Es difícil cotejar todos los lugares por los que pasa una vida. Recorrer los pasos de la Historia, esa que se escribe con mayúsculas, es además un reto: ese, el que desafiamos en estas líneas, como homenaje al Dr. Carlos J. Finlay Barrés en el 105 aniversario de su fallecimiento.
Nuestro punto de partida, Camagüey. Una casona en calle Cristo, entre Pamela Fernández y Lugareño, lo vio nacer el 3 de diciembre de 1833. Tiene la vivienda valores arquitectónicos que la realzan, como son los elementos morisco- mudéjar, precursores del llamado barroco criollo que vislumbra el período neoclásico… y, por supuesto, el tinajón en el patio. Allí hoy en día se rinde tributo a su más insigne morador no solo con las piezas museables cuidadosamente conservadas, sino mediante una sistemática labor sociocultural y de servicios a la población que involucra a la Oficina del Historiador, al Instituto de Ciencias Médicas y a otras instituciones y organizaciones.
Influyeron en la formación del joven Finlay la estancia en La Habana desde pequeño, con asiduas “escapadas” al cafetal de su padre, en Alquízar, donde se imbuyó del apego por la naturaleza; de ahí, aún muy joven, se traslada a Le Havre, Francia, y al londinense Liceo De Rouen, donde culminó estudios. Como no pudo matricular en la Universidad de La Habana por falta de un certificado de haber cursado la facultad menor, se graduó de Doctor en Medicina el 10 de marzo de 1855 en el Jefferson Medical College de Filadelfia, Estados Unidos, y rivalizó el título en Cuba dos años después. Entre 1859 y 1861 se le ve de realizando estudios complementarios y ejerciendo como oftalmólogo en Francia, con escalas en Perú, la ciudad de Matanzas, la Isla de Trinidad –donde encontró el amor– y Nueva York.
Pasos largos y dispares por el tiempo nos llevan ahora al lugar donde realizó sus más importantes descubrimientos: la Zanja Real, el primer acueducto construido en Cuba. Aunque en 1873 una parte de sus servicios establecidos desde 1592 habían sido sustituidos por el Acueducto de Fernando VII –grandes tuberías de hierro fundido que partían del río Almendares por Ciénaga, el Cerro y la Calzada de Jesús del Monte, hasta la Puerta de Tierra, en Monserrate y Muralla, y de ahí a la población de intramuros–, las cañerías de ladrillos cubiertas por lajas de piedra caliza, y más tarde los tubos de barro y de plomo de la Zanja Real permanecieron en activo hasta que en 1893 se ejecuta el proyecto de acueducto que dio justa fama y reconocimiento al ingeniero Francisco de Albear. Aun así, continuó abasteciendo en el siglo XX a algunos sectores de La Habana extramuros, y ha sido utilizada para el regadío y la eliminación de desechos de algunas industrias; hoy en día, los vetustos afluentes de la Zanja Real entrecruzan con descuido algunos puntos de la barriada del Cerro que persistentemente lleva su nombre, y permanece en espera de una merecida atención, como corresponde a un sitio incluido, por Resolución No. 202 del año 2007, en la declaratoria de Monumento Nacional al Sistema de Acueductos de la Habana.
Desde su laboratorio doméstico en la Zanja Real, el Dr. Finlay se dedicó a estudiar, primero, las causas de la propagación del cólera en La Habana, y su análisis lo llevó a razonar que la contaminación de las aguas del acueducto al aire libre y su uso por las personas, bien podía ser la fuente de la enfermedad. Pero he aquí la primera “piedra en el camino” de Finlay: sus resultados sobre la verdadera fuente de transmisión del cólera en La Habana no fueron publicados hasta que ya había pasado la epidemia, en 1873, gracias a la Real Academia de Ciencias de La Habana; en su momento, a Finlay le fue aplicada la más rígida censura durante el periodo de la Guerra de los Diez Años, porque el estudio epidemiológico denunciaba claramente la desidia de las autoridades coloniales respecto al estado de salud de la población en la Isla.
