Con motivo del aniversario 55 de Palabras a los intelectuales –discurso emblemático pronunciado por Fidel Castro Ruz en la Biblioteca Nacional José Martí, el 30 de junio de 1961–, en diferentes instituciones del país se han realizado conversatorios, conferencias y múltiples actividades incitadoras al ejercicio del imprescindible pensamiento crítico. También, por supuesto, han estado presentes, en los órganos de prensa –impresos y digitales–, artículos, reseñas, comentarios o simples recordatorios sobre su trascendencia.
Resulta conocida la prolífica oratoria del Comandante en Jefe. En algún momento, los estudiosos del género y de la literatura en general estudiarán sus aportes a la historia de la oralidad, no solo cubana, sino también universal. Deberá hacerse sin comparaciones ni referentes capaces de lacerar cualquier visión desprejuiciada sobre tan complejo arte –ciertamente, poco estudiado por críticos e investigadores contemporáneos–. Cuba tuvo, en los siglos xix y xx, notables oradores, tanto en las esferas políticas conservadoras como en las revolucionarias.
Históricamente, los discursos constituyeron las vías utilizadas por los políticos para divulgar sus programáticas partidistas en mítines o actos públicos, fundamentalmente de carácter electoral, cuestión desaparecida de forma radical a partir del triunfo revolucionario de 1959. Sin embargo, el discurso intelectual, el emisor de conocimientos culturales, en su sentido amplio y universal, ha constituido una alternativa de comunicación capaz de fertilizar idearios y conductas bienhechoras para el mejoramiento social. Muchos han engrosado las publicaciones de nuestros grandes pensadores, cuyas labores las han ejercido desde los tiempos decimonónicos hasta el presente siglo. Indiscutiblemente, Fidel es parte inseparable de esa tradición.
La férula de la era digital, en la actualidad, no ha podido sustituir semejante práctica milenaria. La voz, portadora de pensamientos y pasiones de diversa índole, aún no ha sido remplazada por la tecnología moderna, innegable generadora de valores y comportamientos, positivos y negativos, tales como la masividad y prontitud informativas, pero también el distanciamiento progresivo e indetenible entre los seres humanos.
Fidel, en Cuba y en todos los países visitados por él a lo largo de su extensa y productiva vida, ha utilizado la oratoria como vía principal para expresar su ideario político. Inclusive, sus escritos se sienten como palabras dichas en un podio; tal parece que siempre se le escucha. Sus obras completas, por suerte inconclusas, están dotadas, fundamentalmente, de su forma peculiar de sentir el mundo por el que transita. Constituyen continuas propuestas para su perfeccionamiento o radical transformación.
Resulta interesante destacar que su discurso, dirigido a una parte de la intelectualidad cubana, en junio de 1961, colofón de tres días de discusiones internas, fuese el más estudiado y digno de comentarios, dentro y fuera de Cuba, de la totalidad de los pronunciados por él hasta el presente. Esta característica requiere de nuevos análisis. Ante dicha interrogante, puede responderse que las causas están en su fuerte contenido teórico y programático; la innegable relación entre política, ideología y cultura en general; la presencia de los problemas neurálgicos de la época fundacional de la Revolución; el esclarecimiento de los derroteros de la política cultural; las posibilidades que se le ofrecían al sector artístico para la divulgación masiva de sus aconteceres, y el hecho inédito de que un gobernante cubano se dirija a la intelectualidad, entre otras razones. Pero, repito, el asunto requiere de nuevas indagaciones en tanto la mayoría de las cuestiones anteriormente enumeradas están presentes en muchas de sus intervenciones públicas. Tal vez pueda agregarse que, hasta el presente, no existe disertación alguna, dirigida a ese sector, capaz de superarla.
En esta oportunidad destacaré algunos elementos contributivos para posteriores análisis, aunque, ciertamente, de una forma u otra y con mayor o menor profundidad, han sido analizados por los estudiosos y divulgadores de la obra de Fidel, y de sus Palabras a los intelectuales en particular.
