La obra de Carlos Javier Alonso Sosa [La Habana, 1986] discurre entre un antes y un después. Las paradojas del destino que, de una manera muchas veces imprevista, imponen otra armonía a la vida. Sus motivos son muchos y con solo regresar unos años atrás se comprenderá por qué es tan importante el cambio para él.
Su última serie de nuevos paisajes destaca por su peculiar manera de trabajar, que ha motivado más que objetivos, un grupo de premisas que sostienen el desarrollo de su más reciente producción.
Primero, se propone establecer un cambio en todos los sentidos, ya sea geográfico, ideo-estético (que incluye lo formal, lo conceptual, los cambios cromáticos de su paleta, el contenido a partir del soporte) y relacional.
Esta posición no la asume desde la negación ni desde el desprendimiento sino desde la asimilación, la madurez y la experiencia. El cambio de contexto geográfico siempre es un golpe duro para cualquiera persona. Cambian las costumbres, la expresión ideológica, la raíz cultural, los modos de producción y de relación. En este proceso de asentamiento, la dinámica cotidiana de la vida termina, por lo general, con soslayar la producción artística o relegarla a un segundo o tercer plano. En ocasiones nunca más vuelve a ser motivo de replanteamiento de ideas, aunque las inquietudes permanezcan.
Después de casi una década fuera del país, Carlos Javier intenta reposicionarse en su marco natural, pero comprende que los cambios son muchos. El paisaje ahora tiene un nuevo sabor. Ya no es el mismo que conoce ni el que quiere representar. Se debate entre lo efectivo del uso o no del color, de la manera en que pone la pincelada, en la forma naturalista de su pintura contra una nueva, más expresiva, que lo induce a desterrar la copia al natural por el calco reproductivo desde la fotografía.
Esta, precisamente, conecta con su segunda premisa, con la cual intenta proponer una reflexión en torno a la memoria y a los procesos que esta establece en una obra de arte (el recuerdo). Y a diferencia de lo que la norma exige, los condicionamientos formales han motivado una proposición diferente de los componentes conceptuales de su propuesta.
Para Carlos Javier, cada imagen evoca un espacio particular de interacción. Son lugares comunes, transitados a diario por él, que sacraliza como su nueva geografía y redimensiona con títulos crípticos que evocan el lugar de referencia. Es un juego semiótico entre la memoria y la experiencia, entre el signo y el recuerdo. Un juego entre el recuerdo que deja en la memoria, como ejercicio, el poder encontrar o descubrir una parte de la historia. Por eso usa como base la fotografía movida, desenfocada, en blanco y negro, hecha de noche, sin una calidad expositiva, hasta pixelada, porque le interesa cambiar las relaciones, los puntos de vista, la mirada más «tradicional» del paisaje por uno que está en plena evolución. Al final es un destierro de algo que sabe y domina bien pero que lo amarra, por algo nuevo, diferente, que lo libera.
Y en este sentido, engrana su tercera premisa con la que propicia una búsqueda más formal que conceptual en el tema del paisaje, en una etapa de experimentación y replanteo de su forma de trabajar. Su obra da espacio a una ciudad trabajada con fuertes contrastes monocromáticos. Con lienzos y cartulinas que van desde el gran formato hasta el pequeño —algunos más figurativos que otros—, deja sentir el tránsito que lo conduce por un camino que tiende a la depuración de la línea y de la mancha, o al regreso de un bocetado como parte del proceso que sigue y que en estos momentos se estructura como el corpus de su trabajo. Para él, la relación que se establece entre la imagen y la interpretación que hace de ella, es un accionar estimulante que se mueve entre los hilos de lo sublime y lo bajo, pero que otras veces descansa en un tipo de goce totalmente perceptivo, que nos lleva desde una pincelada impresionista a la sensación de lo abstracto-expresionista. Un artista que apuesta todos sus esfuerzos, por ahora, en negarse a sí mismo y en establecer otra relación formal con él mismo, en un reacondicionamiento de su naturaleza y en la asimilación de La Habana como su nuevo espacio vital.
Nos encontramos ante una obra que evoca, claramente, la relación entre el proceso de producción (cada vez mayor), la distribución de esta (desde cualquier soporte visual y comunicacional) y el consumo (en tanto bueno en su calidad para establecer un retorno a la producción). Es necesario apreciarla en su justa medida, con detenimiento, y sumergirse en ella.
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