hasta Uruguay que era muy lejos. Porque estaba el problema del dinero para el pasaje, y aunque nosotros tuviéramos tres quincallas la situación que se vivía era difícil para ganar unos pesos y mi familia no podía pagar el gasto en avión ni nada de eso. Malamente pudo colectarse entre amigos algunos pesos para pagar el pasaje y llevar algo para allá. Entonces me enviaron a Costa Rica.
A San José de Costa Rica llegó después de una escala en el aeropuerto de Managua, Nicaragua. Cuatro meses después recalaría nuevamente de paso por Managua, con rumbo inverso, hacia al norte, hacia México. Pero eso será después. Ahora, en San José, el abrazo a los compañeros, y el alojamiento, y el trabajo en el teatro. Y las conversaciones con exiliados de distintos países en la cafetería del hotel Soda Palace. Y la vinculación estrecha con los revolucionarios nicaragüenses para ayudarlos a librarse de la dictadura de Anastasio Somoza, y después, con la ayuda de los “nicas”, llevar adelante el plan de rescatar a Fidel y a sus compañeros presos en el Reclusorio Nacional para Hombres de Isla de Pinos, pero…
— Ah, lo que yo sí quería decirle algo que muchos no conocen. Y es con relación al Che.
— ¿Al Che?
— Al Che. Los que formábamos ese grupo de cubanos en Costa Rica fuimos los primeros cubanos que conocimos al Che, en aquel viaje que él hace por Centroamérica. Nosotros estábamos en la cafetería del Soda Palace, que la llamamos Café Internacional. Allí nos compenetramos un poco con el Che. Me acuerdo que él andaba con su mochila al hombro.
— ¿Una mochila?— preguntamos maquinalmente mientras visualizamos el bolsón que le servía para dormir a la intemperie y guardar sus pertenencias cuando andaba de viaje.
— Sí, una mochila, sí. Porque él era pintoresco, le gustaba viajar con poco o ningún recurso. Ya lo había hecho en más de una ocasión. Posteriormente en México supe que él estaba en Guatemala. Ya cuando tumban a Jacobo Arbenz, el 26 de junio de 1954, nosotros estábamos en México. Allí conocimos a Arbenz y vimos al Che, lo vemos otra vez, empezamos a compenetrarnos de nuevo.
Ese reencuentro en México de Rosell tiene que haber sido en agosto de 1954, porque es en este mes que Ernesto Guevara pasó en ferrocarril la frontera de Guatemala con México.
Entonces, el Che se hizo asiduo participante en las reuniones de los cubanos, ahora reagrupados en México. Claro, que no tanto como lo sería después, cuando conozca a Fidel, que arribó el 7 de julio de 1955 procedente de La Habana.
Y óigame, la pobreza del Che en sus primeros momentos fue extraordinaria. Algunas veces llegaba a donde estábamos nosotros y si íbamos a comer pues él comía con nosotros. En esas primeras semanas había ocasiones que no tenía dónde comer, no tenía dónde vivir. En México él pasó bastante miseria…
Al igual que los cubanos exiliados residentes en otros países, quienes componían el grupo de Costa Rica recibieron la orientación de marchar hacia México y sobrevivir juntos. De modo que en marzo de 1954 Severino Rosell llegó por avión desde Panamá a Honduras, junto con Calixto García. En Tegucigalpa permaneció veinte días por los trámites del visado. En esos días, Calixto García no obtuvo permiso de entrada en México y debió permanecer en Honduras. Rosell arribó a Ciudad México con solo cinco dólares, que debió cambiar en el mismo aeropuerto para pagar el taxi que lo condujo hasta Río la Plata 28, donde se agregó a un grupo de cubanos que allí residían en un apartamento al lado del que en ese edificio ocupaba Raúl Roa. Ese es el apartamento en el que los visitaba el Che a su llegada a México.
Y también en el otro, en el que después teníamos por la Colonia Cuatéhmoc, cuando se desintegró el primer apartamento. Porque ahora es muy fácil decirlo, pero ¡las penalidades que pasamos en México! Cada uno por su lado y yo sin un kilo en el bolsillo. Y así tuve que separarme del grupo. Con la maleta bajo el brazo sin tener dónde estar. Me fui con otro compañero, al que de vez en cuando le mandaban algún dinero, 70 pesos, 80 pesos, que a mí, ¡jamás! A no ser aquella vez inicial de la colecta, lo que después podía recibir eran 10 o 20 pesos, y con esto tenía que vivir en México el mes entero, y que no había posibilidad alguna de trabajo. Yo le digo a usted que pasé una… Hasta pasé como una semana durmiendo en el mismo edificio de apartamento donde antes vivíamos, pero en el garaje, porque los porteros o encargados, como me conocían, me dijeron: "Bueno, venga para acá", me metían en el sótano, donde se parqueaban las máquinas y en ellas dormía. Entonces me mudé para casa de un venezolano, muy adeco (2), creo que se llamaba Susano. Así estuve viviendo hasta que el venezolano, el Che y yo hicimos como una unión de fotógrafos.