Tras estos estudios iniciales, centró su notable inteligencia y conocimientos en investigar las particularidades de transmisión del muermo, y describió el primer caso de filaria en sangre observado en América, en 1882. A su vez, el tema que lo enaltecería para la Historia: el descubrimiento de la etiología de la fiebre amarilla.
Largo y tortuoso el camino, a pesar de que ya tenía a su favor trabajos realizados por profesionales cubanos, que aportaban la caracterización, síntomas y diagnóstico de la enfermedad; pudo expresar en varios escenarios, incluido el ámbito profesional de los Estados Unidos, que la transmisión de la enfermedad precisaba de "un agente cuya existencia sea completamente independiente de la enfermedad y del enfermo", capaz de trasmitir el germen del individuo enfermo al sano. Ese fue su gran aporte, su explicación del modo de trasmisión de la fiebre amarilla, y el descubrimiento del mosquito que conocemos hoy como Aedes Aegypti, el transmisor. Eso sucedió el 14 de agosto de 1881, pero ahí apareció otra “piedra”: a lo largo de 20 años y por muy diversas razones, su teoría no fue sometida a comprobación por parte de los numerosos epidemiólogos y médicos que la conocieron, ya por ser una hipótesis algo insólita, o por la mayor atención hacia la búsqueda de un microorganismo y no un agente externo causante de la epidemia. Tres comisiones investigadoras de la fiebre amarilla pasaron por Cuba, procedentes de Estados Unidos; tres comisiones que hicieron caso omiso a las investigaciones de Finlay. La cuarta, que llegó en 1900 a solicitud del Gobernador Militar de Cuba Leonard Wood, traía varias propuestas, pero no la de analizar al Aedes Aegypti; sin embargo, algunos de los integrantes de la comitiva – presidida por Walter Reed e integrada por James Carroll, Arístides Agramonte (cubano que residía en los Estados Unidos), Jesse Lazear y sobre todo el cirujano general del Ejército de los Estados Unidos, George Sternberg– venían muy preocupados, porque la fiebre amarilla estaba diezmando las tropas interventoras, y la pista seguida al Bacilo de Sanarelli no daba resultado positivo alguno. Esta situación se unió a la solicitud de los médicos británicos, Walter Myers y Herbert E. Durham –quienes conocían los resultados de su homólogo inglés Ronald Ross sobre la trasmisión del paludismo por mosquitos del género Anopheles, así como el descubrimiento realizado en Estados Unidos por el médico estadounidense Henry R Carter (presente entonces en Cuba), de que entre un caso y otro de fiebre amarilla, en un lugar dado, mediaban dos semanas– para que se tomaran más en cuenta las teorías de Finlay. Por tal motivo, la comisión de marras se presentó en casa del médico cubano, y este les facilitó bibliografía propia, recomendaciones para la investigación y hasta huevos del mosquito, obtenidos por él en su laboratorio doméstico. Con esa base y estudios previos realizados sobre vectores biológicos, Jezze Lazear empezó a ensayar por medios propios, y fue el primero en comprobar de manera experimental e independiente de lo realizado por Finlay, mediante el consentimiento de voluntarios y auto inoculándose el virus… causa por la cual murió a los 13 días de realizar la prueba.
