Decía el siempre bien recordado Carlos Gardel, aquel hombre con voz de privilegio, que “veinte años no son nada”.
Claro, y un bromista comentó que eso era cierto, puesto que el Morocho del Abasto había visto transcurrir esos veinte años pasándola de maravilla en París, entre tragos de champán y adorables francesitas.
Ah, pero ni siquiera El Zorzal se hubiese atrevido a negar que setecientos ochenta y un años son bastante, muchísimos. Tantos como ésos permanecieron los árabes en la Península Ibérica, desde la batalla de Guadalete. Allí los moros derrotan al rey Don Rodrigo, según la tradición traicionado por el Conde Julián, gobernador de Andalucía, quien sorprendió al monarca seduciéndole a su hija, Florinda, La Cava.
ARABISMOS POR DOQUIER
Fuese como fuese la entrada de los árabes, el asunto tendría consecuencias en nuestro léxico. Sí, el árabe invadió, también, nuestra lengua. Todos los campos de la vida humana recibirían esa huella y, en lugar primerísimo, los términos guerreros, como era de esperar. Así, quien encabeza una partida armada sería el “adalid”. Los escuchas, centinelas o exploradores situados en un lugar prominente iban a tomar el nombre árabe de “atalayas”. “Tocar a rebato” nos llegó de igual fuente, y para hacerlo usaban el “tambor”, término también moro.
En otras áreas se sentiría igualmente el influjo árabe, con palabras que van de “azulejo” hasta “quintal”, desde “berenjena” hasta “zanahoria”, desde “algodón” hasta “alcalde”, desde “alcantarilla” hasta “azúcar”.
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