Se sabe que una de las formas en que Ernesto Guevara pudo sostenerse precariamente durante sus primeros tiempos de estancia en México, fue trabajando como fotógrafo ambulante, tarea de la que compartía los escasos ingresos con el guatemalteco Julio Roberto Cáceres, El Patojo. En ese deambular, en enero de 1955, el Che conoció en la calle al médico argentino Alfonso Pérez Vizcaíno, quien dirigía la sucursal de una empresa informativa de su país, la Agencia Latina. El Che aceptó brindarle sus servicios fotográficos, ya que tenía experiencia como reportero y fotógrafo deportivo desde que con 15 ó 16 años practicaba el football rugby y estuvo a cargo de la revista especializada Tacle.
Coincidió que del 6 al 20 de marzo de 1955 se celebrarían en México los IV Juegos Deportivos Panamericanos, en los que sería necesario cubrir varias competencias al mismo tiempo. Fue así que el Che, Rosell y Susano se asociaron.
El Che sabía tirar muy bien, y como el venezolano también sabía y tenía una ampliadora y un cuartico oscuro en su apartamento, y yo tenía algunas nociones, pues hicimos una pequeña cooperativa de fotógrafos. Teníamos nuestra identificación de solapa, como reporteros, y entrábamos en todas las competencias. "Hoy te toca a ti tal juego y tal juego", "hoy te toca a ti tal otro". Y después nosotros mismos revelábamos las fotos. Y cuando se cumplió el programa de los Juegos Panamericanos sacamos cuentas. Y aparte de algunos anticipos por gastos que habíamos tenido, como una cámara que compramos, los rollos, el papel, los materiales, obtendríamos como siete mil pesos, unos 500 dólares al cambio de entonces. Y cuando fuimos a cobrar, ¡qué va!, ¡Ni un centavo! ¡Se perdieron!
— ¿Y cómo fue que usted se había encontrado de nuevo con el Che en México?
—Cuando yo me fui de Costa Rica los que quedaron allí sabían la dirección que tendría en México. Pero, además, él había tenido relaciones muy estrechas con otro grupo de cubanos que conoció en Guatemala al salir de Costa Rica. Allí conoció a Ñico López. Después, en México, como siempre ocurre, pues los exiliados tienden a buscarse, a agruparse, a ayudarse, él se contactó muy pronto con los cubanos, que ya éramos un grupo mucho más grande. Entonces, inmediatamente, tuvimos relaciones de nuevo.
— ¿Recuerda algo más en especial de lo ocurrido allá?
—Mire, lo más lindo es que yo traje un rollo de fotos tiradas al Che...
— ¿Tiradas al Che? ¿Las tiene a mano?
—Él boxeando conmigo… Él me tiró fotos durmiendo en el sofá que allí tenía… Bueno, un grupo de fotos, ¿y puede creer?, se han desaparecido que no sé dónde están. Nunca más he visto las fotografías esas. Yo no sé si fue si fue en el registro que me hicieron aquí cuando llegamos, en el aeropuerto, aunque a mí me parece que no, que después de aquello yo las vi. Como yo tuve que estar en La Habana viviendo clandestinamente, viviendo en diferentes lugares, porque estuve escondido en Sancti Spíritus, en Placetas, en Cabaiguán, estuve en Camagüey, en varios lugares, es difícil conservar documentos y fotos. Yo tenía esas fotos. Traté de encontrarlas incluso después del triunfo de la Revolución, pero ¡qué va! No he podido dar con ellas.
—¿Cuándo fue la última vez que usted lo vio allá en México?
—Después que se hizo efectiva la amnistía de los presos políticos el 15 de mayo de 1955, y Fidel y sus compañeros Moncadistas salieron del presidio y los exiliados pudimos regresar al país. Cuando yo iba a regresar para Cuba, él me fue a despedir al aeropuerto, sí. Allí me planteó que si volvíamos a combatir que nos acordáramos de él y lo mandáramos a buscar. Nos dijo que nos acordáramos del Che, porque ya era esa era la forma en que siempre lo llamábamos, prácticamente se lo pusimos nosotros, los cubanos. Eso de Che se lo pusimos nosotros. Como era argentino, le decíamos che, che, che, y Che se le quedó.
NOTAS:
(1) General de Brigada retirado, fallecido en La Habana.
(2) Militante del Partido Acción Democrática de Venezuela.
Deje un comentario