En ningún momento el líder de la Revolución pasó por alto la precedencia cultural. Por el contrario, reconoció el papel desempeñado por las instituciones vinculadas a ese sector y sus máximos exponentes a favor del fortalecimiento espiritual de la nación. Si de comparaciones se trata, entre el pasado republicano burgués y el presente revolucionario, Fidel defendía, de forma vehemente, los principios sustentadores de la revolución cultural. En tal sentido, se apoyaba en la relación dialéctica entre formación socioeconómica y espiritualidad, entendida esta última como universo abarcador de todos los saberes. La ciencia, el deporte, el arte, la literatura y la educación deben, según él, marchar juntos, acordes a las transformaciones exigidas por el radicalismo propio del momento. Se trataba, en esencia, de llamar la atención sobre la necesidad de que la Revolución se hiciera sentir en todas las esferas de la vida, mostrando sus bases esenciales. Semejante propuesta de integralidad y reordenamiento social solo era posible a través de la consolidación del proyecto socialista.
El líder enfatizaba en la cultura como emancipación humana y esencia del proceso cultural renovador. De ahí, precisamente, que no deben conceptualizarse sus Palabras... de simples iniciadoras de “la política cultural de la Revolución”, como hasta el presente ha sustentado la mayoría de los analistas. A lo que debe agregarse la existencia, desde los primeros momentos del triunfo de Enero, de varias políticas patrocinadas por el Ministerio de Educación, la Academia de Ciencias, el ICAIC, la Casa de las Américas y el Consejo Nacional de Cultura, sin menoscabar las inherentes al sistema de la enseñanza artística. Resulta innegable que estas generaron una nueva conciencia crítica cultural de necesario análisis y reordenamiento académico. Fidel es un teórico de la transformación social, además de político generador de programas y proyectos. Así lo revela su mencionado discurso.
De vital importancia resultan sus reflexiones –de absoluta vigencia– en torno a la ética como valor moral; aspecto, por cierto, de requerimientos urgentes en nuestros debates y encuentros. Razonó sobre la conducta humilde, justa y sincera, del intelectual ante el conocimiento en su sentido universal. Dijo, en varias oportunidades, que el verdadero creador se forma y educa asumiendo la sabiduría del mundo en que vive, más allá de la parcela especializada y del espacio concreto del ejercicio profesional. A lo que debe sumarse su llamado al desarrollo de una permanente sensibilidad hacia los grandes problemas del mundo, y del país en particular.
El intelectual, según sus razonamientos, es un transformador visionario del futuro si siente y actúa como parte inseparable de la sociedad en su conjunto. La obra es relevante en la medida en que genera pensamientos y conductas críticas conducentes al mejoramiento social e individual. Bien lejos estuvo Fidel de colectivizar la creación. Su llamado carece de falsos populismos, para insertarse en el más absoluto respeto por el intelecto; pero insistió en las grandes posibilidades de la Revolución para incluir a todo aquel que deseara depositar su obra al servicio del bien común, sin normas y preceptos amordazantes de la libertad de expresión. Las mayorías poblacionales y sus intereses constituyen, al decir de él, el centro de cualquier motivación innovadora. Ese es el verdadero sentido de la Revolución. De ahí, precisamente, la imperiosa necesidad de que los científicos, escritores y artistas sean, junto al resto del pueblo, sus guardianes, sin compromisos lacerantes o dubitativos.
Lamentablemente, a lo largo de la historia de las políticas culturales de la Revolución, no siempre se adoptaron los principios sustentadores del discurso del líder. Sobre ese particular se ha escrito y hablado abundantemente. Aún quedan muchos silencios dignos de develarse y negruras necesitadas de pensamientos clarificadores.
Fueron tiempos duros, complejos e inconsecuentes con la ideología fundacional de la sociedad imaginada y creada gracias al esfuerzo de cientos de miles de patriotas a lo largo de la historia. Por fortuna, la inteligencia y sabiduría del país ha deshecho el ostracismo, aunque todavía sobreviva semejante flagelo en algunos ignorantes trasnochados.
Al revisitarse las Palabras a los intelectuales resulta apreciable su esencia inclusiva y emancipadora. Fueron expresadas por un intelectual político con un alto sentido de los valores de la justicia social. Fue, a mi entender, su segundo alegato, después de La Historia me absolverá, en que pone “al rojo vivo” lo que es y debe ser una revolución humanista y profunda. No resultó casual que el escenario fuese la Biblioteca Nacional y que los presentes integraran una parte relevante de la intelectualidad de aquellos tiempos. Él defendía la espiritualidad como lo esencial de la vida misma. Sin ella no hay país ni nación, ni tampoco planeta. Para su defensa, protección y avance se generan conductas, y ese fue su excelso mensaje imperecedero. Retomarlo deviene ejercicio de conciencia si deseamos sostener eternamente la patria de todos los cubanos, sin entreguismos a lo foráneo ni exclusiones a lo mejor que el mundo puede ofrecernos.
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