Sin perder tiempo, Walter Reed, hasta ahora escéptico ante los avances de Finlay o de Lazear, e instalado nuevamente en estados Unidos, regresó a La Habana y preparó con urgencia una “Nota Preliminar” basada en los datos recogidos por Lazear, que presentó el 22 de octubre de 1900 ante un evento científico que se celebró en Estados Unidos, como si fuese resultado de las investigaciones de su comisión; en ella afirmó que la teoría de Finlay era cierta, pero no demostrada. Dígase, en honor a la verdad, que mentía: en 1881 el médico cubano había reportado un caso no fatal, muy similar al que aparecía en la consabida “Nota”. Esa fue otra “piedra” en el camino de Finlay, porque al argumentar que los mosquitos que este había utilizado en sus experimentos todavía no habían incubado el germen de la enfermedad, propició que los resultados experimentales fueran desechados, y se perdiera el lugar que verdaderamente le correspondía por 20 años de dedicación y éxito en su empeño. Así, la función de Reed fue solamente comprobar científicamente la teoría de nuestro médico como un segundo verificador, y no como el “descubridor del agente transmisor de la fiebre amarilla”, categoría en la que fue ensalzado en Estados Unidos. Una injusticia más… porque, además, no fueron los experimentos de Reed los que demostraron científicamente la función del mosquito, sino la eliminación de la fiebre amarilla en La Habana en 1901 como resultado de una campaña dirigida por el médico militar estadounidense William Gorgas, un éxito sobre la base de las recomendaciones formuladas anteriormente por Finlay.
Por fin, en 1902 Carlos J. Finlay fue nombrado Jefe Superior de Sanidad. Desde su puesto, se enfrentó a la última epidemia de fiebre amarilla que hubo en La Habana, hacia 1905. Su logro permitió que 1909 sea la última fecha de aparición de brotes de la enfermedad en Cuba.
Recibió los honores y el respeto de su gremio y sus contemporáneos en la típica casa del Vedado, justo en Calle G y 15, de la acera derecha mirando al mar, en la zona en que por primera vez en Cuba se trazaron manzanas de 100 metros y se usó inteligentemente la distribución de números y letras para distinguir las calles; justo donde ahora se encuentra una de las sedes de la Alianza Francesa de Cuba.
Rodeado de los suyos lo sorprendió la muerte el 20 de agosto de 1915. Bohemia, la revista en activo más antigua de América Latina, destaca en sus páginas “La muerte de un sabio”, con una fotografía de Handel y sentidas palabras: “Ilustre y sabio médico cubano, muerto en la tarde del próximo pasado viernes en esta ciudad. Con su nunca bien llorada muerte, pierde Cuba uno de sus más gloriosos hombres de ciencia, pues el Dr. Finlay era el descubridor de la célebre teoría sobre la propagación de la fiebre amarilla por el mosquito. Por sus muchos méritos tuvo el honor de ser propuesto para la obtención del “Premio Nóbel”. ¡Descanse en paz el ilustre fenecido!”
En el cuartel noroeste, cuadro 8 del campo común, en la Necrópolis Cristóbal Colón, existe un modesto panteón con cuatro bóvedas a los lados, osario y pedestal de forma escalonada, rematado por una cruz latina. Allí, inhumados en tierra como fuera su voluntad, con una pequeña lápida que destaca su quehacer científico, descansa Carlos Juan Finlay Barrés...
¿Descansa?
Pues no. Está activo, y entre nosotros. Presidente de Honor de la Junta Nacional de Sanidad y Beneficencia, trajo a su Patria la Medalla Mary Kingsley, del Instituto de Medicina Tropical de Liverpool, Inglaterra, el Premio Bréant, de la Academia de Ciencias de París, la Orden de la Legión de Honor de Francia. Llevan su nombre hospitales, instituciones, escuelas, parques y museos; tarjas, efigies y distinciones lo encumbran por todo el país. En su honor se otorga el Premio de Microbiología, y se celebra el Día de la Medicina Latinoamericana.
Sí, es cierto, no le fue otorgado el tan solicitado Premio Nobel, y nunca dijeron por qué. Es, sin embargo, un impasse en el tiempo. El mundo entero, hoy mismo, clama por el reconocimiento a miles de trabajadores de la Salud cubanos que están enfrentándose a la más dura pandemia que ha sufrido la Humanidad. Cuando llegue ese día, con su bata blanca y la Marca Cuba bordada en el pecho y en la sonrisa, estará Finlay, ocupando su justo lugar.
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